La infancia de Andrés Di Tella no debe haber sido cualquier infancia. Ya lo advierte él en La televisión y yo (2002), una de sus primeras películas: "Me perdí siete años de televisión. La mitad de los recuerdos colectivos de mi generación no los tengo". No vimos lo mismo, confiesa el director de cine, alguien que justamente eligió la imagen para contar historias. Andrés nació un 16 de noviembre de 1958, fecha que podría pasar desapercibida a no ser por un dato: el 22 de julio, cuatro meses antes, se creaba el Instituto Di Tella, aquel con el que su familia comenzaría a escribir un nuevo relato para su apellido, y cambiaría la austeridad de autos y heladeras eternos por la efusividad y el glamour de la vanguardia cultural. Y es ahí nomás que empieza a transcurrir la infancia de Andrés, que, claro, no debe haber sido cualquier infancia.
Miembro de una familia que se volvió símbolo de la pequeña burguesía industrial de nuestro país, de alguna forma su historia es parte de la historia y de esa narrativa que impone la idea de progreso y de que todo es posible. ¿O qué otra cosa se puede pensar cuando se escuchan las anécdotas de su abuelo Torcuato, ese inmigrante italiano que vio su oportunidad en una ordenanza municipal que obligaba a las panaderías a utilizar máquinas amasadoras? Corría 1911 y Torcuato tenía 18 años cuando creó la Sección Industrial de Amasadoras Mecánicas, inmortalizada años más tarde como SIAM.
La fábrica, de hecho, se vuelve escenario de varios de los documentales de Andrés, al igual que su biografía se convierte en la trama. O, lo que es más preciso, la biografía de su padre, también llamado Torcuato, que escapa del legado de la empresa y se hunde en los libros de sociología y teoría política, y de su madre, Kamala, una psicoanalista nacida al sur de la India, siempre interesada en los procesos históricos, que en 1951 obtiene una beca para realizar un posgrado en la Universidad de Ohio y conoce en Estados Unidos a su futuro marido. Ficción privada, justamente, es un retrato de esa relación que viene a culminar aquel recorrido biográfico –iniciado, tal vez no premeditadamente, con La televisión y yo (2002) y continuado en Fotografías (2007)– como una suerte de viaje epistolar a ese pasado que no parece ser más que el de dos jóvenes que huyen de su futuro.
El documental se estrenó en plena cuarentena; sin embargo, no para. En el circuito local, se lanzó en la plataforma Cine.ar y luego se proyectó en Puentes de Cine y en el ciclo "Cine argentino en línea", organizado por el Malba. Afuera, vio luz por primera vez en el Festival de San Sebastián y se viene presentando en diversos festivales: Marsella, Tokio, Irlanda, Londres… "Es curioso, yo no me muevo, pero la película no deja de viajar. El otro día me escribió una amiga que la había visto en Europa, en sala. El estreno por Cine.ar también fue muy impresionante, porque de alguna forma es televisión y llegó a muchísima gente. Me hablaron de unos 30.000 espectadores. Para una película así, que se proyecta en la Sala Lugones y en el Malba, tendría que estar años para alcanzar ese número", comenta Andrés del otro lado de la pantalla, con una sonrisa que no parece irse con nada, mientras la labradora que se sumó hace unas semanas a la familia juega a sus pies.
La cita, cierto, no es para hablar de su niñez, aunque los recuerdos de sus primeros años en Londres aparecen inmediatamente. "A veces, durante semanas, yo no pasaba por el living de casa porque estaba lleno de gente que se quedaba a dormir y que no conocía", desliza mientras recuerda cuando los iba a visitar Caetano Veloso, o Ronald Laing –el pope de la "antipsiquiatría"–, con quien trabajaba su mamá organizando experimentos sociales; o aquel verano que pasaron en la casa de Noam Chomsky o la vez que Kamala comenzó a practicar el budismo y, de pronto, la casa se llenó de lamas que jamás habían visto televisión y no podían despegar sus ojos de los almuerzos de Mirtha Legrand. "Hubo veces que padecí bastante esa vida, pero hoy me queda como un tesoro".
Fotografías, justamente, se trató de un ensayo basado en unas fotos de tu madre. Y recuerdo una entrevista donde señalabas que Marta Minujín después de verla te dijo que la película no le había hecho justicia. ¿Empezó ahí a gestarse Ficción privada?
(Se vuelve a sonreír) En realidad, Marta era como la mejor amiga de mi mamá, y ella vio esa película dos veces y me dijo que la había emocionado. Pero, claro, después me dice eso, que creía que no le había hecho justicia porque Kamala, según Marta, era la persona "más extraordinaria" que conoció en su vida… La verdad que nunca lo pensé en función de eso, pero en parte algo habrá tenido que ver. Son esas cositas que te van quedando. Si tuviera que dar una definición en esta película, veo un esfuerzo por tratar de imaginar a mi mamá y a mi papá, cómo eran ellos.
¿Cuándo recibís las cartas?
Papá me las dio cuando hice Fotografías, al morir mamá. Son un montón de cartas (me muestra a través de la pantalla dos carpetas con solapa), cartas escritas a máquina…
¿Kamala escribía a máquina? No me hago esa imagen…
No, tenés razón. Kamala escribía a mano, mi papá escribía a máquina. De hecho, uno de los recuerdos más tempranos que tengo de mi papá es cuando me preguntaron en la escuela de qué trabajaba, y yo dije que no trabajaba, que estaba todo el día escribiendo a máquina. Cuando él me las da, ella acababa de morir, y yo las miré, pero no las pude leer. Leí un poco, pero me costaba muchísimo. Cuando muere papá, me acordé de estas carpetas y me dije que había llegado la hora. Pero no fue fácil, me costó.
Lo que tienen las cartas es esa sensación tremenda de presente, de algo que todavía está sucediendo. Y también hay algo con los padres, ¿no?, como que te habitan.
¿Cómo describirías ese encuentro?
Lo que tienen las cartas es esa sensación tremenda de presente, de algo que todavía está sucediendo. Y también hay algo con los padres, ¿no?, con cómo están adentro de uno, lo sepamos o no. Te habitan. Viste que pasa, que te escuchan por teléfono y te confunden con tu papá. A mi hijo Rocco le pasa seguido. ¿Cómo puede ser que uno hable de la misma forma que el otro?
Y está el tema de los duelos, que nunca son exactos. No necesariamente arrancan tras una muerte…
Sí, y a veces una muerte desencadena otro duelo. Creo que la muerte de mi papá hace dos años y medio fue lo que desencadenó esta película. A raíz de eso, originalmente yo pensé hacer algo sobre mi papá, fue la primera idea que tuve e incluso escribí un texto al respecto. Pero justo en esos días, mi hermano se muda y encuentra un cuaderno, que era un diario de mamá con fotos, y es como que entonces ella se hizo presente. Ahí me acordé de las cartas. Hemingway decía que un cuento tiene que ser la punta de un iceberg, lo más importante no debe estar dicho. Estas cartas son como esa punta sobre la vida de mis padres, a veces con momentos que pensé a priori, otras porque los actores leían un fragmento de tal forma que le daban vida. El resto lo completa cada espectador, con sus recuerdos, sus experiencias y sus propios padres. Eso tal vez diferencia esta película de las otras.
¿Qué?
Que en las otras cuento más historias, pero en esta creo que digo más.
Mandatos heredados
La película arranca con una disrupción. Vemos fotos anónimas que a través de una mano caminan por la ciudad, la habitan, mientras Andrés y su hija Lola les atribuyen una historia, incierta, irreal. Tal vez pueda afirmarse que ese sea uno de los ejes argumentales, el de pensar la historia como una invención. Ya lo dijo alguna vez Paul Ricoeur, es imposible recuperar lo olvidado en tanto es algo que nunca tuvo lugar. El pasado se vuelve así una deuda. Y Di Tella, con ese comienzo, parece hacernos esa concesión, porque la historia que se teje a través de las cartas es una historia de fragmentos, una historia donde el sentido se completa en la mirada del otro.
¿Cómo juega lo biográfico en tus películas: es un recurso narrativo o es la sustancia donde arranca todo?
Creo que es esto último, es lo que me apasiona. Ese juego de contar una historia, pero a la vez empezar a depurarla, a despojarla de elementos e información, y así alumbrar ese viaje emocional para el espectador. Eso es lo que me interesa con el cine. En realidad, en mis películas, la escritura es permanente. Inevitablemente, hay que hacerlo al comienzo –porque, si no, uno no convence a nadie de hacerla–, pero luego está la improvisación. La verdad es que no sé qué estoy buscando hasta que lo encuentro. Siempre tengo un diario de rodaje. Y después está el momento donde empezás a ver el material y a pensar el montaje, que puede llevar varios meses. A veces, lleva tiempo entender lo que filmaste. Hay mucho como de composición musical que se pone en juego en el montaje. La emoción tiene mucho que ver con eso. La música puede volverse en los esteroides del cine, pero también si hay una emoción previa, la música asume otro sentido.
Pienso en 327 cuadernos, ese documental que traza un perfil de Ricardo Piglia a partir de sus diarios y un registro minucioso tras muchos días con él.
Totalmente, y fijate que Piglia era un intelectual de pura cepa y era muy bueno hablando, con un discurso superracional y elaborado, pero para mí ese discurso es ajeno al cine. Para mí ese fue el desafío, ir a ese Piglia íntimo. Tal vez tuve la suerte de que teníamos cierta confianza y se permitía ir a lugares que no iría con otra persona… Ahora estoy trabajando sobre otro proyecto que se llama Borges y yo. Soy bastante fanático desde muy joven y creo que no hay una película que refleje lo que es su espíritu.
No todos tienen un apellido que atraviesa la narrativa nacional. En una ocasión, recordabas la consternación que tuviste al ver La hora de los hornos…
Claro, me acuerdo que la vi por primera vez durante la dictadura, en Europa porque acá estaba prohibida, y hay una escena donde aparece el Instituto Di Tella con una especie de happening, y se escucha en off la voz de (Octavio) Getino que dice algo así como que eso era la punta de lanza del colonialismo cultural. Y entonces, claro, me pegó. Y sí… ahí aparece lo que decías, el apellido que excede el círculo familiar. De chico empecé a sentir ese tipo de resonancias, y en mi caso personal, el hecho de ser esa especie de cruza entre dos historias completamente distintas pesa. No obstante, también creo que todo el mundo es representativo, cada biografía familiar puede contar el siglo 20.
Volviendo a Ficción privada, la historia de amor que se relata en esas cartas parece también una historia de mucho desencuentro.
Y es una historia con luces y sombras. Recuerdo una imagen que la refleja, ese momento en Chacarita cuando ella muere y Torcuato le lleva 10 rosas rojas y 10 rosas blancas, por las alegrías y las tristezas… Mi mamá se va de una familia tradicional de la India y muchas cartas refieren a ese período, marcado también por la complejidad de un matrimonio interracial. Creo que un poco es la dimensión política en la vida de ellos. Mi papá les da la espalda a mi abuelo y a la fábrica, y eso fue muy traumático para él, mi abuelo lo tomó muy mal. Es duro romper con los mandatos familiares.
Tu tío Guido los siguió…
Y él estuvo al frente de SIAM, si bien le tocó el momento durísimo de chocar el avión. Esa era la imagen que siempre usaba papá. Con mi tío, Torcuato se llevaba bien, aunque no coincidían en muchas cosas, incluyendo la política. De hecho, recién cuando murió Guido, papá comenzó a aparecer opinando más públicamente. Y cuando Cristina Kirchner lo llama –porque creo que fue idea de ella (N. de A.: se refiere al nombramiento de Torcuato como secretario de Cultura durante la gestión de Néstor Kirchner)–, aceptó tres días antes de asumir, él sentía que no era lo suyo.
¿Hablabas con él de cine?
No, pero sí de mis películas. Alguna vez me contó que iban a hacer un documental con un amigo sobre el fenómeno del Carnaval de Oruro, pero no llegaron a filmar. Creo igualmente que algo de él hay…
¿Por qué?
Y tengo la idea de que hago documental porque mi papá era sociólogo, es una especie de forma admitida del cine.
¿Y Marta vio Ficción privada?
Sí, me dijo que se emocionó. Pero ahora que me hiciste recordar lo que dijo, le voy a preguntar de vuelta.