Maestra de anécdotas, marcó a fuego su nombre en la historia del espectáculo nacional
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Vivió muchísimas vidas pero el estricto calendario dice que Concepción Matilde Zorrilla de San Martín Muñoz nació en Montevideo, Uruguay, el 14 de marzo de 1922, hace exactamente 100 años. Después fue China Zorrilla, pateó escenarios en todo el mundo y descolló en la escena rioplatense con su magia intransferible y esa mezcolanza entre la tonada de señora paqueta y el desparpajo de la mujer de mundo. Siempre fue muy graciosa, amiguera, a veces desopilante. En sus distintas vidas soñó con ser monja, fue enfermera y oficinista, y también actriz, directora, traductora y adaptadora. Un día se enamoró de Buenos Aires y la adoptó como su definitiva segunda patria: aquí se ganó la popularidad de la tele y conoció lo que es el amor absoluto e incondicional del público y no poder caminar dos pasos sin que te pidan un autógrafo. China fue, además de todo, la gran maestra nacional de las anécdotas, tenía cientos de ellas porque le pasó de todo y las contaba como nadie. Pasen y vean, señores, bienvenidos al maravilloso mundo de la gran China Zorrilla…
Cuna oriental
Segunda de cinco hermanas mujeres, nació en el seno de una familia de abolengo patricio: su abuelo era Juan Zorrilla de San Martín, “el poeta de la patria” para los uruguayos y pariente lejano del también poeta Estanislao del Campo y del prócer José Gervasio Artigas; su padre era José Luis Zorrilla de San Martín, importante escultor oriental; su madre era argentina, Guma Muñoz del Campo, “Bimba” para todo el mundo, un bastión fundamental de la familia.
Bautizada como Concepción Matilde, la llamaban Cochonita pero a poco de nacer su familia se instaló en París, donde su padre trabajó con maestros de la escultura, y allí el cochon (cerdo en francés) terminó convirtiéndose por razones obvias primero en Cochinita y luego en Chinita. Sus primeras palabras fueron en francés y sus primeras fotos con el Arco de Triunfo de fondo, pero la China, tan modesta como irreverente, siempre tomó todo ese glamour como si tal cosa.
Cuatro años después del éxodo a París, de regreso a Montevideo, las niñas Zorrilla siguieron su educación en un colegio francés. Allí China comenzó a hablar hasta por los codos, a recitar interminables poemas y a escribir historias que luego actuaba con sus amigas y hermanas en el jardín de la quinta de sus abuelos. Recordando su infancia, le encantaba contar y volver a contar con su gracia incomparable que mientras ella recitaba, su ilustre abuelo le decía que ella le iba a dar el gusto que no le había dado ninguno de sus catorce hijos. “Vos vas a ser actriz”, le decía, y los familiares se espantaban como si el abuelo le vaticinara una vida de prostituta, ya que “en esa época –recordaba China-, una cosa era el teatro y otra una mujer”.
Lo cierto es que, para cada festejo familiar, la madre colgaba un cartel que decía “Esta noche show de China” y allí nomás se largaba una representación donde ella era la estrella absoluta. Para compensar, el padre Zorrilla llevaba a las cinco hermanas vestidas de punta en blanco y con guantes a ver a Nacional de Montevideo, pasión futbolera que China heredó, tanto que en la Argentina se hizo hincha de Boca y varias veces fue ovacionada en La Bombonera. Siempre contaba que una tarde en que Boca le ganó a River 3 a 0 y los hinchas cargaban a los jugadores de River, ella los retó: “¡Dejen a los tristes en paz!”.
Mil vidas
Antes de ser actriz, China fue enfermera, oficinista, periodista y hasta quiso ser monja, pero sobre todo vivió mucho y conoció mundo. Ella misma reconocía que había vivido menos años en su país que los que vivió repartida por el planeta.
Tenía 23 años y unos pocos pasos dados en el teatro under de Montevideo cuando aplicó para una beca del Consejo Británico para viajar a Londres. Era 1946 y hacia allí partió solita para vivir en una ciudad que recién se empezaba a recuperar de la guerra, los bombardeos y el fantasma del nazismo (una de sus anécdotas favoritas era de cuando la echaron de un cine londinense por silbar a Hitler en un documental).
Dio examen de ingreso en la Royal Academy of Dramatic Arts y aprobó a pesar de no saber una palabra en inglés (“se ve que nadie quería ir a Londres después de la guerra”, reía). Y allí comenzó otra época gloriosa, como todas las vidas que vivió. No le importaba nada su cuarto miserable sin calefacción ni dormir todas las noches con un traje de esquiar prestado para soportar las temperaturas bajo cero. Fueron años muy felices, llenos de amigos y aventuras…
A su regreso, se incorporó al elenco estable de la Comedia Nacional Uruguaya, donde trabajó como actriz, directora y adaptadora. China protagonizó en su país más de ochenta obras, fue dirigida por figuras como Margarita Xirgu y Armando Discépolo y se convirtió en una notable directora de ópera.
También vivió en España y en los 60 se radicó algunos años en Nueva York, otro sueño cumplido y feliz, y el comienzo de otra de sus vidas. Dicen que la Zorrilla se movía en Broadway como pez en el agua. En su libro A mí me aplauden: Las historias que China no contó, Diego Fischer relata que llevaba allí una intensa vida social, la invitaban a todos los estrenos y “causaba sensación por su sencilla elegancia, siempre con un tailleur de jersey, una blusa y un collar de perlas de tres vueltas, bien peinada y con un toque de maquillaje”. Allí hizo muchísimos amigos, entre ellos Carlos Perciavalle, que con los años se transformaría casi en un hermano y con quien en aquellos primeros tiempos montó en teatro Canciones para mirar de María Elena Walsh, un gran éxito primero en Estados Unidos y luego en el Río de la Plata. China contaba que en el teatro de Broadway donde se presentaron, un día anunciaron a los Beatles y a Zorrilla-Perciavalle ¡en el mismo cartel! Ella estaba loca de contenta y se quiso llevar el cartel de recuerdo pero no la dejaron.
Suelta en Buenos Aires
En 1971 Lautaro Murúa la convocó para filmar en la Argentina Un guapo del 900, junto a Jorge Salcedo. Se iba a quedar unos meses pero se enamoró de Buenos Aires y no se fue más: a partir de entonces vivió con un pie en cada orilla del Río de la Plata. Siempre contaba que llegó solo con una valijita de mano y que cuando le salieron un par de trabajos más se subió a un taxi para buscar un departamento. El único que le gustó quedaba (¡obvio!) sobre la calle Uruguay, y allí instaló su primera morada porteña: más adelante se mudaría a uno un poco más grande que quedaba justo enfrente, como para no irse nunca del todo de su Uruguay.
Un guapo del 900 fue solo el puntapié inicial (Fischer dice en su libro que en esta filmación José Slavin se enamoró de China pero no fue correspondido; en todo caso iniciaron una profunda amistad). Al poco tiempo le llegó una propuesta soñada: Ana María Campoy se iba a trabajar a México y abandonaba Las mariposas son libres, un gran éxito teatral con Rodolfo Bebán y la chica del momento: Susana Giménez. Le ofrecieron reemplazar a la Campoy y China se tiró de cabeza; fue su lanzamiento como estrella del espectáculo y el comienzo de una entrañable amistad con Susana, quien siempre contaba que tuvieron buena onda desde el primer momento y que China impactó a todos no solo por su enorme talento sino también por su humildad y ubicación: “Logramos un entendimiento en el escenario que muy pocas veces se da –recordaba-. Delante de China no se decían malas palabras ni jamás le escuché decir una a ella. Le encantaba tejer en el camarín, a Bebán le hizo un pullover y a mí un short”.
Poco después llegó la televisión. China dudó porque se veía como “una actriz de teatro” pero a instancias de su amigo Slavin, que le dijo que estaba loca si rechazaba esa posibilidad enorme, aceptó la propuesta de Alberto Migré para hacer de doña Aída, la madre de Soledad Silveyra en la telenovela Pobre Diabla. Slavin tenía razón: era 1973 y el país entero se paralizaba los viernes a las 10 de la noche con el romance de Marcela Quela Morelli (Silveyra) y Ariel Mejía Guzmán (Arnaldo André), y con la gracia, la personalidad y la manera de hablar de doña Aída y sus frases inolvidables: “Quela, Quelita, ¿qué hacemos ahora? ¿Te das cuenta qué espanto?”… Fue un furor. China conoció lo que es la popularidad, nunca más le quisieron cobrar los taxistas ni las confiterías, se juntaban multitudes cada vez que salía a la calle y los colectiveros le gritaban a pura risa que “dejara en paz al marido y a Quela”.
Después de eso, fueron todos éxitos: otra telenovela de Migré (Piel naranja), el extraordinario boom en el cine de Esperando la carroza (¿cómo olvidar su frase “Yo hago ravioles, ella hace ravioles”?) pero también de Besos en la frente, Conversaciones con mamá y Elsa & Fred, entre tantas otras, además de sucesos teatrales como Emily, Eva y Victoria, El diario privado de Adán y Eva, etcétera, etcétera, etcétera… China no se acordaba cuántos premios ganó ni cuántas obras de teatro hizo, pero se retiró a los 90 años sabiendo que su vida había sido gloriosa.
For ever China
Nunca quiso hablar de amor. A regañadientes llegaba a confesar cosas como “amé mucho y me amaron, creo”, para aclarar de inmediato “pero no hablo de eso”. Hubo un novio formal, que al parecer no prosperó por alguna exigencia de que ella abandonara la profesión. También se habló de un gran amor imposible con el aristócrata uruguayo Juan Alberto “Poro” Fonseca, de quien se habría enamorado en 1945. La China se llevó a la tumba el secreto de sus amores.
Sí quedaron para la historia infinidad de anécdotas que permiten entrever su deliciosa personalidad, como pequeñas pinceladas salpicadas de todas sus vidas… Como cuando le prestó 37 mil pesos a un taxista que no conocía porque en el viaje el tipo le contó que le iban a rematar la casa y ella justo venía de cobrar un juicio (el taxista le devolvió el dinero ocho años después). O cuando en 1972 fallaron algunos actores en un festival en Montevideo y ella se paró en el escenario y charló con el público más de una hora y la gente se mataba de risa. O en Chicago, presentando Elsa & Fred con su director, Marcos Carnevale, cuando este la acompañó hasta su cuarto a las 11 de la noche para asegurarse de que estuviera bien (China ya tenía 83 años) y después se la encontró a las 3 de la mañana en la barra del bar del hotel charlando con dos americanos de treinta y pico. O en los 60, cuando era una jovencita viviendo en Nueva York y trabajaba en una oficina con Dustin Hoffman y lo convenció de hacer el casting para El Graduado. O cuando estudió ruso en París con el bisnieto de Tolstoi… Tantas anécdotas, que se encadenaban una tras otra. “¿A ti no te parece increíble?”, preguntaba antes de pasar a la siguiente.
Indefinible, algunos de sus amigos lograron encontrar palabras que nos acercan a su genio. Carnevale decía que China era una chica de 25 atrapada en el cuerpo de una señora mayor, “una anciana inmadura”, que “hizo lo que quiso y se devoró la vida”. Susana hablaba de “su locura maravillosa, entre señora paqueta y hippie” y aseguraba que “jamás se va a repetir una personalidad como la de ella, con esas ganas de vivir, ese humor…”. Soledad Silveyra decía que la Zorrilla era su Disneylandia, que se divertía como loca con ella, y a su muerte escribió que “tenía una claridad humana, un sentido del otro, una ironía, una sabiduría de vida, un manejo de lenguaje, un manejo del tiempo en escena que la convirtieron en un ser único. China era magia. Magia pura”. La China misma decía: “A mí me pasa una cosa muy rara: me divierte estar viva. Le saco jugo a todo lo que me pasa” y también que “envejecer es cambiar de gustos. Y los nuevos son tan disfrutables como los anteriores”.
El telón bajó definitivamente el 17 de septiembre de 2014 en Montevideo. Pero China no se murió. Solo se olvidó de seguir naciendo.
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