Un hecho de 1816 generó polémica y una investigación que comenzó cuando se encontró una irregularidad en un objeto de la vida cotidiana argentina
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En los últimos días de febrero de 1816, mientras los primeros diputados iban llegando a Tucumán para sumarse al histórico congreso —entre ellos, el joven Tomás Godoy Cruz—, junto a la cordillera se alistaba el Ejército Libertador, a las órdenes del general José de San Martín, quien ejercía el cargo de gobernador de la intendencia de Cuyo. Por esos días, hubo un hecho que causó bastante alboroto en la ciudad de Mendoza. Detuvieron a un paisano chileno, Dionisio Balladares, sospechado de ser un espía de los realistas que ocupaban el territorio trasandino.
Al revisar sus pertenencias, se encontró una bombilla de chapa que, a primera vista, parecía ser de uso personal. Sin embargo, tenía un papel enrollado en el tubo. Examinaron el rollo: era un mensaje que no tenía destinatario, pero estaba firmado por el general realista Mariano Osorio y los requerimientos eran muy concretos. El receptor del implemento matero debía aportar datos específicos, tales como, la cantidad de soldados que integraban el Ejército de los Andes.
Esta información era relevante para el gobernador Casimiro Marcó del Pont, jefe militar en Chile, así como también los nuestros procuraban conocer las cifras del enemigo que iba a recibirlo del otro lado de la cordillera y, de esta manera, ajustar la estrategia. Cuando San Martín tuvo conocimiento del contenido del papelito entubado, ordenó al doctor Bernardo De Vera, auditor de Guerra, que investigara para determinar quién era el peligroso espía instalado en Mendoza.
El interrogatorio tuvo lugar el 4 de marzo por la tarde y no ofreció demasiadas dificultades. Por supuesto que Balladares juró que desconocía que dentro de esa bombilla hubiera un mensaje. Se limitaba a repetir que a él se la había entregado el comerciante vasco Pedro Nicolas de Chopitea en Santiago de Chile, con instrucciones de que se la entregara a Antonio Mont. En caso de que el destinatario no se hallara en Mendoza, debía llevarla al domicilio de un sacerdote cuyo nombre no recordaba, pero sí la casa donde vivía. Dijo que la misma se encontraba “al lado del zanjón” y que allí vivía el clérigo a quien había visitado en más de una oportunidad.
El auditor Vera suspendió de inmediato el interrogatorio y ordenó al teniente alguacil José María Correa que partiera con el prisionero para verificar el domicilio del supuesto sacerdote espía. A las cuatro de la tarde, Correa y Balladares se dirigieron al zanjón. El detenido marcó la propiedad desde lejos pero, para que no existieran dudas, cruzaron la zanja y simularon que estaban dando un paseo.
Un espía en Mendoza
Al atravesar la propiedad, el preso hizo una seña. Efectivamente, era el hogar del sacerdote y abogado Jose Antonio Sosa, de los más reconocidos de Mendoza, emparentado con una de las principales familias de la ciudad. Se ordenó detenerlo. El ayudante mayor Gabino Corvalán lo llevó bajo arresto a la iglesia de Nuestra Merced sin comunicarle el motivo. Se le ordenó que se quedara allí hasta nueva orden. Informado San Martín, que conocía al Padre José Antonio y a su hermano Joaquín, estableció que debían reunirse declaraciones de aquellos que tuvieran relación con Sosa para poder establecer si efectivamente evidenciaba conductas y conversaciones que lo implicaban.
Comenzaron a desfilar funcionarios, eclesiásticos y vecinos convocados para que dieran su testimonio. La mayoría era de la opinión de que cabía alguna sospecha de que fuera enemigo de los patriotas. Se basaban en que era muy neutral en sus comentarios y esa presunción no lo favorecía. Por otra parte, uno de los testigos aseguró que algunos años atrás había escuchado a Sosa decir que temía que la Revolución perjudicara la relación entre los vecinos y la Iglesia. También se dijo que nunca se lo había visto en las jornadas en las que se celebraban victorias de las armas patriotas. Y, sobre todo, que no hacía el rezo por la Patria al concluir la misa, como sí lo efectuaban los demás sacerdotes. También hubo quien comentó que Sosa no recaudaba dinero luego de la misa para la causa revolucionaria alegando todas las veces que ya había demandado mucho tiempo la ceremonia y que debía concluir de una vez.
Todos estos elementos empujaron la conclusión de que perfectamente podría ser un aliado de los realistas y estar actuando como espía en la ciudad de Mendoza.
Una última declaración recordó un hecho que se había dado en 1810. Cuando se discutió quiénes debían ser los diputados que Mendoza enviaría a Buenos Aires para sumarse a la Junta Grande, se mencionó a Sosa, pero el religioso descartó participar. Dijo que un cargo de tanta responsabilidad debía ser llevado por alguien con más conocimientos y preparación que él.
El cura mendocino
Los testimonios no favorecían la presunción de inocencia, aunque todavía no podía establecerse con certeza que el cura mendocino de 45 años fuera culpable. Entonces, Vera concurrió al convento de la Merced y se entrevistó con el sospechoso. Quería conocer cuál era su descargo frente a la acusación grave que pesaba sobre su persona. Sosa protestó por el trato que se le daba. Era inocente y su única falta era dedicarse a la actividad que le correspondía en la Iglesia donde, según su parecer, debía tomar distancia de todos los temas seculares. También respondió que su renuncia a la diputación de 1810 debía ser considerado un acto de patriotismo. Según expresó, el hecho de no tener las luces suficientes para semejante tarea y asumirlo era una prueba más de su responsabilidad frente a la nueva situación institucional. También agregó que las puertas de su casa siempre estuvieron abiertas y que en varias oportunidades alojó enfermos. Últimamente, había dado otra muestra de solidaridad y compromiso. A fines de 1814, luego de que los realistas recuperaran el territorio de Chile que había estado en manos de los patriotas por un tiempo, Sosa recibió en Mendoza al padre Ángel Rivera, confesor de Bernardo de O’Higgins y le ofreció alojamiento.
Sus excusas no bastaron. El auditor Vera preparó un extenso informe para San Martín, donde explicó que las sospechas generales se mantenían y que Sosa en ningún momento de su confesión había sido determinante respecto de su patriotismo. Las declaraciones del sacerdote eran ambiguas o tibias y no alcanzaban para que fuera identificado como un verdadero patriota. Pero la duda aún persistía. Por ese motivo, Vera le sugirió al comandante del Ejército de los Andes que realizaran una prueba. Faltaban dos meses para que el pueblo mendocino celebrara el sexto aniversario de la Revolución de Mayo. Una forma de definir la posición del Padre José Antonio era solicitarle que él diera el sermón patriótico en la fecha de la celebración. De esta manera, decía Vera, sus palabras iban a marcar con claridad la posición que sostenía. Por otra parte, si se excusara de hacerlo, podría inferirse que era opositor a las ideas revolucionarias que imperaban desde 1810.
El 23 de marzo, el Libertador mandó llamar a Sosa y se reunieron en presencia del escribano Andrés de Videla. El jefe militar le explicó los motivos por los cuáles pesaba una acusación sobre él y le pidió que, para terminar con el asunto, pronunciara el sermón patriótico del 25 de Mayo.
El sacerdote se negó bajo el pretexto de que apenas le quedaban dos meses para prepararlo. San Martín le aclaró que no podía ser tan difícil llevarlo adelante, que bastaba con que dijera unas palabras durante un cuarto de hora o, si prefería, empleando la mitad de ese tiempo. Una vez más, el eclesiástico se excusó en las pocas luces que decía tener. Entonces, el jefe militar le dijo que no hacía falta tanta iluminación para dar un sermón que, en realidad, podría prepararlo cualquier vecino del territorio y que lo único que se le pedía era que ofreciera palabras de aliento a los hombres que iban a emprender la campaña de los Andes y de acompañamiento a aquellos que habían perdido a sus hijos en las batallas por la libertad. Recordemos que el acusado había cursado estudios universitarios.
Acorralado, Sosa le dijo que no lo iba a hacer y que dispusiera lo que él considerara conveniente. Se despidieron de la manera más cordial y nuestro prócer definió los pasos a seguir.
Se decretó castigarlo con una multa de dos mil pesos para asistir al ejército libertador y destierro por el tiempo suficiente hasta que Chile se librara del yugo español.
Las vueltas de la vida y el amor
Solo quedó espacio para la apelación. Sosa reclamó que se le diera más tiempo para abandonar Mendoza, mientras que su hermano rogó que se rebajara la excesiva multa. San Martín concedió ambos pedidos. Cuando el Ejército de Los Andes partió en las primeras semanas de 1817, José Antonio Sosa se encontraba en el Convento de los Franciscanos en el centro de la ciudad de Buenos Aires.
Sosa regresó a Mendoza en 1823, cuando la campaña libertadora había alcanzado la capital virreinal de Lima. El abogado sacerdote pretendió promover un juicio de residencia a San Martín para que respondiera por su destierro. Pero quedó en intenciones y nunca se llevó a cabo. El año de su regreso del destierro, una de sus sobrinas, María de la Luz Sosa Corvalán contrajo matrimonio con uno de los diputados del Congreso de Tucumán. Nos referimos a Tomás Godoy Cruz, joven representante mendocino y de gran amistad con San Martín. De hecho el general estuvo presente en la boda. Los casó el padre José Antonio, el cura que se vio involucrado en una causa por espionaje debido a un papel insertado en una bombilla.
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