"Las señoritas Morales del Solar anuncian a sus amigos y familiares que se ausentarán de la ciudad durante los meses de verano, debido a que tomarán sus baños de mar habituales en Mar del Plata. Al regreso, serán gustosas de recibirlos en su casa".
- Lo publicaste muy pequeño – refunfuñó Matilde, al leer el anuncio en la sección de La Nación donde las familias porteñas comunicaban sus novedades.
- Fue el espacio que quedaba – retrucó Vera -. Lo decidimos con demasiada precipitación.
Su hermana dejó el periódico sobre el regazo y bebió un sorbo de cascarilla mientras contemplaba nostálgica la vereda solitaria. "Todo el mundo" había partido de vacaciones. Todos menos ellas, que no podían darse ese lujo pese al apellido que ostentaban. Había que aparentar, sin embargo, y es lo que habían hecho, para bien de la prosapia familiar. Una mentirilla que a nadie perjudicaría. ¿Quién iba a ofenderse? Las familias de alcurnia estarían disfrutando del oleaje marino, los proverbiales cotillones del Bristol, o los paseos al atardecer en la rambla. A nadie extrañaría que no pudiesen verlas en Mar del Plata, con el "tout" Buenos Aires. Habría tanta gente…
- Ya está hecho – comentó con filosofía práctica Matilde, la autora de la idea.
- Espero que nadie nos vea salir de la casa en estos meses – porfió Vera, que gustaba de llevar la contra.
Para reforzar la impresión de ausencia ante quienes pudieran espiarlas, las hermanas habían cumplido con los rituales del descanso veraniego: los muebles cubiertos con lienzos blancos, las ventanas cerradas a cal y canto, y el buzón abierto para albergar las cartas que podrían recibir. Por supuesto, también habían despedido a la única criada que conservaban, para que nadie sospechara. Y hasta hicieron acopio de provisiones para reducir al mínimo las salidas. Debían ser discretas. Incluso Vera, que no tenía cabeza para nada, había sugerido comprar un bolso de moda en la tienda con el exiguo dinero que administraban, así no cabría duda de que pensaban permanecer fuera por un tiempo. ¿Quién iba a sospechar que ese bolso de cuero fino servía de refugio a los ovillos de lana de Matilde?
Nadie, salvo "el Cuerudo".
Ninguna había pensado en él al urdir aquella trama engañosa. Por eso se miraron espantadas cuando la aldaba sonó con fuerza.
-¿Quién…? – atinó a decir Vera, antes de que su hermana la silenciara con un gesto.
Acudieron sigilosas al zaguán para atisbar entre los visillos. Allí estaba, con su raída chaqueta que no conocía diferencia entre el frío y el calor, su barba espinosa y sus manos ajadas que le habían valido el mote de "cuerudo", pues parecían del mismo cuero del bolso de viaje, más viejo y más sucio.
- ¡El Cuerudo! – exclamó Vera, y Matilde le propinó un codazo.
- Déjalo que espere. Cuando vea que nadie responde, se irá – susurró.
Pero las hermanas no contaban con la porfía de aquel mendigo que las visitaba a diario para obtener su pan y su fiambre. El hambre no retrocede, y el Cuerudo dio la vuelta a la casa de las Morales del Solar en procura de la puerta de servicio, que tan bien conocía. Era el punto débil en el que no habían pensado. Aquella puerta se abrió y el hombre se presentó en la sala, como tantas otras veces. Era un personaje por todos conocido en el barrio, y a su vez, él sabía vida y obra de cada familia.
- ¡Señoritas – dijo con una voz que transmitía alivio al verlas -, qué suerte que se han quedado!
Matilde y Vera sintieron que el alma caía a sus pies. Porque al cabo del verano, todos sabrían que las únicas que alimentaron al Cuerudo mientras los demás veraneaban eran ellas, las Morales del Solar. Vera fue la primera en reaccionar. Se encaminó a la cocina, donde sirvió al mendigo una ración de pan y carne, endulzada con un trozo de budín.
Al fin y al cabo, provisiones eran lo que les sobraba.
Nota de la autora: en tiempos en que las familias tomaban sus vacaciones desde diciembre hasta marzo, era usual comunicar la ausencia en el diario, o a través de tarjetas que se enviaban al círculo de amistades, muchas de las cuales se encontraban en el mismo tren que los llevaba a Mar del Plata, o en el Hotel Bristol, el casino o la rambla. Costumbres de buen tono de otro tiempo. Esta pequeña historia sólo quiere reflejar el peso que aquellas convenciones tenían sobre la sociedad de antaño.
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