Alexander McQueen, el malo de la moda
Sinónimo de shock, imaginación y riesgo, el fallecido diseñador británico es el protagonista de una megamuestra en Londres que representa de manera singular desde la monarquía hasta la cultura punk a través de modelos-actores y vestidos que trascienden la idea de ropa
"Qué me pongo?", pensé cuando el editor de esta revista me pidió una nota sobre la exhibición del fallecido diseñador de moda británico Alexander McQueen, que acaba de abrir en el Victoria and Albert Museum de Londres.
Los seguidores de McQueen, todos en la cima de la avant-garde de la moda, habrían hecho de aquel museo su hogar, imaginé.
Y debo admitir que mientras me ponía un jean azul oscuro, una polera negra y unas botas cortas que hubieran desilusionado al extravagante diseñador, no pude evitar preguntarme qué tanto se puede escribir sobre una selección de vestidos, originales, sí, pero vestidos al fin.
Pero mi prejuicio me engañó.
Llegué al museo en la mañana de un martes oscuro y helado: la idea era evitar a toda costa las hordas de gente que habían agotado las entradas hasta junio y pensé que el calendario y el termómetro jugarían a mi favor.
El V&A (como se conoce en esta ciudad al imponente museo) está en una de las zonas más privilegiadas de Londres, a pocas cuadras de la histórica tienda Harrods, cerca de una exclusiva selección de embajadas y empresas de altísima gama. Palermo chico multiplicado por un millón.
A las 10 en punto, cuando el museo abre sus puertas, 30 personas hacían fila para ver el trabajo del artista. No debería haberme sorprendido, después de todo, él era Alexander McQueen (su original talento y trágico final no podían generar otra cosa que este fanatismo). Pero estoy en Londres, entonces debería haber anticipado que cada ticket vendría con horario de entrada estipulado.
Ingreso en el grupo de las 10.30 (sin ticket, uno de los pocos beneficios de ser periodista). Los organizadores me escoltan junto a otras 20 personas de un cuarto de espera a otro, casi como preparándonos para ver algo realmente espectacular. Me arriesgo a calcular que, al menos, la mitad son turistas, o londinenses adinerados que no tienen que trabajar un martes.
Avanzamos a través de las salas, adentrándonos en el corazón de este imponente palacio, dejando atrás al resto de la gente y su ruido, acercándonos al particular mundo McQueen.
Empujo la puerta gigante, oscura, que hace de entrada a todo esto. Nos da la bienvenida una foto gigante, en blanco y negro, de Lee Alexander McQueen, una expresión tranquila y perturbada. Es una de las últimas imágenes del artista.
La voz de McQueen reflexionando sobre el arte y la industria de la moda en frases cortas, pero potentes, y en un acento del sur de Londres, conforma la música en el recorrido por las obras de sus primeras colecciones.
Vestidos, simplemente vestidos. Extravagantes, originales para su época, víctimas de las afiladas y caprichosas tijeras del diseñador, pero poco más que vestidos. A su lado, una sala de trajes, elegantes, clásicos, hermosos, perfectamente cortados y cocidos.
Casi sin darme cuenta miro el reloj de mi teléfono, preguntándome qué podré comer en la cafetería del museo. Hasta que levanté la vista y los vi.
Casi como catapultada a mediados de los años 90, me encontré rodeada de lagunas de las celebradas obras de arte de aquella época.
Si hubieran sido impresiones en un lienzo, el nombre en cada esquina podría haber sido Picasso o Matisse y este sería el Museo Británico o el Louvre de París.
La sala oscura y la música casi medieval hacen de perfecto marco de las once piezas que descansan frente al grupo. Un vestido que cubre al maniquí de pies a cabeza hecho completamente de plumas negras, zapatos imposibles de cuero, máscaras de látex.
Siento una mezcla de miedo y curiosidad ante la belleza y el sadomasoquismo. Los sentidos se despiertan automáticamente.
Tres pasos más adelante, sonidos de agua y selva, paredes revocadas con huesos de plástico: una colección inspirada en la idea de las tribus.
LEJOS DEL ARQUETIPO
Lee Alexander McQueen podría haber sido el protagonista de un cuento de hadas, si no hubiera sido por su abrupto final.
Nacido en una familia de clase media baja en un barrio del sur de Londres –seis hermanos, papá taxista y mamá maestra de escuela–, Lee (como lo llamaban los suyos) nunca fue el arquetipo de diseñador de moda.
Nacido en marzo de 1969, no fue hasta mediados de la década de los 90 cuando logró cruzar la enorme distancia que separaba la sastrería en la que dio sus primeras puntadas hasta convertirse en el director creativo de la hípertradicional marca Givenchy, en París.
Rápidamente se convirtió en sinónimo de shock, imaginación y riesgo. De un plumazo tiró por la ventana todos los pre-conceptos sobre la moda y la definición de lo que un show debía ser. Las modelos pasaron a ser actrices, porque caminar sobre una pasarela con vestidos diminutos no era suficiente. Con McQueen había que actuar, meterse en una caja e intentar escapar, usar una máscara de cuero, bailar, lo que fuera. Su ropa era una excusa para representar algo más: la cultura punk londinense, la monarquía, los paralelismos entre la política japonesa y norteamericana.
En 1998 sorprendió al mundo cuando incluyó en uno de sus shows a una modelo amputada de ambas piernas caminando por la pasarela con dos patas de palo. Al año siguiente, su colección fue una modelo con un vestido blanco que al llegar a la mitad de la pasarela fue atacada por una serie de robots con armas de pintura de colores.
Los famosos no tardaron en reconocer su talento, y en competir por sacarle provecho. David Bowie, Björk, Lady Gaga, fueron algunos de sus maniquíes de piel y hueso.
El arte en el cuerpo
McQueen es McQueen porque nunca dejó de cambiar, superarse. Tomar la idea de moda y hacerla arte.
Desde un saco hecho completamente de pelo natural (desafío a cualquiera a mirar esa obra por más de dos minutos sin asquearse) hasta un nuevo traje para la reina, con influencias punk, su mirada sarcástica sobre la realidad de su Inglaterra natal impregnó cada una de sus obras.
En el Victoria and Albert, los 20 espectadores nos adentramos en una caja de muñecas. Atónitos, miramos hacia cada rincón. Las paredes cubiertas de cuadrados de madera, cada uno relleno de un vestido, una pollera, un accesorio. Maniquíes que giran en su propio centro. Televisores que muestran los shows más importantes del diseñador. De fondo, un piano musicaliza la experiencia mientras la gente intenta tocar todo ante las miradas celosas de los guardias.
Y como en la vida real, todo llega a un abrupto final.
Una pasarela en un pasillo superiluminado despliega sus últimas seis creaciones, seis vestidos de tela estampada, ajustados, hipermodernos. Tan actuales que podrían haber sido diseñados ayer, aunque datan de 2010. Es que fue entonces cuando todo terminó. La mañana del 11 de febrero de ese año, McQueen fue encontrado muerto en su casa, a los 40 años.
Desde entonces se elucubraron cientos de teorías sobre las razones de su muerte, aunque ya casi nadie disputa que se trató de un suicidio. La muerte de su madre unos pocos días antes lo había sumergido en una profunda depresión.
"Cuiden a mis perros, perdón, los amo, Lee", dicen que dejó escrito en una nota.
Un cuento de hadas sin final feliz.
Fotos gentileza V&A Museum
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