Alberto Manguel: "Nuestro modelo no puede seguir siendo el Martín Fierro"
El director de la Biblioteca Nacional cree que hay que dejar de lado ciertos presupuestos intelectuales y buscar nuevos referentes. Se ilusiona con crear un centro de memoria de los pueblos originarios y busca que la institución que encabeza no sea un lugar partidario ni “un centro de desasosiego”
Uno de los cambios que Alberto Manguel más lamenta de su reencuentro con Buenos Aires, cuando volvió para asumir como director de la Biblioteca Nacional, es que no encuentra bares abiertos a las seis de la mañana. Manguel se despierta a eso de las cinco y, antes de enfilar a la mole brutalista de la calle Agüero, le gustaría hacer una parada. “¡En mi barrio no encuentro ningún café abierto!”, se queja.
Pero hay otra rutina matinal que, en cambio, Manguel pudo mantener. Es una rutina que no depende de terceros y que transcurre, como toda lectura, en una esfera privada. Desde hace más de diez años, Manguel empieza el día con la lectura de un canto de la Divina Comedia, de Dante. Lee en orden. Cuando termina, vuelve a empezar. Esa lectura lo atarea y fija, en cierto modo, en el humor intelectual del día que empieza. “Me da temas para pensar. Vivo a diez cuadras de la Biblioteca y esa caminata con las ideas que me dejó Dante me sirve para poner la máquina en marcha. Yo siempre fui muy desordenado. No soy capaz de pensar en línea recta. Y leer un canto de Dante me sirve para poner un marco a ciertas cuestiones, que pienso sin llegar a ninguna gran conclusión.”
Esas cuestiones vienen justamente de la Commedia. A veces son cosas nimias. La mañana de esta entrevista, por ejemplo, Manguel leyó ese canto del Purgatorio (el XV) en el que se habla de “errores no falsos”. Escribe Dante: “Quando l’anima mia tornò di fòri/ a le cose che son fuor di lei vere,/ io riconobbi i miei non falsi errori”. “Expresa la idea de la literatura como una mentira pero no falsa. Entonces, ¿por qué la palabra error? –medita Manguel–. Implica una equivocación, pero si la equivocación no es falsa no es una equivocación. En este momento en que se nos proponen verdades alternativas, no es de eso de lo que habla Dante. Hace una diferencia muy tajante entre la falsedad y la propuesta del arte. Hoy pensaba sobre eso, pero no llegué a ninguna conclusión.
En su libro Con Borges se lee que, para usted, Buenos Aires es ya “una ciudad de fantasmas”. ¿Cómo es convivir con quienes ya no están, pero de algún modo siguen estando? ¿Es una experiencia nostálgica o es como nos pasa cuando soñamos con un ser querido muerto, que tenemos la alegría del reencuentro y la evidencia de la ausencia al despertar?
Eso también viene de Dante, que cuando ve el alma del amigo Casella trata de abrazarlo y ya no está. Está y no está. Dado que yo viví en Buenos Aires una parte muy importante de mi vida, que fue la de la educación, eso creó una parte esencial de mi geografía imaginaria. Todos tenemos un escenario físico en el que ocurren las cosas importantes de nuestra vida. Una parte importante de ese escenario es, para mí, Buenos Aires. Obviamente, me fui, volví. Y cada vez que venía a visitar a la familia no era la realidad cotidiana la que era más fuerte, sino esos recuerdos de encuentros importantes, de revelaciones, de epifanías, de amistades. Entonces ahora vivo en una ciudad que me produce un sentimiento de nostalgia, de alegría también como decía usted, en el recuerdo de personas queridas, sobre todo amigos que tuvieron que exiliarse o que fueron muertos por la dictadura. Profesores, intelectuales. A medida que pasa la vida, nuestra amistad con los muertos se hace más intensa. Esa ciudadanía crece día a día... Pero no sólo está esa nostalgia cariñosa, por decirlo así, sino también la sorpresa ante un cierto cambio revisionista, ciertas realidades políticas que en mi generación suponíamos imposibles. Nunca sospechamos ni imaginamos que pudiera haber una dictadura como la última que tuvimos. Pero tampoco otras cosas. Una de las que más me sorprendió fue ver que teníamos una estación de subte que llevaba el nombre de Rosas. Nos quedamos cortos: ¿cuándo va a haber una estación de subte que se llame Calígula? Yo creo que ese tipo de revisionismo histórico no está suficientemente justificado intelectualmente.
Borges detectó enseguida esa deficiencia intelectual. En una entrevista le habían preguntado por la entonces novedosa corriente revisionista, y él contestó, si no recuerdo mal, que no entendía por qué le llamaban revisionismo si no revisaban nada: ya sabían qué cosa querían encontrar.
Exactamente. En cambio, hay un verdadero revisionismo que es muy útil. Por ejemplo, hubo investigadores históricos en Inglaterra que, ante la imagen que Shakespeare proyectó de Ricardo III, buscaron ver si el personaje había hecho realmente lo que Shakespeare decía. Y se encontraron con un personaje completamente distinto, no un santo, por cierto, pocos reyes lo son, pero alguien muy distinto. Nosotros tenemos ese Ricardo III shakesperiano, de una maldad ejemplar, pero la verdad histórica es otra. Ya que lo citó, en Utopía de un hombre que está cansado Borges cuenta que cuando muestran una ciudad del futuro y los hornos crematorios, explican que fueron inventados por un benefactor de la humanidad que se llamaba Hitler. Esos son los cambios que me preocupan. Por ejemplo ahora, en Rusia, la redención de Stalin como padrecito de la Patria.
Es como si no existiera el progreso, que en realidad hace mucho que está en crisis.
Como si sufriéramos de una amnesia voluntaria. Porque no es que no sepamos. No queremos acordarnos. Y producimos estas verdades alternativas de un Rosas democrático y justo.
Esto trae de vuelta el problema del pasado. Convertimos nuestra memoria en una especie de gran ficción. En este sentido, pensaba más bien en las estrategias para conservar el pasado y me acordaba de una idea suya en Una historia de la lectura según la cual el coleccionista es un celoso amante del pasado.
Es un riesgo que corren también los bibliotecarios. Primo Levi habla del bibliotecario de la Universidad de Turín, que cuidaba muy bien los libros, pero no quería prestarlos para que nadie los viera.
Ahora bien, esa posesión es selectiva porque nuestra biblioteca, nuestra memoria, es diferente de todas las demás. Imagino que le habrán dicho muchas veces como director de la Biblioteca Nacional: “¡Ah, qué maravilla tener a disposición y administrar todos estos libros!”. Pero lo que uno quiere en realidad son los libros propios, porque es en ese lugar, en la biblioteca privada, donde uno se encuentra consigo mismo.
Aparece ahí la separación entre el Alberto Manguel personal y el Alberto Manguel director de la Biblioteca. Como persona, yo quiero tener mi biblioteca, que está ahora en cajas, quiero resucitarla. Son los libros que conozco y que sé usar. Aquí, en la Biblioteca Nacional, mi misión es completamente otra. En los encuentros que estuve haciendo con directores de otras bibliotecas, una de las personas más interesantes es el director de la biblioteca Bodleiana de Oxford, que me dijo una frase muy importante: la biblioteca es evidencia. Entonces, ante todo ese revisionismo, las verdades alternativas, las verdades partidarias, la Biblioteca no debe ser nada de todo eso, y al mismo tiempo serlo todo. La biblioteca de Babel de Borges contiene libros ilegibles, pero una biblioteca tiene que tener todo. En cierto sentido, tiene que tener también esos libros con informaciones falsas, con documentación errónea, y los libros que demuestran que esa documentación es errónea. La biblioteca no puede ser partidaria. Yo creo que como lugar de evidencia, la biblioteca tiene un lugar absolutamente central en la sociedad, y sobre todo en una sociedad como la nuestra, en la que estamos todavía sin código ético. Al volver a la Argentina, una de las cosas que más me sorprendió es esa profunda falta de ética. Durante mi adolescencia, creíamos que había una ética social, gestos políticos que eran justos o injustos, tendiendo a ese fin aristotélico del bien.
Quizás lo hubo y se perdió.
No lo sé. Pero veo ahora una suerte de desesperación psíquica. Todas las conversaciones que tengo con gente de niveles muy distintos tienen un tono desasosegado. Incluso la gente que tiene ciertas esperanzas, esas esperanzas están contaminadas por un tono de desasosiego. Y yo creo que se debe a que perdimos en algún momento el vocabulario ético y que no podemos hablar de las cosas que sabemos esenciales porque están contaminadas o de mentira o de ironía.
¿Siente usted también ese desasosiego o le ve solamente en los otros?
Lo siento yo también. Tengo la ventaja de estar en la Biblioteca, y la Biblioteca no puede ser un centro de desasosiego. Me siento aferrado a una balsa en la mitad de un naufragio, con la esperanza de que podamos convertir esta balsa en un arca para todos. Disculpe la metáfora sentimental. La esperanza la da un hecho negativo: si no logramos salvarnos como nación éticamente y justamente, nos ahogamos. No hay otra solución. No podemos seguir naufragados para siempre. Ningún naufragio dura una eternidad. Tenemos la posibilidad de hacer algo, pero tenemos que cambiar en nosotros mismos muchos preconceptos. La noción de identidad nacional la he sentido toda mi vida, quizá porque viajé tanto, como una invención, a veces generosa, a veces sectaria. Pero si la tomamos en el sentido generoso de definirnos como grupo para vivir mejor, tenemos que abandonar ciertos presupuestos intelectuales, e incluso literarios. Nuestro modelo no puede seguir siendo Martín Fierro. No puede seguir siendo el hombre que ha sido tratado injustamente y que por eso se convierte en desertor, desconfía absolutamente de la autoridad y hace que esa desconfianza se contagie incluso a los que actúan justamente al servicio de esa autoridad, como Cruz. No podemos seguir escuchando los consejos del Viejo Vizcacha. Basta. Tenemos que encontrar otro modelo. Y los hay. En nuestra literatura, e incluso en la literatura universal: no necesitamos limitarnos a nosotros.
¿Quedamos presos de la canonización que hizo Leopoldo Lugones del Martín Fierro, al que juzgaba nuestro poema homérico?
Claro. Pero fíjese lo que pasó con los poemas homéricos. Grecia identificó a Ulises como la figura del militar fanfarrón y prepotente. Roma lo identificó con el mentiroso y el embustero. Dante lo condena por esa misma razón, aunque trata de redimirlo un poco porque ese impulso de rebelión lo lleva a buscar algo más allá de los límites permitidos. Quienes lo redimen son otros desterrados, como James Joyce o Derek Walcott. Eso es lo extraordinario de las figuras literarias, que nos permiten interpretaciones múltiples y contradictorias.
¿Cómo es eso de que, para el canon, no necesitamos limitarnos a nuestra literatura?
Mire, salto de nuevo a mi trabajo en la Biblioteca. Una de las cosas que descubro al visitar bibliotecas nacionales en otros países es que nuestros problemas no son singulares. La visión que tenemos de nuestra identidad, esta elección de cualidades negativas en la personalidad del argentino. Eso se ve en otros lugares. Acabo de visitar varias bibliotecas en Australia. Vamos a firmar acuerdos. Dos de los aspectos más interesantes que tenemos en común con Australia son, por un lado, la relación con los pueblos originarios. En Australia están haciendo un trabajo formidable para recuperar esa identidad. En la Argentina, los pueblos originarios siguen sin tener ninguna presencia política y ningún poder político. Siguen tan despreciados como lo fueron siempre, a pesar de ciertos elementos decorativos. La Biblioteca va a construir un centro de memoria de los pueblos originarios, pero estoy esperando gente de las comunidades que nos digan qué quieren hacer con el material. Australia, por ejemplo, digitaliza todo el material indígena que tienen, se lo mandan a las comunidades, ellos lo identifican y deciden qué puede hacerse público y qué no. El otro aspecto, que es el más útil para la nueva identidad argentina, es la identidad del hemisferio Sur. Les propuse que la Biblioteca Nacional sea el punto de partida para una revisión de la autoridad del hemisferio austral. Yo creo que es una posibilidad de decir: bueno, hay un nuevo vocabulario global, ¿qué definición queremos de este vocabulario nuevo?
¿En qué momento y por qué decidió que no iba a escribir solamente en castellano?
Mis primeros idiomas fueron el inglés y el alemán, no por elección, porque se dio así. Cuando volví a la Argentina [de niño vivió en Israel], yo tenía siete años, aprendí el castellano, y con mucho esfuerzo porque no es un idioma fácil. La formación se dio en castellano. Pero lo que aprendí hasta los siete años quedó en alguna parte de las raíces. Lo que pasó después es que cuando empecé a escribir en castellano para el colegio y unos cuentos también que publiqué en La Nación, yo sentía el eco del inglés y del alemán, y yo sé que mi castellano tiene ciertas formas que no son comunes, por ejemplo la tendencia a reservar para el final el sentido de la frase. Yo escribí la mayor parte de mis libros en inglés porque era lo que me salía naturalmente. Cuando escribí algunos de mis libros en castellano, tenía que cuidarme de ser consciente de una tendencia a recargar la frase. No sé con qué éxito…
¿Es cierto que cuando se fue de Buenos Aires, hacia fines de los años sesenta, tuvo un período nómade, un poco hippie, en el que pintaba y vendía cinturones en Londres?
¡Sí, sí! Yo me fui en 1969, volví un año cuando trabajé para La Nación, pero el resto del tiempo lo pasé en Europa como hippie: pelo largo, camisas hindúes, pantalones oxford. Y para ganarme la vida hacía informes de lectura para algunas editoriales y pintaba cinturones y pulseras. Las vendía en una tienda de Carnaby Street que se llamaba Mr. Fish. El momento de gloria fue cuando Mick Jagger compró uno de mis cinturones y lo llevó a un concierto. Hay una foto de Mick Jagger con el cinturón Manguel. De ahí en adelante la vida se fue para abajo. Nunca más ese momento de gloria.
¿Qué le dejó ese período?
Curiosamente, me dejó una gran ansiedad para trabajar. Fue un período que yo ahora lo imagino mal: porque yo no hacía nada. Es decir, sí, me ganaba la vida con estas cosas. Pero podía pasarme el día en un café (y me podía pagar solamente un café), viendo amigos, pero no haciendo nada. En Europa iba poquísimo a los museos, iba poquísimo a las bibliotecas, solamente en París frecuentaba la cinemateca porque era muy barata. Juzgándome desde aquí, digo que perdía el tiempo de una manera injustificable. Ahora compenso trabajando 24 horas al día. Pero también me dejó la idea de que hay otras formas de enfrentar la vida, que todo diálogo no necesita hacerse al ritmo que uno imagina, y que hay ritmos más pausados. Hay experiencias que no se definen con el vocabulario que yo uso, mi experiencia con las drogas, por ejemplo, con el LSD, que lo tomé algunas veces y después me aburrió porque la experiencia se repetía. Sentí en carne propia otras sensaciones, esas que había leído en los libros de Aldous Huxley y Carlos Castaneda.
Usted frecuentó la intimidad de Borges. Al leer los diarios de Bioy Casares sobre Borges, ¿reconoció la voz del mismo Borges que usted trataba o más bien de otro, ya fuera porque él se comportaba de manera diferente con cada uno o porque Bioy hizo una construcción propia del personaje Borges?
Cualquiera que conozca a otro en el trato íntimo o si no la conoce más que a través de los libros, cuando trata de describir a esa persona hace necesariamente una construcción personal, o al menos parcial. De eso trata mi novela Todos los hombres son mentirosos. Borges no creía en la intimidad de confidencias. Él mismo dice en alguna parte “era una de esas amistades inglesas que empiezan por excluir la confidencia y que muy pronto omiten el diálogo”. Algo de eso había en él siempre. No lo digo por mí. Yo era una figura invisible. Imagínese: un adolescente que le servía para leer los textos que él quería revisitar. No me pedía mi opinión, no me pedía mi interpretación, no me pedía mi tono de voz. Era como si prendiese una máquina. Tuvo la generosidad de invitarme a comer cuando iba a lo de Bioy. Nadie puede saberlo, pero yo creo que con Bioy tenía una amistad muy profunda; profunda hasta donde Borges podía ir. Y creo también que Bioy era una de esas personas, como Truman Capote, que tenían una memoria casi perfecta de los diálogos y de los hechos. Él podía después de sus encuentros con Borges anotar lo que él había dicho. Como sea, yo reconozco absolutamente la voz de Borges en esos diálogos, reconozco sus gestos, sus opiniones y, sobre todo, la frecuencia con la que cambiaba de opinión. Él podía decir: “Fulano es un hijo de puta”. Y al día siguiente: “¡Qué magnífico Fulano!”. Se daba ese derecho. Pero hay diferencias: el Borges escritor no era exactamente el Borges que Bioy retrata en sus diarios. No nos olvidemos, además, que eso forma parte del diario general de Bioy, que es mucho más extenso, claro, y en el que debe haber muchas otras cosas del día.
¿Lleva usted un diario?
Nunca tuve la paciencia. Hago notas. Me resultan útiles para después volver y revisar las ideas que tuve. Me hubiese gustado porque tengo una enorme confusión cronológica. ¡No soy capaz de decirle en qué año me casé!
Su biblioteca personal está embalada, guardada en cajas ¿Empezó a formar acá una nueva?
Cada casa en la que vivo se convierte en una casa tomada. Traje solamente mi edición de Dante, pero ya se llenó. Me gusta mucho ir a la Librería del Colegio. Ahí siempre encuentro algo. La biblioteca que yo tenía en Francia era la reunión de todas las bibliotecas que había tenido antes en mi vida. Tenía incluso libros de la biblioteca de mi padre y de cuando yo era chico. Pero allí estaban las bibliotecas de Canadá, de Inglaterra… Todo seguirá empaquetado hasta que encuentre un lugar suficiente para ubicar lo que ahora son 40 mil libros.
¿Qué destino le gustaría que tuviera su biblioteca cuando usted ya no esté? Se lo pregunto porque, después de todo, una biblioteca personal es una especie de autobiografía, la cifra de una vida.
Por eso, cuando a [Aby] Warburg lo convencen de hacer de su biblioteca privada una biblioteca pública, acepta, y se vuelve loco. Lo internaron en una clínica psiquiátrica porque fue como si alguien entrara en su cerebro. Como mis chicos no quieren 40 mil libros, yo había pensado dejar quizás mi biblioteca a una institución que esté creándose, por ejemplo, una nueva universidad. Y que sea entonces el núcleo a partir del cual crezca. Eso sería lo más útil. Lo que pasa es que, como toda biblioteca privada, es muy ecléctica. No sé… A lo mejor le dejo esa tarea otro.
1948
Nace en Buenos Aires, pero pasa sus primeros años en Israel. Aprende primero el inglés y el alemán
1964
En la librería Pigmalion, conoce a Jorge Luis Borges y, desde entonces, lo frecuenta en su casa para leerle. De esa frecuentación derivará mucho después el libro Con Borges
1972
Vuelve de una estadía en Europa y trabaja en La Nación. Al año siguiente vuelve a emigrar, primero a Europa, luego a Tahití y Canadá
1996
Aparece en inglés uno de sus ensayos mayores y más influyentes, Una historia de la lectura
2015
Publica su más reciente libro, Una historia natural de la curiosidad