Si hay alguien que le dio un merecido lugar al género del horror en la literatura local, es Mariana Enríquez. Las cosas que perdimos en el fuego confirma que sus cuentos son de lectura imprescindible.
Por Walter Lezcano
Si bien el año aún no termina es posible anticipar, sin temor al equívoco, que este es uno de los libros que van a marcar el 2016 a nivel literario argentino. Las cosas que perdimos en el fuego (Anagrama) de Mariana Enríquez es una obra que irrumpe en la mesa de novedades como una presencia sólida, atractiva, misteriosa y que no se puede pasar por alto con demasiada facilidad. Es, también, un volumen de cuentos (¿hay un género más argentino y clásico que ese?) con un tono en principio realista y que luego va deslizándose hacia el horror más lacerante de modo casi imperceptible, pero con mucha audacia y pericia. Ese movimiento, de lo cotidiano y perturbador a lo verdaderamente siniestro del día a día, vuelve cada uno de estos relatos postales oscuras e inolvidables de los tiempos actuales que transitamos con mayor o menor suerte. A pesar de esto, el estilo con el que los escribe Enríquez, sobrio por momentos, específico en otros, revulsivo muchas veces, no se rinde a la novedad ni al periodismo (profesión con la que se gana la vida), sino que hace pensar en cierto clasicismo y en cómo traducir en nuestros días y con nuestra sensibilidad e idiosincrasia ciertas temáticas clásicas del horror más tradicional.
Las cosas que perdimos en el fuego se inscribe en un interés contemporáneo cada vez mayor por las literaturas de género (ya nadie que valga la pena escuchar habla en términos de géneros “mayores” o “menores”), pero tiene su referente más inmediato en el anterior volumen de cuentos de Enríquez, Los peligros de fumar en la cama. De todas maneras, y más allá del componente piromaníaco que aparece en los dos títulos, lo que se intensifica acá es la operación de hacia dónde direccionar la mirada, qué zona de la vida explorar con detenimiento: se trata de prestar especial atención a modos en los cuales se naturaliza la crueldad y eso deviene en relaciones (sociales, íntimas, laborales) monstruosas. En ese sentido, los textos que componen el libro parecen abonar la tesis de que el infierno existe en esta tierra y es esta época en la que nos toca vivir.
El comienzo es contundente y delimita un universo narrativo de lo que vendrá a continuación. “El chico sucio” es una historia que transcurre en Constitución y en la que se entrelazan santos populares, carencias económicas y de las otras, drogas, obsesión insana y una profunda desolación frente al sinsentido de la vida rutinaria. Desde ahí en adelante y en todos los cuentos (“Los años intoxicados”, “Nada de carne sobre nosotras”, “Tela de araña”, “La casa de Adela”, por nombrar algunos), el libro propone varias líneas de lecturas o posibilidades que se van superponiendo (abordarlo desde el fantástico, desde el realismo, desde la clase social, desde la religión, desde el feminismo, incluso) y permiten darle al texto una complejidad y expansión comprensiva que no desestima, para nada, el placer de la lectura ni el morbo delicioso en historias como “Pablito clavó un clavito”, donde se evoca la figura del Petiso Orejudo.
“Me gusta trabajar desde el horror y no desde el terror porque me parece lo más fiel al género que yo leo y me gusta, y después porque me gusta trabajarlo desde el realismo y combinarlo con otras narrativas: el policial, la intimidad, por ejemplo. Pero también lo que hago son relecturas, apropiaciones de clásicos”, cuenta Enríquez. En ese sentido, “Bajo el agua negra”, un cover de Lovecraft, se vuelve el caso más concreto, pero se disfruta sin inconvenientes si no se conoce el origen.
Desde la aparición, y canonización merecida, de Stephen King hasta esta parte de la historia, el realismo y el horror están relacionados de forma unívoca y necesaria. Pero al ser el horror un género netamente anglosajón cuesta encontrar referentes en castellano, y en argentino más todavía. Enríquez nombra algunos casos aislados: cuentos de Cortázar, el Informe sobre ciegos de Sabato, algo de Silvina Ocampo, de Elvio Gandolfo. Las cosas que perdimos en el fuego intenta ser desde su lugar, y lo logra a partir del saqueo de literaturas extranjeras, un texto que integre de una buena vez el horror a la tradición literaria argentina.
¿Cómo se escribe sobre las provocaciones del miedo y las profundidades del mal sin tener referencias nacionales detrás? “Me fijo cómo lo hacen los autores que me gustan, sobre todo comenzar con cierto realismo sin caer en el costumbrismo: escenarios y diálogos reconocibles; y eso lo arruino con lo horrible, lo siniestro, lo disruptor de la realidad.Es una técnica, pero también hay mucha lectura e inmersión en ese mundo”. Y en sus palabras parece estar citando a Borges y su ensayo El escritor argentino y la tradición: hay que tomar de todos lados, hay libertad total para la apropiación y emprender las propias creaciones.Cuesta salir indemne de las historias que se cuentan en Las cosas que perdimos en el fuego porque su lenguaje es absolutamente cercano y eso funciona como puertas de entrada a zonas donde lo real (y terrible) y lo fantástico (y monstruoso) no muestran límites claros y concretos. Esto los vuelve inesperados y destruye las expectativas de un buen final.
Pero deja la certeza de que la literatura es intelecto pero también la potencia del goce y el placer de acercarse a emociones primitivas. Como el miedo, el horror, la muerte y el acercamiento a todo lo que no vemos pero está ahí para atormentarnos.
LA NACION