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La relación de Arthur Rimbaud y Paul Verlaine, monstruos sagrados de la poesía francesa del siglo XIX, superó al romance para quedar marcada por la violencia, los excesos y el poder absoluto de la creación. Y aunque pasó un siglo y medio, años que abarcaron dos guerras mundiales y varios terremotos de avance social, los claroscuros de su tormentoso odio-amor siguen alimentando las noticias y los debates, sacándolos de la imagen fijada en los manuales de literatura para devolverles enteramente las contradicciones de su humanidad.
En enero de este 2021, el presidente francés, Emmanuel Macron, decidió que -a pesar de una petición pública que contaba con el apoyo de la ministra de Cultura Roselyne Bachelot- Arthur Rimbaud no entraría al Panthéon, el gran sagrario de la historia civil francesa. Por respeto a la voluntad de la familia, el poeta -escribió Macron- “seguirá inhumado junto a los suyos, en la bóveda familiar del cementerio de Charleville-Mézières, su ciudad natal y última morada”. Paul Verlaine, la contraparte de esta historia, quedará a su vez donde está: el cementerio parisiense de Batignolles, donde su tumba es la más visitada.
Argumentos siglo y medio después
Argumentos había a favor y en contra: según Bachelot “el hecho de hacer entrar a estos dos poetas, que eran amantes, sí, juntos, al Panteón, tendría un alcance que no es solo histórico o literario, sino profundamente actual”. Para los detractores de la idea, en cambio, sería un despropósito unir definitivamente a la sombra de los laureles republicanos a dos poetas y amantes que terminaron separados por un episodio violento y terminaron sus vidas a miles de kilómetros de distancia. Macron zanjó la cuestión, pero más allá de este punto final, ¿cómo nació la discutida, tormentosa y extrema relación de Verlaine y Rimbaud?
Leyenda o realidad: una imagen y documentos perdidos
La comuna Charleville-Mézières, en las Ardennes (norte de Francia), le debe a Rimbaud su ingreso a lo grande en el mapa de la literatura francesa. Además de su casa natal (12 Rue Pierre Bérégovoy, donde lo recuerda una placa), hay un Museo Rimbaud y un memorial llamado Maison des Ailleurs, establecido en un edificio donde la familia vivió varios años, y donde se evocan lugares en los que el poeta vivió o se inspiró, de Marsella a París, Londres, Aden o Harar. Según el relato de Paterne Berrichon, cuñado y biógrafo de Rimbaud (aunque no por eso demasiado confiable), su instinto errabundo había comenzado de recién nacido: apenas la enfermera lo dejó sobre un almohadón en el suelo, para ir a buscar sus primeras ropas, el pequeño Arthur rodó por el suelo y se fue rápidamente gateando hacia la puerta. Berrichon cuenta muchas anécdotas -incluyendo la vez que Rimbaud quiso cambiar a su hermana recién nacida por unas estampas de viaje en la librería de la ciudad- pero se obstina en rechazar lo que biógrafos posteriores, menos dados a la hagiografía, pusieron en tinta sobre papel: la relación amorosa con Paul Verlaine. “Malvadas leyendas florecieron monstruosamente sobre el tipo de afecto que unía a nuestros dos poetas, poetas cuya obra tuvo tan sana influencia sobre las nuevas letras. Hay que desmentir esas leyendas, porque el árbol de esta relación fue casto y sus ramas de amistad no produjeron nada más que un verde normal, aunque el propio Verlaine lo haya dado a entender gustosamente, de vez en cuando”. Para despejar las dudas con más énfasis, Berrichon admite los “rumores de sodomía”, pero asegura que “no hubo nada eso, nunca nada”. En Verlaine, agrega, “la amistad tomaba las proporciones de una pasión, sin dejar de ser amistad, y muchos de sus poemas están allí para dar testimonio”.
Berrichon había conocido a Verlaine, pero en realidad nunca conoció a Rimbaud: se casó con la hermana, Isabelle Rimbaud, seis años después de la muerte del poeta. Y junto con ella -la misma a quien Arthur niño había querido cambiar por figuritas- se dedicó a construirle una imagen lo más respetable posible. Sin dudar, para conseguirlo, en hacer desaparecer de su edición de las obras de Rimbaud alrededor de un tercio de sus poemas y dos tercios de su correspondencia. La “santificación delirante” de Rimbaud consagrada por Paterne Berrichon no fue menor en el caso de Isabelle, defensora a ultranza de la afirmación según la cual el antiguo poeta rebelde se había convertido en su lecho de muerte, en 1891 en Marsella. Desconfiados, quienes habían conocido bien a Rimbaud y su ateísmo consideran que la carta que probaría su conversión “in extremis” había sido retocada -¿tal vez con ayuda de Paul Claudel?- aunque no pueden explicar demasiado bien otros párrafos donde la autoría del poeta parece sin equívocos.
El encuentro en París: Rimbaud y Verlaine
A los dieciséis años, cuando viajó a París para reunirse con Paul Verlaine -poeta al que admiraba y con el que había intercambiado correspondencia- Rimbaud ya había pasado por varias transformaciones: del alumno modelo en la escuela de Charleville, que impresionaba a los profesores, quedaba poco y nada. “Transpiraba obediencia”, recordaría más tarde sobre sí mismo. Pero era agua pasada.
¿Cómo había llegado Rimbaud a la cita? Un amigo lo había convencido de escribirle a Verlaine y enviarle algunos de sus poemas. A diferencia de otros, que no le habían respondido, el autor de los “Poemas saturnianos” captó de inmediato el genio del adolescente y le respondió con un llamado preciso: “Venez, chère grande âme, on vous appelle, on vous attend” (Venga, gran alma querida, lo llamamos, lo esperamos”). Por las dudas, agregaba junto con la respuesta un pasaje de tren a París.
El joven Arthur no se hizo rogar. Desembarcó en la casa de Verlaine, que vivía en Montmartre con sus suegros y su esposa, Mathilde Mauté de Fleurville, de solo 17 años y entonces embarazada. Verlaine contaba con el apoyo de su suegra, Antoinette, que gustaba de entablar relaciones con los artistas y mostrarse como una suerte de pudiente protectora: había sido alumna de Frédéric Chopin y era por entonces -el otoño boreal de 1871- profesora de música de Claude Debussy. Además había hecho la vista gorda frente a las aventuras de su yerno, inclinándose ante el prestigio del poeta y la admiración que le despertaban sus versos. Pero nada de eso la había preparado para encontrarse con quien era su nuevo protegido.
Mathilde y Antoinette se toparon, en el medio de su elegante salón, con una escena que Enid Starkie, biógrafa de Rimbaud, describe así: “Un tosco campesino, de manos ásperas y rostro curtido por el sol y el viento. Rimbaud se hallaba por entonces en pleno crecimiento y la ropa del año anterior se le había quedado pequeña; las mangas no le tapaban las nudosas muñecas y los pantalones, los famosos pantalones de color azul pizarra, tampoco llegaban a cubrirle los bastos calcetines azules de algodón tejidos por su madre. Estaba, además, extraordinariamente sucio y desaliñado, con el pelo tan de punta como si nunca se lo hubiera peinado, y con algo que parecía una cuerda muy usada rodeándole la camisa a modo de corbata. Y, peor aún, llegaba sin equipaje de ningún tipo: ni cepillo de dientes, ni cepillo para el pelo ni ropa interior para mudarse”.
El “meteoro que iluminó el cielo de la literatura francesa” -como lo definió el escritor Alexis Brocas- sorprendió también a Verlaine por su juventud y desaliño; en cuanto a ambas damas, pasaron con dificultad la prueba de la primera cena con un invitado falto de modales mundanos, encerrado en sí mismo y, peor todavía, aparentemente decidido a llevar a su mentor por el peor de los caminos. No es que Verlaine necesitara precisamente un guía para descarriarlo: diez años mayor que Rimbaud, ya había probado su propia versión del “desarreglo de todos los sentidos” al que aspiraba su protegido, pero le convenía descargar las culpas en el recién llegado adolescente.
Vagar por las calles de París: al rescate de Rimabud
Aunque indignado con la situación, al suegro de Verlaine no le hizo falta echar al recién llegado: después de algunos días, Rimbaud se fue solo de la casa y quedó vagando por las calles de París, sucio y hambriento hasta un extremo lamentable. Lo rescataron algunos amigos y benefactores del ambiente artístico de París, hasta que en enero de 1872 Verlaine le alquiló una habitación en el barrio de Montparnasse. Fue solo uno de sus varios domicilios en París, donde ese mismo año lo pintó Henri Fantin-Latour en el célebre cuadro “Un coin de table”: allí están representados Paul Verlaine, Arthur Rimbaud, Léon Valade, Ernest d’Hervilly, Camille Pelletan, Pierre Elzéar, Émile Blémont, Jean Aicard… y un florero, al parecer símbolo del ausente Albert Mérat, que después de una disputa con Rimbaud se negó a figurar en la obra. Mérat probablemente estaba ofendido porque Verlaine y Rimbaud habían escrito una parodia en clave obscena de su obra “L’Idole”, que aspiraba a celebrar la belleza del cuerpo femenino. Eran los tiempos del auge del ajenjo, el “hada verde” que causaba estragos en la sobriedad de media Europa, pero especialmente en la del joven Rimbaud, siempre decidido a convertir las experiencias en un desarreglo de los sentidos.
En todo caso, la oposición de la familia política de Verlaine era en vano: “No hay duda -escribe Enid Starkie sobre Rimbaud- de que durante algún tiempo vivió con Verlaine en un éxtasis total de cuerpo y alma y conoció la plena liberación de todas las inhibiciones. Durante la época de su pasión por Verlaine, Rimbaud produjo la mayor parte de su obra, y ese período coincide con el de su fe en sí mismo y en su doctrina estética”. Al parecer, la conexión entre ambos se veía hasta en sus respectivas letras, tan semejantes que incluso Isabelle Rimbaud confundió la grafía de Verlaine con la de su hermano.
El amorío y la crueldad: un secreto a voces
Los amoríos de Verlaine y “Mademoiselle Rimbaud”, como escribió un amigo con ironía, era un secreto a voces en el mundillo literario de París. Pero lo que fuera al principio una profunda amistad, y casi con seguridad una relación amorosa apasionada, terminó degradándose en un abismo de maltrato insensible y crueldad: varios de los artistas que los frecuentaban fueron testigos de la violencia verbal de Rimbaud hacia Verlaine, y más aún, de la vez que llegó a tajearle las manos con una navaja en un café.
Inexorablemente, la degradación de ambos empujó cuesta abajo el matrimonio de Verlaine y Mathilde, que con apenas 18 años vivía entristecida y desesperada por las constantes borracheras de su marido, su descuido personal, los insultos y hasta los golpes. En una de las peleas, Verlaine sacó de la cuna a su hijo recién nacido y lo estrelló contra la pared; luego intentó estrangular a su mujer. Fue la gota que colmó el vaso: el suegro intervino y logró que por un tiempo Rimbaud se alejara de París, aunque Verlaine nunca dejó de estar en contacto con él, de pedirle paciencia y asegurarle que pronto podrían retomar su relación. Avergonzada por el tenor de las cartas, años más tarde -ya separada- Mathilde quemaría buena parte de la correspondencia entre ambos poetas.
Rimbaud no duró mucho tiempo alejado de París. Otra vez fue Verlaine quien le envió el dinero para el pasaje: y allí llegó de nuevo en mayo de 1872, otra vez a una habitación alquilada por su amigo y amante, donde retomó el alcohol, los excesos y la creación literaria, bajo la forma de las “Iluminaciones” (aunque la mayor parte de su obra suscita dudas en cuanto a las fechas exactas de composición). Su poesía se volvía más audaz, más independiente, pero al mismo tiempo Rimbaud necesitaba alejarse del sórdido ambiente de la capital: así, llegado julio de 1872 convenció a Verlaine de dejar a su mujer y ambos emprendieron viaje rumbo a Arras, desde donde volvieron a París para nuevamente partir hacia Charleville. Desde allí se fueron finalmente a Bruselas.
Mientras tanto, en París Mathilde desesperaba: Verlaine se había ido sin avisar, sin llevarse equipaje, probablemente sin intención de volver. La joven desconocía por completo el paradero de su marido. Según cuenta en sus memorias, cuando pudo por fin ubicarlo en Bruselas decidió ir a buscarlo, acompañada de su madre. La pareja se encontró una mañana temprano en el Hotel Liégeois, donde Mathilde intentó convencer a Verlaine de dejar Francia para instalarse en Nueva Caledonia y emprender una nueva vida. Entusiasmado, Verlaine prometió que esa misma tarde volvería a París con su esposa: solo pedía unas horas para despedirse de Rimbaud. Y aunque cumplió en acudir a la estación y subir al tren de regreso, en un alto en la frontera se despertó de su borrachera y se bajó del vagón. Imposible convencerlo de volver a subir: cuando el tren arrancó de nuevo llevaba a Mathilde y a su madre, pero Verlaine se había quedado en el andén. Sería la última vez que vería a su mujer.
El Londres de Verlaine y Rimbaud: el tiro de gracia
Nuevamente juntos, Verlaine y Rimbaud pasaron un par de meses en Bélgica y luego viajaron a Londres, donde empezaron a relacionarse con el ambiente artístico de la ciudad. Al parecer, no disimulaban demasiado la verdadera naturaleza de su relación, al punto que los rumores llegaron a oídos del abogado que estaba por entonces preparando el divorcio de Mathilde en París. Entre idas y vueltas, más alcohol y más poesía -pero también nuevas experiencias con el opio en el East End- Rimbaud y Verlaine desplegaron en Londres “una vida absurda y vergonzosa”. Eran habitués de los cafés del Barrio Francés -hoy el Soho- y una placa en el frente de una propiedad en estilo Regencia, situada en Royal College Street 8 recuerda que ambos vivieron allí entre mayo y julio de 1873. Pero la relación empezaba a degradarse de modo inexorable. Rimbaud maltrataba a su amante con crueldad; Verlaine volcaba su sufrimiento en extensas cartas a su madre; la tensión aumentaba y se convertía en episodios de violencia cada vez más decadente.
Hasta el día en que se produjo la pelea definitiva. Las versiones difieren. Rimbaud contó que le había reprochado a Verlaine su pereza frente a algunos amigos, causando el enojo del poeta; Verlaine diría más tarde que Rimbaud se burló de él al verlo regresar a la casa llevando aceite y arenques para cocinar. Lo seguro es que Verlaine se fue intempestivamente, abordó un barco rumbo a Amberes y le escribió a Mathilde para asegurarle que había abandonado definitivamente a Rimbaud. No calculaba que su mujer jamás recibiría la carta: harto del escándalo y la desdicha de su hija, el señor Mauté de Fleurville interceptaba la correspondencia y la joven Mathilde solo recibiría la misiva cinco años más tarde. Mientras tanto Rimbaud, que había fracasado en su intento de alcanzar a Verlaine en el puerto, volvió a su casa y le escribió una carta repleta de arrepentimiento: “Vuelve, vuelve querido amigo, único amigo, vuelve. Te juro que seré bueno. Si me enojé contigo es una broma en la que me he empecinado, me arrepiento más de lo que es posible decir. Vuelve, será olvidado. Qué desgracia que lo hayas creído. Hace dos días que no dejo de llorar”.
A su vez Verlaine, ya en Amberes, tomó de nuevo la pluma para escribir a Rimbaud, pidiéndole perdón y asegurando que se suicidaría si no lograba reconciliarse con Mathilde. Pero el joven abandonado en Londres no lo tomaría demasiado bien: “¿Crees que tu vida será más agradable con otros que conmigo? -le respondió Rimbaud-. Piénsalo. Sin duda que no. Solo conmigo puedes ser libre”.
A pesar de sus amenazas, proferidas a quien quisiera escucharlo, Verlaine no se suicidó al quedar sin respuesta sus cartas a Mathilde. En lugar de eso, le envió un telegrama a Rimbaud para que se reuniera con él en Bruselas. Una vez más ambos poetas se encontraron y retomaron en la capital belga los malsanos vaivenes de una relación definitivamente dañada. Pero el desenlace estaba cerca.
El principio del fin se produjo después de dos días de discusiones exasperantes, que Verlaine concluyó con un exceso de alcohol que lo dejó casi inconsciente. A la mañana siguiente salió, volvió a emborracharse y al volver le mostró a Rimbaud un revólver que acababa de comprar para matarse. Acto seguido, trabó la puerta con una silla y se sentó, amenazando: “Si tratas de irte, ya verás lo que pasa”. Lo que siguió fueron tres disparos: dos dieron contra la pared y uno contra la muñeca de Rimbaud.
Luego, desesperado, salió de la habitación, avisó a su madre -que también se encontraba en Bruselas- que había disparado a Rimbaud, se tendió llorando en la cama y finalmente, algo más calmado, ayudó a Mme. Verlaine a vendar la mano del herido. Pero las cosas no quedaron ahí: cuando más tarde Rimbaud intentó de nuevo irse, Verlaine volvió a amenazarlo con el revólver que llevaba en el bolsillo. El adolescente, asustado, pidió ayuda a un policía: así aquel 10 de julio de 1873 Verlaine terminaba detenido y acusado de asesinato; Rimbaud por su parte empezaba el último y agitado tramo de su vida como poeta. Unos días después intentó retirar la denuncia, pero ya era tarde: el juicio continuó y terminó con la condena de Verlaine a un multa y dos años de trabajos forzados. Rimbaud, a su vez, fue expulsado de Bélgica.
Caminos que nunca volvieron a unirse
Al año siguiente Mathilde consiguió el divorcio. El revólver, protagonista material del episodio, se subastó en Christie’s en 2016, por casi medio millón de dólares. Aunque el capítulo final de la historia entre Rimbaud y Verlaine se había escrito mucho antes: fue en 1875, en Alemania, cuando ambos volvieron a encontrarse una última vez.
Curiosamente religioso, Verlaine había propuesto a su antiguo amigo que siguiera sus pasos, pero las buenas intenciones duraron poco: “Tres horas después había negado a su dios”, escribió con ironía Rimbaud. La conversión se convirtió en una gira por los bares de Stuttgart y en una pelea final. Luego, nunca más volvieron a verse. Sus caminos se bifurcaron para siempre: Rimbaud emprendió sus aventuras en Europa, Indonesia, Yemen y Etiopía, alejado por completo de los versos de su juventud; Verlaine continuó su obra y murió algunos años más tarde, en la miseria pero consagrado como “príncipe de los poetas”. Sin embargo, para bien o para mal, la literatura los mantiene unidos para siempre
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