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“No fui una nena con sobrepeso, me doy cuenta de eso viendo mis fotos. Pero en el colegio era ´la gorda´, aunque está claro que a un nene o nena con sobrepeso no tendrían que decirle algo así. Yo era ´la gorda´ a la que dejaban de lado, junto a Vale y a Marian, mis amigas. A las tres nos excluían y, muchas veces, nos hacían pelear entre nosotras. Como se imaginan, había momentos en los que estaba muy sola. Mi aspiración en ese entonces era formar parte del grupo de compañeras, junto con las demás chicas”.
Así arrancan los recuerdos de niña que guarda Agustina Murcho (32) y que volcó en el comienzo de su reciente libro Vulnerable, donde cuenta cómo superó su enfermedad, brinda algunas herramientas y conocimientos para prevenir que otras personas lo padezcan.
Si bien no tiene muy claros algunos recuerdos, dice que en Primer Grado la empezaron a discriminar por lo que sentía una tristeza muy grande de querer llorar y tener un nudo en la garganta muy feo.
“En esa edad no tenía en claro qué era la autoestima, pero mientras iba creciendo nunca estuve muy conforme conmigo misma, sobre todo en lo que es intelectualmente o cómo era como persona. En la típica ´nadie me va a querer´, ´no soy inteligente´, ´me dicen cosas lindas de compromiso´”, dice Agustina.
Su primer recuerdo relacionado con la comida está vinculado a los siete años, tiempos en los que compraba en el kiosco de su colegio cuatro paquetes de caramelos masticables y otros cuatro de confites de chocolate a los que le sumaba una dona rellena de dulce de leche en cada uno de los recreos.
Sin embargo, más allá de estos antecedentes en relación a los hostigamientos que sufrió desde chica y a cómo se alimentaba a tan temprana edad, Agustina identifica el año 2003 como el inicio de su enfermedad: la anorexia.
“Solo comí medio pancho porque no quería engordar”
“Todos los miércoles, mi hermano y yo íbamos a lo de mi papá (se había separado de su mamá) a cenar. Si no salíamos, el menú siempre incluía pizza o empanadas. Un día, no recuerdo la razón, decidí que yo iba a pedir pollo con calabaza. Al día siguiente me miré al espejo y no podía creer lo que veía. Estaba deshinchada. Y me gustó. Para continuar con la tendencia, al día siguiente elegí no comer. Ese viernes, fui al cumpleaños de un compañero del colegio. Solo comí medio pancho porque no ´quería engordar´. Quería seguir manteniendo mi peso y, sobre todo, continuar con la panza chata. Pronto empecé a sumar las calorías de lo que consumía y a restringirme”.
Agustina cuenta que a partir de ese momento comenzó a comer diferente a los demás en algunas cosas, a saltearse comidas. De esa forma empezó a notar que bajaba de peso y eso la ponía contenta y hasta feliz, dice, porque veía que su entorno más cercano le prestaba una mayor atención.
“En el transcurso del tiempo mis padres se empezaban a dar cuenta y me lo decían retándome, pero porque también había desconocimiento y no se sabía de qué se trataba esto. También es la desesperación de un padre que ve que su hijo no está comiendo. Yo noté siempre que no estaba bien lo que hacía, pero no me importaba porque quería atención porque me sentía muy mal conmigo en lo que es la autoestima. El no comer me hacía sentir bien por poder controlar algo”.
Al bajar tanto de peso, en el colegio le suspendieron la actividad física. “Me llevaban y me traían en auto para que no caminara y no me dejaban salir a disfrutar del recreo. Mis padres me prohibieron las salidas de los fines de semana y, a pesar de que faltaba un año, comenzaron a amenazarme con no dejarme ir a mi viaje de egresados si seguía sin comer. Eso me dio un poco de miedo, pero no el suficiente como para dejar esas conductas”.
Atracones y vómitos
Al poco tiempo y como suele ocurrir con los trastornos de la alimentación, Agustina tuvo atracones que empezaron de a poco, y que prefiere evitar mencionar para no generar ideas en aquellas personas que se encuentran atravesando este tipo de enfermedades.
“Los vómitos también empezaron de a poco, después de tanta restricción causada por la anorexia. Al principio, eran los fines de semana, ya después durante la semana y después todos los días, varias veces al día. Cada vez se va haciendo más y más frecuente cuando no se trata. Sentía alivio al comer y al vomitar. Es algo muy difícil de explicar, pero se siente alivio justamente de cosas que uno no dice o necesita expresar. En el momento no te das cuenta, eso lo ves después cuando lo tratas”, confiesa Agustina, que hoy es nutricionista y que desde el otro lado del mostrador y según su experiencia personal, define a estos vómitos causados como “algo peligroso” y está convencida que es lo primero a tratar cuando recibe una paciente en su consultorio porque “la vida está en riesgo”.
En esos momentos en los que la anorexia se apoderó de ella, Agustina tenía conciencia de la enfermedad que padecía y también sabía que no estaba bien. Sin embargo, pensaba que no le iba a pasar nada. “Era más el miedo a engordar que a que me pase algo”.
De hecho, en uno de los capítulos de su libro Agustina cuenta cómo fue internada a raíz de que estaba deshidratada y con niveles de potasio muy bajo. “Intentaron darme té con azúcar, pero yo no quería tomarlo por miedo a engordar. Es así como la enfermedad se apodera de vos. No te importa siquiera que tu vida esté en peligro. Me dio felicidad volver a casa, pero porque había bajado de peso durante la internación”.
Empezar a sanar
Si bien Agustina convivía con su enfermedad de día y de noche, no quiso contarles a sus padres lo que realmente le estaba pasando. Entonces, se lo confió a su mejor amigo, quien se lo terminó contando a su hermano. “Ellos me dijeron que, si no lo contaba, le iban a contar a mis padres. Nunca sentí que toqué fondo, nunca llegué a eso, y creo que fue porque mis papás me obligaron a tratarlo. Lo tomaron claramente con preocupación, trataban de hablarme y yo siempre me enojaba o evitaba el tema, siempre peleando. Ellos también se enojaban, pero es lógico porque es el miedo de los padres y la desesperación y siempre hicieron lo posible para ayudarme”.
Tras esas charlas con sus padres Agustina comenzó un tratamiento en La Casita, un reconocido Centro de Atención y Prevención para adolescentes y jóvenes y su familia. En ese lugar le diagnosticaron bulimia y en la admisión la derivaron a un hospital de día por lo mal que estaba. “No me relacionaba bien. Sentía que odiaba a todos y me quería ir. Siempre estaba de mal humor. Con algunos me llevaba bien y pasábamos el tiempo ahí, nos reíamos. Pero, en general, siempre estaba de mal humor. Te hacían hacer almuerzo y merienda y, había grupos de terapia y nutrición donde cada uno contaba cómo iba con las comidas. Era todo grupal y no soportaba escuchar la vida de los demás porque lo sentía una pérdida de tiempo”.
Sin embargo, en el hospital, día a día mejoró mucho con la alimentación y los vómitos. Después, regresó a La Casita y empezó terapia individual donde mejoró mucho más aún. De hecho, a medida que se iban viendo sus avances le permitieron volver a su trabajo cuatro horas por día y a desayunar sola en su casa. Hacía la colación en el trabajo y de ahí se iba al tratamiento.
“A medida que mejoraba iba sintiendo cariño por otras personas. Parece extraño, pero es lo que me pasó. Antes no sentía ni eso. Sabía que quería a mi familia y a mis amigos, pero la sensación de amor estaba completamente anulada”.
Una de las cosas que más disfrutó Agustina a medida que fue avanzando en su recuperación fue el viaje que realizó junto a su hermano y a su cuñada por los Estados Unidos. “Fuimos juntos de vacaciones y la pasamos espectacular. Visitamos a mi tía en Boston, pasamos por Nueva York, Miami y terminamos en un crucero por Las Bahamas. Ahí comencé a valorar más la vida. Tuve momentos de felicidad” dice, siempre con una sonrisa.
El amor que no juzga
En la historia de recuperación de Agustina tiene un lugar muy importante Guido, su novio, a quien conocía ya que era amigo de su hermano y lo reencontró por Facebook. En ese momento de su vida se encontraba en la última etapa del tratamiento de hospital de día. “Guido me ayudó en todo. A hablar con los profesionales, a comer cosas que me seguían dando miedo, y me soportó muchas situaciones feas donde tomé mucho alcohol, además de ataques de ira producto de toda esta enfermedad”, confiesa.
Agustina cuenta que a partir del noviazgo con Guido comenzó a quedarse a dormir los domingos en su casa y eso la ayudaba a cenar. De esa forma se acostumbraba a no saltearse esa comida. “Él hablaba seguido con mi psicóloga para tratar de entender lo que me estaba pasando, me acompañaba a la nutricionista y a los grupos. Merendábamos juntos antes de cada turno. También viajamos juntos y en esos viajes pude pasarla bien y disfrutar. Por supuesto, los pensamientos alrededor de las comidas y las restricciones seguían, pero aun así logramos pasarla genial”.
“Cuando uno lo pasó entiende mucho más al paciente”
En 2015 se le ocurrió abrir una cuenta de Instagram (nutricion.ag) sin pensar que en la actualidad iba a tener casi 400.000 seguidores. “De a poco fui viendo lo que pasaba en las redes y de los peligros y desinformación relacionado a la nutrición y empecé a dedicarme a desmentir y hablar de la comida desde otro lado que no sea ´sólo nutrientes´, de informar y hacerle ver a la gente lo peligroso que es seguir consejos de cualquier persona”.
Habiéndose recibido de licenciada en Nutrición, una vez que comenzó a estar mejor se dio cuenta que sería bueno ayudar a quienes pasaban por lo mismo que había pasado ella. Para eso, se capacitó haciendo posgrados, diplomados, cursos y siendo parte de congresos médicos sobre los trastornos alimentarios. “Me siento súper bien y me doy cuenta que al entender lo que les pasa, es más fácil tratarlos. Cuando uno lo pasó entiende mucho más al paciente”.
Actualmente, Agustina vive con Guido y disfruta de cosas tan simples como leer un libro, salir con sus amigas a comer, irse de vacaciones tranquila, mirar una serie, situaciones que tenía cercenadas por su enfermedad. “Nada podía hacer. Ni lo más mínimo, porque mi vida era comer, vomitar, pensar en comida. No había otra cosa. Y estaba tan mal que pensaba que estaba bien, que no tenía ningún problema”.
¿Qué mensaje les darías a las personas que se encuentran afrontando un trastorno alimentario y no saben cómo salir o pedir ayuda?
Les diría que si les cuesta pedir ayuda vayan a un profesional capacitado y le cuenten lo que les pasa, sólo para escuchar qué les dice. Y que sepan que la vida sin un trastorno alimentario es vida y no van a arrepentirse de tratarlo, aunque el tratamiento sea difícil.
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