Alejandro Jodorowsky: el (psico) mago
Escritor, guionista de cómics, inventor de la psicomagia, este chileno inclasificable afirma que lo suyo es puro sentido común
Lo peor eran los golpes, pero aquella tarde todo había empezado con cosquillas. Jaime Jodoroswsky le había prometido a su hijo de ocho años, Alejandro Jodorowsky, que si soportaba las cosquillas que él le haría con una pluma de buitre en los pies desnudos iba a considerarlo digno de ser su prole. Alejandro, ávido por el amor de aquel hombre que nunca se lo daba, aguantó. Primero las cosquillas. Después, como siempre, los golpes. Aguantó sin gritar hasta que no pudo más y tuvo que escupir un trozo de diente. Entonces papá Jaime lo llevó al dentista. Y allí, en el consultorio de ese pueblo chileno llamado Tocopilla donde vivía la familia Jodorowsky –formada por Jaime y Sara Felicidad, padres de Raquel y de Alejandro– Jaime le dijo que lo consideraría, finalmente, digno de ser su hijo si aceptaba que el dentista lo tratara sin anestesia. Y Alejandro aceptó.
Pero este chileno –residente en París, actor, director de cine, inventor de la psicomagia, escritor y guionista de cómics en dupla con algunos de los mejores dibujantes del mundo, que pasó por Buenos Aires para presentar el libro La vía del tarot, publicado por Sudamericana y que firma con Marianne Costa, su mujer– dice que está muy agradecido por aquel padre brutal, casi un verdugo.
–Yo encuentro que todo lo que te pasa es para bien. Mi padre se convirtió en mi maestro. Yo después estudié zen y los maestros zen son tan feroces como era mi padre.
Guionista y escritor respetado para unos, gurú para muchos, inventor de la psicomagia, adepto al psicochamanismo y admirador del tarot como método diagnóstico de lo que más somos, Jodorowsky es una construcción única. Un niño que a los diez años, cuando se mudó a Santiago de Chile, se transformó en una bola de cebo y fue detestado por sus propios compañeros de colegio, pero que con los años se transformó en discípulo de Marcel Marceau, en fundador del Teatro Pánico, en amigo de Enrique Lihn, y en un hombre en cuyo arte –un arte que cura, según dice– creen más apellidos de los que se atreven a confesarlo.
Su vida empezó en las profundidades deprimentes de la tienda de su padre, Casa Ukrania, un sitio oscuro donde reinaba Jaime, descendiente de inmigrantes rusos, un hombre de cuya furia majestuosa Sara Felicidad, su mujer, ni sabía ni quería defender a sus dos hijos, Alejandro y Raquel, la niña dos años mayor, a la que estaban dedicados todos los mimos. Un día, la familia se mudó a Santiago, y Alejandro, pasada la primera adolescencia, empezó a frecuentar el ambiente de poetas y artistas de los años 40, conoció a Enrique Lihn y a Stella Díaz Varin, una musa extravagante a la que descubrió en un bar, con la cara pintada de violeta pálido y un abrigo de piel de perro. Aunque ella era virgen, y quería continuar así, estableció con Jodorowsky una relación de maestra de todas las cosas: los bares, la poesía y el sexo casi casto.
–Luego de muchos años volví a Chile y la vi a la Stella Díaz. Una abuelita era, pero el alma igualita. Lo primero que hizo en plenos años cuarenta fue abrirme el fondo del bolsillo para poder agarrarme el sexo mientras andábamos por la calle.
Con Enrique Lihn fundaron un teatro de títeres y realizaban "actos poéticos" que consistían en unir dos puntos de la ciudad caminando siempre en línea recta, o decidían ir a Valparaíso y no regresar hasta que una señora anciana los invitara a una taza de té. Cuando todo iba más o menos bien, Jodorowsky decidió que ya no tenía nada que aprender allí. De modo que a los 23, sin despedirse de sus padres, compró un pasaje en un barco italiano, arrojó su libreta de direcciones al mar, y partió para Europa con cien dólares y toda la intención de estudiar mimo con Marcel Marceau. Era 1952. No volvió a Chile hasta 1991.
–Yo quería ser ciudadano del mundo. Decía: "Mi patria son mis zapatos".
Una voz en el teléfono
Lo primero que hizo al llegar a París fue llamar a André Breton, el padre del surrealismo. Eran las tres de la mañana cuando Breton se sobresaltó con el teléfono y la voz de un chileno recién llegado que gritaba: "¡Soy Alejandro Jodorowsky y vengo a salvar al surrealismo; tiene que recibirme en su casa!".
–Me dijo: "Venga mañana". Le dije: "No, ahora". "Es muy tarde". Y le dije: "Pues entonces nunca". Y le colgué y no lo vi sino hasta siete años más tarde. No era un verdadero surrealista. Debió recibirme.
Pero Jodorowsky siguió su propio camino y no le fue mal. Estudió mimo con Etienne Decroux y escribió pantomimas para Marcel Marceau. Fue en un viaje con la compañía de Marceau a México cuando decidió quedarse allí. En ese país permaneció diez años, fundó el Teatro de la Vanguardia e inventó los "actos efímeros", happenings furiosos en los que había gente rapada en público, quemazones, destrucción de objetos. Un día de 1960, un presentador lo invitó a la televisión y Jodorowsky pidió que le tuvieran preparado un piano, que destruyó a golpes de maza. Desde el Club de Leones hasta el ministro de Educación dijeron que Jodorowsky era un forajido. El no lo negó. Por esos años, conoció a la pintora surrealista Leonora Carrington, que lo inició en el tarot, y a Pachita, una curandera que realizaba operaciones con las manos y a la que observó con escepticismo hasta que la mujer decidió que él tenía un tumor maligno en el hígado y había que operarlo.
–Con Pachita siempre pensé que no debía creer, pero ella tenía la habilidad y la técnica para que el cuerpo creyera.
–¿Pero creés que físicamente te quitó algo?
–No creo. Hizo que el cuerpo creyera. Pero lo hizo tan bien que el cuerpo creyó.
Después, regresó a París. Junto a Fernando Arrabal y Roland Topor, en 1962, fundó el llamado Teatro Pánico con un acto efímero de cuatro horas en el que se castró simbólicamente y se hizo rapar y azotar.
–Viví con rabia hasta los 40. Me tomó 40 años de mi vida curarme. El arte me salvó. El arte cura. Yo antes era un bárbaro psicológico. Sólo pensaba en mí, y sobre todo no conocía a las mujeres. Ellas eran mis satélites. Yo creo que empecé a entrar en el camino de la sabiduría a los cincuenta años. Antes no puedo hablar de mí muy bien. Tengo hijos de tres mujeres distintas, casi en la misma época. Tenía una encinta, luego hubo una segunda y cuando puse tres encintas se acabó el problema: ya era demasiado. Las tres sabían que las otras estaban encintas y se conocían. Fui un padre feroz como mi padre. Pero después fui entendiendo. A los 5 años, mi hijo Cristóbal iba a orinar detrás del sillón. El olor era tremendo. En esa época yo no hacía psicomagia, si no le hubiera dicho: "Mira, te pongo una bacinica y orina detrás del sillón, pero en la bacinica".
–¿Pero eso es psicomagia o sentido común?
–La psicomagia es casi sentido común. Pero le dije: "Mira, te tengo que castigar, nos vamos a poner todos desnudos alrededor tuyo y te voy a dar tres cinturonazos en el trasero". Le di tres, gritó, chilló, lloró. Y nunca más orinó. Pero a los 15 años le salió que no me podía perdonar aquello. Y le dije: "Me las vas a devolver". Hicimos lo mismo, le di el cinturón y le dije: "Pégame, tengo que sentir lo que tú sentiste". Me dio tres cinturonazos que me quedaron 15 días las marcas. Y ya. Entonces así he ido yo pagando las culpas con ellos.
Mientras todo esto sucedía en Europa, sus padres seguían sin noticias de Alejandro. El soñó que su madre moría y le envió una carta que llegó dos días después de la muerte de Sara Felicidad. A su padre, en cambio, volvió a verlo en Israel.
–Mi padre se divorció de mi madre cuando tenía 70 años y se fue a vivir a Israel. Yo un día fui a Haifa, salí en los periódicos y él me encontró. Pero no sentí nada al verlo. Cuando se murió, a los cien años, no sentí nada. Un mes más tarde se murió mi gato Mao, que había vivido veinte años conmigo. Y lloré durante dos días seguidos. Más me dolió la muerte de un gato que la muerte de mi padre.
–¿Y tu hermana Raquel?
–Pues dedicó su vida a la poesía. Es poeta.
–¿Te quiere?
–No. Dejé de verla cuando ella tenía 25 años. Yo le tenía una rabia grande porque era la preferida. Ella dio vuelta el pastel. Dijo que yo le daba patadas por debajo de la mesa.
–¿Y es buena poeta?
–No sé. No me atrevo a leerla.
Ahora Jodorowsky vive en París y no es escritor, ni cineasta –aunque filmará en España una nueva película con Nick Nolte y Marilyn Manson–, ni guionista de cómics, ni tarotista, ni místico ni chamán, sino todas esas cosas.
–Yo soy polivalente y estoy convencido de que el arte tiene que servir para curar. Por eso yo he establecido mi propio sistema de salud pública individual. Desde hace años, todos los miércoles, en el Cabaret Mystique de París, les leo el tarot a cuarenta personas, gratis. El tarot te dice lo que te pasa, pero no te dice cómo curarlo. Tienes que ir al árbol genealógico a ver de dónde viene lo que tienes. Una vez que ves lo que tienes hay que dar un consejo: psicomagia. Y cuando la persona tiene tantas defensas que no puede hacer consciente el problema y se produce la enfermedad; entonces se aplica el psicochamanismo.
La psicomagia es una suerte de acto simbólico, indicado por Jodorowsky, que libera entuertos psicológicos de todo tenor. A una mujer, por ejemplo, le curó un fuerte dolor en el cuello indicándole que su marido la pusiera sobre sus rodillas y le cantara una canción de cuna en la nuca. Fue la psicomagia la que llevó hasta las orillas de su vida a Marianne Costa, la mujer con la que firma el libro La vía del tarot.
–Ella llegó al café Mystique, se sentó frente a mí y yo le dije: "Eres joven, búscate un hombre de tu edad, que te haga nenes, que se case contigo. No me lo pidas a mí". Ella habrá pensado qué le pasa a este tipo, se levantó y se fue. Luego, más adelante, vino a un curso en mi casa. Y uno de mis gatos, el menos cariñoso, estuvo tratando todo el rato de meterse en su saco. Cuando salimos me dijo: "Es maravilloso ser gato en tu casa; tú los adoptas". Y entonces le dije: "Bueno, te adopto, ven a verme mañana, tomemos café". Y se presentó frente a mí y lloró. Le dije: "Mira, yo creo que te enamoraste de mí, tú me gustas mucho, pero soy un viejo". Yo tenía 68 años y ella tenía 31. "Mira (le dije), te voy a tomar en los brazos, me voy a acercar a ti y voy a tratar de besarte. Y si te da asco, me dices, porque te puede dar asco, pero si somos pareja tenemos que hacer el amor y te puedo dar asco". Entonces la agarré en los brazos y ella pues… vino a hacer la experiencia. Y no le di asco. Y llevamos diez años ya. Sé que en algún momento la puedo perder. Pero lo acepto. Si se va, seré feliz. Si ella me dijera: "Alejandro, tú estás viejo, tengo necesidad de tener un amante", yo le diría sí. Y si me dijera quiero continuar contigo y tener un amante, le diría sí. Mira, yo le diría a todo que sí. En cambio yo no haría eso, tener una amante, porque ya no quiero. Una vez el cómico Buster Keaton dijo: "Yo no podía besar a ninguna mujer en mis películas, porque si la besaba me convertía en su padre para toda la vida". Mira, a mi edad, si tú besas a una mujer, o eres su padre o eres su abuelo. Y hay un momento en que yo de ninguna manera me metería en ese nido de avispas. Ya no. Y eso es una maravilla, una maravilla.
–¿Saber que ya no?
–Saber que ya no.
Para saber más:
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