En el balcón flamean las banderas argentina y la del arcoíris de la diversidad. Los chicos, Tobías, de 7, y Elena de un año y medio ahora juegan a Superman y vuelan en una hamaca instalada en la habitación, poco rato después están con la tablet, luego Tobi amasa una pizza, Elena encastra animales en una granja de madera, los dos juegan con el perro, corren, se ríen, gritan: "Mamá, ¿jugamos?".
María Alejandra Aranda, para todos Marita Curi (49) y Romina Trutner (43) se conocieron en La Fulana, una organización de mujeres lesbianas y bisexuales, a principios de 2010, el año en que se aprobó la ley de matrimonio igualitario en la Argentina, hace justo una década. En esa época Marita se la pasaba de reunión en reunión y Romina, que hasta entonces nunca se había interesado en política, no dudó en acompañarla y salir a la calle.
"Las dos veníamos con mochilas muy distintas. Yo, con el cambio social, llegar a una sociedad más empática, plural, igualitaria", dice Marita, docente y abogada, que ante todo se identifica como militante del Partido Socialista. "Romi venía con su mochila de querer una familia, hijos. A mí me costó mucho asumirlo y aceptarlo", cuenta, en plena cuarentena por coronavirus, a través de una videollamada desde el departamento donde vive la familia, en un piso 15, en el barrio porteño de Caballito.
"Ahora podemos hablar", avisa Romina por WhatsApp. Pocos días después, en un momento en que los chicos se entretienen mirando la televisión y Marita los tiene a la vista, ella habla de esa seguridad suya que la acompaña desde chica. "Siempre quise tener hijos. Mucho tiempo adentro mío sentí que no iba a poder, antes de la ley no lo podía pensar como algo real. Aparte soy de Bahía Blanca, de pueblo, inocente. No tenía mundo, no me imaginaba que se iba a poder", dice. Su boca grande se vuelve sonrisa. Ella termina una frase y sonríe; la gran herencia que le legó a sus dos hijos, además de sus ojos claros.
Según los registros de la Federación Argentina de Lesbianas, Gays, Bisexuales y Trans, en el país ya se casaron 20.244 parejas del mismo sexo
Ellos la oyen hablar y vienen con su madre. Le traen juguetes, le cuentan cosas, están unos minutos y se van.
De algún modo, la ley fue el punto de encuentro entre la rebelde líder activista y la tímida joven hogareña. "Cuando empecé a militar la ley, fue para ir contra la Iglesia, para romper con mandatos fuertes, también fue para dejar de ser ciudadanos de segunda, tener los mismos derechos que todos", relata Marita, que adhirió a la causa por el matrimonio igualitario desde que empezó a estudiar abogacía en la UBA e ingresó al Partido Socialista a principio de los 2000. Esa época también fue importante porque pudo asumirse lesbiana, pese a que siempre supo que le gustaban las chicas: aún recuerda a ‘la Estelita’, del jardín de infantes, en Chaco, donde vivió desde los dos hasta que se volvió para estudiar.
Armar una familia
Después del recorrido de estos años, se escucha decir: "Amar al otro es también acompañar en el camino y así como ella no dudó en acompañarme en mi militancia, yo tampoco dudé en su sueño de una familia. Haber peleado por la ley nos permitió soñar juntas con la familia que tenemos y mis miedos también se fueron disipando".
Según los registros de la Federación Argentina de Lesbianas, Gays, Bisexuales y Trans, en el país ya se casaron 20.244 parejas del mismo sexo.
Marita se disculpa. "Veía por el vidrio que la estaban volviendo loca a Romi. Por ahí me disperso porque acá hay mucha intensidad por momentos", dice. Ya van más de cien días de aislamiento obligatorio en Buenos Aires y extrañan los encuentros con familias amigas, los viajes para visitar a la tía en Bahía Blanca, pasar todo un día en el parque.
-¿Cuándo decidieron casarse?
En conversaciones distintas, ambas eligen responder con esta frase: "Nos casamos de apuro". Y bromean con ese chiste que hace a la intimidad de la pareja.
En las fotos de ese día se las ve con blusas blancas holgadas, pantalones negros; posan con la libreta de matrimonio y parecen en medio de un juego que disfrutan; Marita con su cabello corto, vaporoso, como lo lleva desde su adolescencia, sus ojos achinados que ríen finito; Romina, con su pelo largo lacio poco menos que hasta la cintura, peinada con raya al medio. Ninguna lleva rouge en los labios, tampoco lucen brillos ni alhajas.
Marita y Romina viven juntas desde el verano de 2010, pero dos años después decidieron iniciar un tratamiento de fertilización asistida y, antes de que naciera Tobías, se casaron. Fue una inseminación artificial de baja complejidad, con donante anónimo. "Una vez que empezamos a pensar en nuestra familia, la verdad es que lo que también nos garantiza esta ley son los derechos de nuestros niños", dice Marita. Habla de anotarlos como hijos de ambas, la posibilidad de una obra social, la inscripción en la escuela, entre otras cosas.
Luego llegó Elena, por un tratamiento de fecundación in vitro, en 2018, ya en plena vigencia de otra ley que les otorgó derechos: la de fertilización asistida (Ley 26.862), que se aprobó en la Argentina en junio de 2013.
"Me hace gracia. Porque yo ni casarme, ni ser madre. No existía en mi código genético", dice Marita, y se ríe. "Yo iba contra el amor romántico, creía en el amor día a día. Pero ahora lo puedo ver desde otro lugar. Porque yo pensaba que el amor era una construcción cultural en su totalidad, y hoy que tengo a mis hijos, lo que siento no lo puedo explicar, lo que vivo con esta prolongación no es comparable con nada. Entonces digo: apa, el amor existe".
Marita, que nunca se queda sin palabras, hace silencio un momento. Llora unos instantes. Se acuerda de su madre. "Ella se me fue el año pasado", aclara. "Cuando apenas le conté que amaba a una mujer, primero se echó la culpa y después me dijo que yo no iba a ser feliz nunca, que no me iba a poder casar, que ella no iba a tener nietos. Tuve la suerte de que nos viera casadas y que conociera a mis dos hijos". Habla de cuánto la extrañan y destaca la relación especial que tenía con su nieto Tobías, que tiene autismo.
"Tener a este principito azul fue otro camino que tuvimos que empezar a andar con Romi, agarrarnos fuerte de las manos porque es muy difícil, muy sinuoso", dice Marita. Su esposa acota que ella nunca se había sentido discriminada "ni como lesbiana, ni como judía, ni como nada", hasta que tuvo que empezar a buscar escuela para su hijo. "En el primer jardín al que fue, nos invitaron a irnos", recuerda. Sospechan que también quizá "restaba puntos" para la institución que fuera un matrimonio de dos mamás. "De ahí empezamos a buscar y llamé a más de 50 colegios; había lugar, pero cuando le decíamos que era con integración por autismo nos rechazaban. Ahí sentí la discriminación", dice Romina.
Esa es otra de las banderas que levanta Marita: buscar la integración de las personas con Condiciones del Espectro Autista (CEA). "Estos niños están muy desprotegidos, no creo en la casualidad, es la lucha que me tocó y tengo que acompañar para cambiar en algo la realidad de ellos", dice. Y se explaya: "Porque hasta los doce años o un poco más si hacen la secundaria tienen una vida semisocial, pero después de ahí se va cortando todo, no hay lugares como para ellos. Esta lucha hay que darla", insiste.
Marita hasta el año pasado fue comunera en su barrio, y sigue en el equipo de trabajo. Una de las políticas que no abandona es la de la inclusión; su militancia es por las minorías: trabaja desde hace años por la diversidad sexual y también por mejorar la calidad de vida de los chicos con autismo.
Tobías, vestido con un traje de esqueleto, se hamaca y hace piruetas en dos sogas que cuelgan del techo de su habitación. Lo suyo es el circo, también ama nadar, una actividad que tuvo que suspender por el aislamiento social. Todos los días sale a dar una vuelta con una de sus mamás, porque necesita gastar energía, correr. "Tiene muchas dificultades para el contacto social, respetar las reglas, sin embargo, es raro porque notamos que con este aislamiento pareciera necesitar ciertos contactos, lo social. A veces lo subo al auto y lo llevo a pasear para que vea a alguna tía desde la ventana, eso lo relaja", cuenta Marita.
Dice que Romi justo se está poniendo a prepararle el "minigrado". Como este año empezó primer grado y le resulta muy nuevo todo el contenido, más la modalidad con Zoom, en la cocina le cuelgan números, letras, un ambiente escolar para emular cierta normalidad. Trabaja con maestra integradora, psicóloga, psicopedagoga, fonoaudióloga.
Habla de paciencia y amor. Mucho de ambos. "Siento que lo mejor que me pudo haber pasado son estos chicos. Todos los días me obligan a reconstruirme, me reeducan con un montón de preconceptos que yo traigo en mi mochila y ni sabía. Y vamos aprendiendo juntos los cuatro a ser familia, a cuidarnos, a fortalecernos", dice Marita.
"¡Ma, pieses!", irrumpe Elena. Pide unos zapatitos dorados, el único brillo que Marita se compró en su vida y que se puso sólo una vez cuando juró como comunera. Ahí quedaron, porque no es su estilo. Pero sí, parece, es el de Elena que, desde que las encontró las adora: las abraza, hasta durmió con esas chatitas.
"Ya voy, Elenita", dice su madre. "Yo soy cero femenina, no tengo brillos, pinturas; Romi tampoco. ¡Ya voy, Elena!".
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