Alejandro Dumas: el último mosquetero
Innumerables amantes, hijos no reconocidos, éxitos en el teatro y en la literatura... En la nueva biografía sobre el autor de Los tres mosqueteros, que acaba de publicar El Ateneo, Henri Troyat describe la vida del novelista francés, figura clave de las letras
ajo el reinado de Luis XV, un hombre de condición noble que hubiera despilfarrado su fortuna y no quisiera recurrir a la indulgencia de sus amigos, todavía tenía la posibilidad de viajar a las colonias para recuperar su rango y llenar sus bolsillos. Esta fue la resolución que tomó, en 1760, a los cuarenta y seis años, el despreocupado Alexandre Antoine Davy de la Pailleterie, pequeño marqués por título de cortesía y famoso bon vivant. Viajó a Santo Domingo, a reunirse con su hermano Charles, administrador de una plantación de azúcar y mercader de esclavos. Las dos actividades eran tan honorables como lucrativas. Pero Alexandre Antoine no se llevaba demasiado bien con Charles, y prefirió volar con sus propias alas. Compró una plantación, La Guinaudée, en Trou Jérémie, en la costa sudoeste de la isla, se estableció por su cuenta y se procuró una concubina entre las esclavas más bonitas de la región. Marie Cessette era graciosa, de piel negra y sólidas caderas. Desde el principio, ella gobernó con autoridad en el interior del amo, y eso le valió el sobrenombre de La Marie du mas ("la María de la finca"), o Marie Dumas. Sus infinitas tareas domésticas no le impedían tener un buen desempeño en la cama. Muy prolífica, dio a luz, uno tras otro, a dos niños y dos niñas. El mayor, bautizado Thomas Alexandre, nacido el 25 de marzo de 1762, se mostró desde los primeros años tan robusto y desvergonzado que su padre le cobró un afecto especial, a pesar de su tez oscura y su cabello lanudo.
El futuro parecía sonreírle al pequeño marqués desarraigado, a su compañera subalterna y a su progenie, cuando, en 1772, un ciclón arrasó la isla, devastando las plantaciones y matando o dispersando a centenares de esclavos. Después de esa catástrofe, se declaró una epidemia de disentería que diezmó a los sobrevivientes y se llevó, entre otros, a Marie Dumas. El duelo se sumó a la ruina: durante un tiempo más, Alexandre Antoine se esforzó por sobrellevar su infortunio, y luego, cuando ya le faltó el valor, decidió regresar a Francia. Como sus hermanos ya habían muerto, esperaba recuperar, al llegar, los restos de la herencia. Con el fin de obtener los fondos necesarios para el viaje, vendió sus cuatro hijos a un colono más afortunado que él. Y en cuanto a su preferido, Thomas Alexandre, incluyó en el acta de cesión una cláusula de retroventa, mediante la cual se reservaba el derecho de volver a comprarlo al mismo precio en el término de cinco años.
Al tomar contacto otra vez con la metrópoli, tras doce años de ausencia, Alexandre Antoine se sintió fuera de lugar, e incluso francamente decepcionado. Estaba acostumbrado a las ventajas de la mano de obra servil y a dejar su casa bajo la dirección de una negra eficaz y complaciente. A falta de una esclava para satisfacer sus deseos y gobernar la casa, encontró una joven blanca y gentil, Françoise Elisabeth Retou, que aceptó cumplir para él ese doble oficio. Ella fue al mismo tiempo doméstica y mujer de placer.
A los casi sesenta años, Alexandre Antoine quería tener un hijo para alegrar su vejez, pero temía no ser capaz de hacerlo y echó de menos los buenos tiempos de Santo Domingo. ¿Remordimiento o nostalgia? Aunque representaba un gasto, en 1776 volvió a comprar al pequeño Thomas Alexandre, hizo que se lo enviaran a Saint Germain en Laye, donde se había instalado, y lo reconoció como su hijo natural, con el nombre de Thomas Alexandre Davy de la Pailleterie. Separado de sus hermanos, que al no haber sido reclamados por su padre permanecieron en la isla, en casas de extraños, Thomas Alexandre disfrutó la fortuna de ser un verdadero hijo de familia al que no le faltaron ni la instrucción, ni la consideración, ni los privilegios económicos. En 1784, cuando el pequeño marqués y su "doméstica" se mudaron a París, los acompañó y se zambulló, a los veintidós años, en las distracciones que ofrecía la capital. Avido de diversiones, frecuentó tanto los salones como los garitos. Su estatura –un metro ochenta y seis–, su cálida tez de mulato, sus ojos de fuego, la elegancia y la agilidad de sus movimientos, la fama de potencia sexual de que gozaba la gente de color, volvían locas a las parisinas que buscaban aventuras exóticas. Su éxito con ellas exasperaba a muchos aristócratas, que se negaban a considerarlo "uno de los suyos" y, a sus espaldas, lo llamaban "bastardo" y "negro".
Un día se encontraba en galante compañía en un palco de la Opera y un mosquetero insolente quiso entrar en conversación con la dama que lo acompañaba. Cuando ella le hizo notar que la incomodaba y que no estaba sola, el mosquetero exclamó: "¡Oh, perdón, creí que el señor era un lacayo!". Indignado, Thomas Alexandre levantó en el aire sin mayor esfuerzo al atrevido y lo arrojó por encima de la baranda del palco, sobre los espectadores de la platea. El duelo era inevitable. Fue a espada. El mosquetero, herido en el hombro, no insistió más, y la leyenda del intrépido y apuesto mulato ganó un primer triunfo. Para alardear de su fuerza física, el joven se divertía en introducir cuatro dedos de una mano en el cañón de cuatro fusiles y sostenerlos con el brazo estirado en forma horizontal durante algunos instantes. Se decía también que era un excelente espadachín, un tirador excepcional, un consumado jinete, y que, por puro juego, montando a caballo podía colgarse de una viga del picadero y levantar la montura con la fuerza de las piernas.
Estos talentos lo llevarían directamente al ejército. Hacía tiempo que pensaba en ello, pero lo que precipitó su decisión fue el hecho de que, en 1786, su padre, de setenta y dos años, resolvió casarse de pronto con su "doméstica", que tenía treinta y dos. Cuando le reprochó al anciano ese capricho ridículo y lleno de consecuencias, éste se enojó con el presumido jovenzuelo que se atrevía a llamarlo al orden, y le cortó los víveres. Privado de la noche a la mañana de los medios de subsistencia, Thomas Alexandre no dudó más y le anunció a su padre que se alistaría como soldado raso. El pequeño marqués montó en cólera: "¡Magnífico! –exclamó–. ¡Pero como yo me llamo marqués de la Pailleterie y soy coronel comisario general de artillería, no quiero que arrastre mi apellido por las últimas filas del ejército. Se alistará usted con otro nombre!" "¡Perfecto! –retrucó Thomas Alexandre–. Me alistaré con el apellido Dumas!".*
Con un sentimiento de desafío, ese día reivindicó el honor de llamarse como su madre, la esclava negra. Su padre no se lo perdonaría nunca. Catorce días después de que su hijo le infligiera esa afrenta, expiró en los brazos de Françoise Elisabeth. "Esa muerte –escribirá luego Alejandro Dumas– destruyó el último vínculo que ligaba a mi padre [Thomas Alexandre] con la aristocracia." (MM).
Después del entierro, a fines de junio de 1786, Thomas Alexandre ingresó al Regimiento de los Dragones de la reina, en Laon. Su vida en el cuartel estuvo poblada de alegres extravagancias y peleas épicas contra los dragones del rey, cuya rivalidad con los de la reina era un tradicional pretexto para las disputas. La toma de la Bastilla y los desórdenes de París no lo afectaron más allá de lo normal. Incluso pensó que, lejos de perjudicarlo, esa revolución tan temida por la nobleza podía cambiar las reglas de la jerarquía y facilitar su ascenso. En agosto de 1789, su regimiento fue trasladado, por razones oscuras, a Villers Cotterêts. Los dragones no se alojaron en cuarteles, sino en casas de familia, y a Thomas Alexandre le tocó la hostería de l’Ecu de France, cuyo propietario, Claude Labouret, era comandante de la Guardia Nacional de la localidad. Para el joven, ese hombre tenía una particularidad aún más interesante: su hija, Marie-Louise, de apenas veinte años, era un modelo de belleza, encanto e inteligencia. Podía hacerle perder la cabeza al más hábil de los espadachines.
Por su parte, ella estaba subyugada por ese atleta tostado que decía haber leído con pasión a César y a Plutarco, y se jactaba de poder cargar a tres hombres sobre la espalda. A pesar del flechazo recíproco, Claude Labouret no se decidía a entregarle su hija a un militar sin fortuna ni futuro. No obstante, al final, conmovido por las súplicas de los enamorados, aceptó el casamiento, con una condición: que antes el pretendiente rindiera sus pruebas en el ejército y obtuviera por lo menos el grado de brigadier. El brigadier era, en esa época, un oficial de alto rango y estaba al mando de una brigada. Un simple dragón debía hacer gala de mucha valentía y mucho mundo para alcanzar ese nivel.
Acicateado al mismo tiempo por el amor y por la ambición, Thomas Alexandre empeñó todo su esfuerzo hasta que, el 16 de febrero de 1792, obtuvo sus primeros galones. En ese momento, Francia le declaró la guerra a Austria, por lo que sería una excelente oportunidad para demostrar su valor en el combate. Sobre todo porque los jefes revolucionarios eran favorables a las carreras improvisadas. El fogoso Dumas se dio el lujo de tomar prisioneros, él solo, a trece cazadores tiroleses. Inmediatamente, fue ascendido a sargento de caballería. Un esfuerzo más, otro golpe de suerte, y el famoso caballero de Saint-Georges, entusiasta republicano que acababa de formar una legión independiente de caballería americana, le ofreció en forma espontánea el cargo de subteniente. Otro coronel, Boyer, quiso superar esa excepcional recompensa y lo nombró teniente bajo sus órdenes. Herido en lo más hondo, el caballero de Saint-Georges reaccionó ofreciéndole a Thomas Alexandre una promoción al grado de capitán, y luego lo llevó directamente a su estado mayor como teniente coronel.
Para el interesado, este vertiginoso ascenso significaba que se había convertido en un marido aceptable. Se dirigió rápidamente a Villers Cotterêts, donde Marie-Louise lo recibió con lágrimas de felicidad. Por su parte, el señor Labouret reconoció que ese demonio de hombre, que había superado todos los obstáculos con la facilidad de un pura sangre, quizá merecía, después de todo, casarse con su hija.
El casamiento tuvo lugar el 28 de noviembre de 1792, en la alcaldía de Villers Cotterêts, en una ceremonia marcial y breve. Los testigos de Thomas Alexandre fueron el teniente coronel Espagne y el teniente Bèze, del 7º Regimiento de Húsares, y los de Marie-Louise, Jean-Michel Deviolaine, inspector de Aguas y Bosques, y la señora Françoise Elisabeth Retou, viuda de Davy de la Pailleterie, madrastra del novio. Por supuesto, en esos tiempos de guerra no habría un viaje de bodas.
Después de una rápida luna de miel de diecisiete días en la hostería de l’Ecu de France, el esposo debió desprenderse de los débiles brazos que lo rodeaban para unirse a su regimiento en Flandes. Marie-Louise se quedó con algo más que un tierno recuerdo: poco tiempo después de la partida de su marido, descubrió que estaba embarazada.
Lejos de allí, Thomas Alexandre siguió con su resonante carrera: el 30 de julio de 1793 ascendió a general de brigada, un mes más tarde tenía a su mando una división, y cinco días después, todo el ejército de los Pirineos occidentales estaba a sus órdenes. Entre dos promociones de su marido, la dulce Marie-Louise dio a luz una niña: Marie Alexandrine Aimée. Lamentó no haber comenzado ofreciéndole un varón. El llegó para ver a la criatura, besó a su esposa y volvió a partir al cabo de cuatro días, llamado por los deberes de su cargo.
Ese feroz guerrero tenía corazón y pretendía ser justo. Por principio, era hostil a la pena de muerte: en Bayona, se negó a asistir desde su ventana a la ejecución de algunos aristócratas y cerró ostensiblemente sus postigos frente a la multitud, que comenzó a murmurar ante ese exceso de sensibilidad. Los revolucionarios sans-culottes lo apodaron irónicamente "Señor de la Humanidad". Algunos lo acusaron ante las autoridades de tolerancia culpable. Para no contrariar aún más a los patriotas bayoneses, lo transfirieron al año siguiente a Vendée y luego, a los Alpes.
Cierto día, al entrar al pueblo de Saint Maurice vio en la plaza una guillotina que esperaba a sus víctimas: cuatro ciudadanos que habían intentado robar de una fundición la campana de la iglesia. Indignado por esa sentencia absurda, el general Dumas ordenó desmontar la máquina de cortar cabezas y usarla como leña para la calefacción del regimiento. Después de firmar el recibo que le exigió el verdugo despojado de su instrumento de trabajo, liberó a los prisioneros. Esos gestos de indulgencia se combinaban con una atracción hacia el peligro que asombraba a sus hombres.
Encontraba tanto placer en cazar cabras como en atacar a piamonteses atrincherados en la montaña, y no se conformó con quitarles el monte Valaisin, sino que también quiso tomar, con un puñado de soldados, el monte Cenis, cuyas defensas se consideraban inexpugnables.
Así, para que pudieran escalar una ladera a pico, mandó fabricar tres mil crampones de acero para fijar en las suelas de los zapatos, y con trescientos voluntarios llegó a la cima de la pared rocosa. Sin embargo, mientras avanzaba por la nieve de la meseta, encontró una alta empalizada. Como la operación se había realizado de noche, en completo silencio, los centinelas enemigos no la descubrieron. Pero los atacantes, extenuados por el esfuerzo, tuvieron dificultades para atravesar la barrera de estacas. Entonces, el general Dumas levantó a cada uno de ellos por el fondo de los pantalones y el cuello de su uniforme, y los fue lanzando por encima de la empalizada. La nieve amortiguaba el ruido de la caída. Sorprendidos durante el sueño, los piamonteses sólo opusieron una débil resistencia. Así se conquistó el monte Cenis, sin disparar un solo tiro, y se confirmó una vez más la fama de astucia y bravura del general Dumas. Los informes de sus superiores eran elogiosos. Rougier, primer comandante en Briançon, escribió: "Dumas es incansable, está casi al mismo tiempo en todos los puntos de su ejército […] Les dio una paliza a los italianos. Su objetivo es la victoria o la muerte".
Sin embargo, la gloria del "Señor de la Humanidad" no lo puso a salvo de las sospechas del Comité de Seguridad Pública. El terrible Collot d’Herbois, enterado del incidente de la guillotina en Saint Maurice, lo citó y le exigió una explicación sobre esa actitud "antipatriótica". A pesar de su foja de servicios, Thomas Alexandre se vio amenazado por la cuchilla. Ya sentía su fría hoja sobre la nuca, pero gracias a su elocuencia logró disuadir a sus jueces de condenarlo a muerte. La Convención se limitó a mandarlo de un regimiento a otro, sin duda por temor a que adquiriera demasiado ascendiente sobre la tropa.
En 1794, después de recibir cuatro destinos sucesivos en un año, estaba tan harto de esa serie de "órdenes artificiales", y de las sordas intrigas y disputas del estado mayor, que presentó su renuncia y se retiró a Villers Cotterêts, donde vivía la familia de su esposa. Durante ocho meses rumió sus desilusiones y sufrió por la inacción y la inmovilidad.
El 5 de octubre de 1795, el panorama se aclaró de pronto. La Convención lo convocó con urgencia a París. Necesitaban un hombre enérgico para aplastar la agitación realista que se gestaba en la capital. Feliz de volver a la lucha por una buena causa, enjugó las lágrimas de su mujer, apresuró la despedida y se presentó, el 14 de octubre, para poner su espada a disposición de los defensores del orden republicano. ¡Demasiado tarde!
El día anterior, un joven general desconocido, Napoleón Buonaparte, había ametrallado a los "opositores" frente a la iglesia Saint Roch, saltando así súbitamente a la fama. La Convención quedó a salvo, pero el puesto de comandante del ejército del interior fue para el vencedor del levantamiento: un corso que, según decían, era muy ambicioso (...)
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