Amigos a contrapelo
Uno es músico; el otro, dibujante: tienen en común un pasado en el que debieron que luchar para imponer un estilo. Este año, un dibujó la tapa del disco del otro y los dos esperaron un hijo: Kevin Johansen y Liniers repasan aquí su historia
Kevin Johansen: el que canta
No debe de haber muchos sitios así en la ciudad. Sitios como éste: un departamento en un piso alto sobre el Zoológico de Buenos Aires, vista directa a la jaula de los tigres, las panteras, el palacio califa de los elefantes. Por las tardes, en verano, el viento se zambulle en las copas de los árboles, y a horas extrañas –tarde en la noche, temprano en las madrugadas– las fieras, allá abajo, se enredan en cópulas de fuego. No debe de haber muchos sitios como éste: el departamento en el que viven, con vista a todas esas cosas –las jaulas, las panteras de lomos aceitosos–, Kevin Johansen, su mujer y un varón recién venido al mundo recibido en este valle de lágrimas con el nombre de Tom Atahualpa Johansen. Kevin Johansen ha sido padre por tercera vez –tiene dos hijas de su matrimonio anterior: Miranda y Kim Ema– el mismo año en que su cuarto disco, Logo, sale a ver el mundo. A ver qué encuentra en él.
Ken, Kevin, Karina, Koala
Carritos de bebé, muñecas, discos, instrumentos musicales, una mesita pequeña, un sofá, una cocina, las ventanas y la luz la luz la luz, el piso de madera, los árboles, rugidos de las fieras allá abajo, dibujos, juguetes, los rastros de las niñas en el baño. El mate, la voz del hombre que, como se sabe, nació en Alaska. Que, como quizá se sepa, fue y vino, fue y vino. Y cada vez que vino, y cada vez que fue, y cada vez que volvió, fueron los peores tiempos para venir, los peores tiempos para ir, los peores tiempos para volver. Esta historia empieza así: Kevin Johansen nació en Fairbanks, Alaska, el 21 de junio de 1964 en el hospital de una base militar, producto de la unión de Ken Johansen, un nativo de Denver objetor de conciencia durante la Guerra de Vietnam y enviado a ese sitio olvidado de la tierra para hacer trabajo burocrático, y de Marta Gloria Calvet, feminista políglota que dio con sus huesos en Denver gracias a una beca que fue la mejor excusa que encontró para huir de una casa en Buenos Aires donde dos señores férreos –su padre, su madre– le estaban poniendo las cosas difíciles. El parto fue en Alaska, pero cinco años más tarde empezaría eso que todavía no paró: la eterna mudanza de Kevin Johansen. La familia marchó a Denver, y de allí a Phoenix, donde les nació una nena, Karina. Poco después, Ken y Marta se separaron, y ella se fue con sus niños, a los que maceró en las mieles hippies de San Francisco. Fueron años buenos y muy malos: estaban la sicodelia desatada, y los críos creciendo de la mano de una madre que trabajaba en un college e inundaba con discos de Chopin, Mercedes Sosa, Víctor Jara, Tita Merello, el Topo Gigio y Harry Belafonte la casa de paredes pintadas con olas de color turquesa donde vivían. Pero también estaba el mexicano: un pintor con el que Marta se había casado, que entrenaba a Kevin en el arte de las artes marciales y que se desquitaba con el arte de sus propias artes en el cuerpo sereno de Marta Calvet.
–Sí, resultó ser un tipo muy abusivo, muy violento. A mis once años mi vieja me dijo “Kevin, mañana nos vamos a la Argentina”. Vine vomitando todo el viaje de lo traumático que fue. Vinimos a vivir a la casa de mis abuelos y fue difícil porque ella era la oveja negra, una rebelde, una intelectual feminista en una familia muy conservadora.
Era mayo de 1976. La pequeña familia Johansen salía de la euforia lisérgica de San Francisco para aterrizar en las mandíbulas de la dictadura militar. Lo primero que hizo Marta Calvet fue pedir que la llamaran Koala y agregar, así, su propia K al rosario de nombres que coronaba a la familia: Ken, Kevin, Karina. Lo segundo, conseguir un trabajo en otro país.
–Consiguió un laburo en la Escuela Británica de Montevideo, y nos fuimos.
Eran años raros, pero no años malos. Hablaba con acento yanqui, y arrancaba alaridos entre sus compañeros que le pedían a coro: “Kevin, cantá mani”, y Kevin empezaba con aquello de Money makes the world go arround...
–Cuando volvimos a Buenos Aires yo ya tenía 14 años y empecé a estudiar guitarra clásica. Y cuando terminé el secundario decidí que no iba a estudiar. Y mi vieja se desesperaba. “Te vas a morir de hambre”, me decía.
Kevin no estudió, pero tampoco se murió de hambre. Formó, junto con Alejandro Terán, Axel Krygier, Daniel Krause, Fernando Samalea y Julián Benjamín, una banda: Instrucción Cívica. En 1986 grabaron un disco, Obediencia debida, y pasó lo que rara vez pasa: éxito, disco de oro en Perú, gira con Sumo, con David Lebon.
–Y ahí dije: “Bueno, esto es lo que quiero”.
En 1987 grabaron otro disco –Instrucción Cívica– que tuvo poca difusión; la banda se derrumbó en colapso, Kevin pasó 1988 y 1989 grabando demos y enseñando inglés, y en 1990 se enamoró de una bailarina que quería vivir en Nueva York: Susana. Catorce años después de haberse ido, Kevin Johansen volvió a su país, que atravesaba una recesión feroz debido a la Guerra del Golfo.
En Nueva York tuvo varios empleos: vendió videos, fue guía de turismo en las Naciones Unidas y trabajó dos años en el buffet de desayunos de un hotel, mientras componía canciones en inglés y en castellano. Una noche consiguió tocar en el CBGB –club del que surgieron bandas como los Ramones– y el dueño del sitio –Hilly Kristal, fallecido en agosto de este año– lo escuchó, se acercó, le dijo que no entendía por qué cantaba en castellano, pero que le gustaba y que ésa era su casa, si quería. Y Kevin quiso. Durante tres años alternó su vida en el hotel y el CBGB, todo salpimentado por una angustia rara que no le permitía saber ni quién ni cómo ni de dónde era. En 1993 se separó de su bailarina argentina y en 1994 ese viento que no paraba de llevarlo aquí, dejarlo allá, lo depositó en el umbral de otro amor, Mariana, una bailarina –otra bailarina– con la que, en 1997, tuvo una hija: Miranda. Y cuando Miranda cumplió dos años sus padres pensaron que no era buena idea criarla en un país donde todo se planificaba desde la cuna, de modo que en diciembre de 2000 otra pequeña familia Johansen, formada esta vez por Kevin, Mariana y Miranda, llegó a Buenos Aires. Un año después, el país se caía a pedazos.
–No soy un hombre muy oportuno.
El conocimiento de Liniers
Siguen las cosas que se saben: en Buenos Aires, Kevin dio con el sello independiente Los Años Luz, donde sus canciones encontraron forma de disco –The nada–, el que fue recibido con críticas que alababan el aire fresco de esos ritmos que mezclaban cumbias, calipsos, boleros y baladas en inglés, castellano, portuñol y lo que fuera.
–Ese año, mi vieja se enfermó de cáncer. Ella había vuelto a vivir en Estados Unidos. Así que la traje en octubre de 2001. Llegó a verme tocar en mi primera Trastienda, en diciembre de 2001, y falleció en febrero de 2002.
Pero el año en que murió su madre y el país atravesó su verano agónico, Kevin se puso arrasador: el disco no paraba de vender y él, de dar recitales a sala llena. Fue en esos años cuando conoció a Liniers: ese dibujante que hacía una cosa llamada Bonjour, repleta de humor negro y de una ternura desconcertante. Kevin lo llamó, lo invitó a un recital, Liniers fue. Los unió, quizás, el pasado de incomprensión, o el optimismo desencantado que comparten. Sea como fuere, en 2002 Liniers empezó a dibujar Macanudo en La Nacion, y Kevin sacó otro disco, Sur o no Sur. Y en 2003, una de las canciones de ese álbum –Down with my baby– fue elegida como banda de sonido de la tira Resistiré, que emitía Telefé y protagonizaban Celeste Cid y Pablo Echarri. Kevin dejó de ser un cantante de culto para convertirse en una voz popular. En mayo de ese año, Liniers, con el primer volumen de Macanudo, se transformó en el autor más vendido del stand de Ediciones de la Flor en la Feria del Libro. Un mes más tarde, Kevin dio un recital consagratorio, a sala llena, en el Teatro Gran Rex.
Por no hablar, claro, de Kevin nacido en Alaska, y de Liniers y sus pingüinos en el otro extremo del frío, y del hijo de ambos concebido el mismo año –éste– cuando, precisamente, los dos estaban en polos opuestos: Liniers en el Norte y Kevin en el Cono Sur.
Hay vidas que se buscan desde el principio. Que se empujan, se contagian, se potencian.
Todo sobre mi padre
Las demás son, otra vez, las cosas que saben todos. En 2006, Kevin sacó disco nuevo –City Zen–, se divorció de Mariana, formó pareja con Lala, fue padre de Tom Atahualpa en octubre pasado y sacó otro disco, Logo, cuyo arte de tapa fue obra de Liniers (que, a su vez, será el ilustrador de un libro de letras de Kevin que editará De la Flor) y que pisó fuerte en los Grammy latinos. Y en medio de discos, hijos y libros nuevos, en marzo de este año, desde una ciudad del estado de Nuevo México bajó a Buenos Aires un hombre al que Kevin apenas conocía.
–Vino mi viejo. Ken Johansen. Lo dejé de ver en 1976, no lo vi más hasta 1986, y lo volví a ver dos horas en 1994. Pero mi hermana, Karina, empezó a escribirle: le dijo que estaría bueno que conociera a sus nietos. Así que vino. Acá hay una foto.
La foto: un padre y un hijo en un bar de Buenos Aires. El padre, ojos azules, un cigarrillo, una cerveza. El hijo, ojos cerrados, la cara apoyada sobre el hombro del padre.
–Mi viejo es como un Homero Simpson. Mi vieja era la inquieta de los dos. El no era un tipo de iniciativa. Pero tiene una cosa muy linda, porque es muy zen. Yo tengo muy buenos recuerdos de él. De un buen padre. Pero, claro, hay cosas que no entiendo. Yo soy repadre, así que se me complica un poco entender la falta de necesidad de... Igual, divino el viejo. Esa foto la hicimos después de una noche en que me escuchó tocar en La Trastienda. Dice que los primeros diez minutos estuvo a punto de llorar. Como que le vino una cosa de pensar “esta persona que está en este lugar lleno de gente, que canta canciones...”. Como que le cayó la ficha de todos estos años.
El padre miraba a su hijo suavemente iluminado por el resplandor del tiempo, y pensaba.
Pensaba cosas que piensan los padres.
Liniers: el que dibuja
De todas las cosas que le gustan a Ricardo Liniers Siri –argentino, dibujante, nacido en 1973–, una de las que prefiere es buscar eventos cotidianos extraordinarios. “Yo me acuerdo perfecto del día en que vi una fotocopia por primera vez. La guardé como si fuera un juguete. Eso es buenísimo: esos momentos en los que uno descubre cosas. Después, de grande, es muy difícil descubrir cosas.” Cuando decía eso, cinco años atrás, las sillas del departamento donde todavía vive eran de otro color: un lino natural que fue reemplazado por panas de tonos vivos. Pero, salvo eso, casi todo lo demás está como estaba: los sillones, las películas, las historietas, los libros en inglés. El caos colorido de siempre, sólo que un poco más caos y un poco más colorido porque él y su mujer, Angie –abogada, escritora–, pasaron los últimos seis meses en Canadá y llegaron hace cuatro días; no hubo tiempo para ordenar. Pero si los sillones, las películas, los libros en inglés están como siempre, hay algo –dos cosas– que no. Dos cosas que no estaban allí. Dos cosas evidentes. Lo primero que dice Liniers cuando abre la puerta de su departamento es: “Estamos recontentos. Ya me estoy relamiendo con todo lo que me voy a divertir”.
Después hace pasar, y se ve lo de siempre –los sillones, las películas, las historietas, los libros en inglés– y las dos cosas: el cochecito para bebés y un gamulán para personas muy pequeñas.
Lo de siempre
Lo que nos trae una vez más hasta el departamento de siempre no es contar lo de siempre: que Liniers fue, en 1973, el primer hijo varón de Ricardo Siri y de María Marta, bautizado Liniers en honor a su abuelo y que, en efecto, su pariente lejano fue prócer: ese prócer. Ni repetir que fue un niño afecto a dibujar en cuadernos Gloria las películas que veía en el cine. Ni que fue un adolescente tímido ni que cuando terminó el secundario empezó a estudiar abogacía –y lo hizo durante siete meses– hasta que decidió que iba a estudiar publicidad –y lo hizo durante tres años– hasta que decidió que “la publicidad era una especie de adiestramiento para mentir bien sobre un producto que no tiene mucho valor”. Ni recordar que después de publicar historietas en revistas universitarias un amigo le sugirió que las presentara en el Suplemento No de Página/12 y que fue y mostró y que el editor le dijo “Adelante”. Ni contar que entre 1999 y 2002 publicó esa tira que se llamó Bonjour que en julio de 2000 mostraba a un tipo barbudo que decía “Angie, ¿qué tal si nos casamos?”, y que ése fue su pedido de mano a la mujer que conocía desde los 19 años. Ni volver sobre el asunto de que en aquellos tiempos Liniers –a quien todavía todos llamaban Ricardo– se cansaba de mostrar sus trabajos en todas partes y que en todas partes le decían “no se entiende; es medio estúpido lo que hacés”. Y menos insistir en que fue Maitena quien lo llevó a La Nacion, donde lo aceptaron a regañadientes, y que así fue como empezó a publicarse Macanudo, y que la tira devino libro que se publica en España, en Canadá, en Perú, y que el adolescente tímido se transformó en artista de culto masivo –si tal categoría es posible– que este año publicará, además y en De la Flor, un libro de canciones de Kevin Johansen ilustradas por él.
No.
Estamos aquí porque Liniers acaba de dejar un invierno crudo en Canadá y volvió transformado en dos cosas: en padre primerizo y en autor de la tapa de los discos Logo, de Kevin Johansen, y La lengua popular, de Andrés Calamaro. Estamos aquí para decir algunas cosas que tienen que ver con la amistad y la casualidad y el destino y el azar. Y eso –que termina con Liniers y su mejor sonrisa de gato de Cheshire– es más o menos todo lo que hay para decir.
Y estas cosas: que cuando llegó a Canadá en febrero pasado hacía 30 grados bajo cero. Que no tiene memoria de fríos así: fríos que asfixian. Que fue hasta la isla de Terranova en auto esquivando alces.
Y éstas: que tiene enmarcada la tela en la que bordó al gato Madariaga para la tapa de uno de sus libros y que le gusta decir que esa tela es “como el manto de Turín de Macanudo, pero no hace ningún tipo de milagro” y que “yo no sabía bordar, pero es como dibujar en cámara lenta”. Y que allí, en el living de su casa en Buenos Aires, están los originales de las dos tapas de los discos por los que estamos aquí. Dos tapas, dos cantantes, el mismo ilustrador.
–Yo lo conocí a Kevin hace muchos años. Había hecho un chiste en el No, en el que lo bardeaba con cariño, y Kevin me invitó a un recital. Pensé que iba a salir a escena un gigante. Tenía esa voz, se llamaba Kevin Johansen... me imaginé un vikingo. Y salió un tipo chiquito que de pronto se pone a cantar. Y dije: “Este pibe es lo más”.
Los años pasaron, se hicieron amigos, y este año Kevin le propuso dibujar la tapa de su próximo disco. Liniers dijo que sí y se despachó con un dibujo de estética rusa y racional, en el que se ve un enorme Zeppelin que levanta vuelo sólo para estallar en llamas del otro lado, apenas debajo de los títulos de rigor.
–Esa fue idea de Kevin. Me hubiera gustado que fuera mía, pero fue él. Me dijo: “¿Y no te parece que si en la tapa está así, en la parte de atrás tendría que estar ardiendo?”. Y lo dibujé así.
Y en eso estaba Liniers en Canadá, dibujando la tapa ardiendo, la tapa sin arder, cuando le llegó un mail con remitente sospechoso: Andrés Calamaro. Y ese remitente casi imposible lo invitaba a dibujar la tapa de su próximo disco.
–Yo estaba con el disco de Kevin a medio terminar, y pensé que Calamaro me iba a decir: “Entonces no, llamo a otro”. Pero los dos, con muy buena onda, se prestaron el dibujante. Yo quería que los dos estuvieran contentos con la tapa. Que los dos dijeran: “Qué suerte que lo contraté a este pibe”. Y parece que salió bien.
Después, con su sonrisa de gato de Cheshire, dirá que de todas las cosas que pasaron –publicar libros, hacer una tira diaria, dibujar la tapa del disco del hombre que compuso las canciones que fueron la banda de sonido de su infancia, dibujar la tapa del disco de un amigo del que empezó siendo fan– prefiere no preguntarse el porqué.
–Me da miedo que se rompan.
Y eso es todo lo que hay para decir.