Alberto Cormillot: un curioso, de Floresta a Tikrit
Desde los 6 años, devoraba Patoruzú y otras revistas; la lectura avivó en él una curiosidad que lo llevó hasta una Irak bajo fuego y que hoy sigue intacta
La oficina que Alberto Cormillot tiene en su clínica de Núñez está llena de objetos. Las paredes están tapizadas de libros, pero allí donde un estante ofrece la más mínima superficie, hay algo apoyado. Se trata de cosas de lo más disímiles, casi todas llegadas de lejos, tanto en el tiempo como en el espacio. A lo largo de los años, Alberto ha ido coleccionando souvenirs de momentos únicos y hoy la oficina es una galería de su vida. Cada pieza está allí por una razón y cuenta una historia: los frascos de la farmacia que tenía su abuelo materno, los títeres con los que jugaba de chico, el camión armado con piezas de Mecano, la cabeza de cerámica de apariencia etrusca y hasta… la balanza de piso que usaba Saddam Hussein en el baño privado de su palacio en Tikrit.
¿Cómo hacer para elegir uno solo de ellos? Alberto se queda con aquel que los contiene a todos. Aquel que le despertó, cuando era un chico, esa curiosidad omnívora que es el motor de su existencia: un ejemplar de la revista Patoruzú del 22 de noviembre de 1948, Año XIII, número 584, que se vendía a 30 centavos “en todo el país”. Tiene en la tapa un dibujo de Ferro previo a la corrección política, en el que un gaucho fornido, pero de gesto afeminado compra lápiz labial.
La lectura fue para Cormillot la primera ventana al mundo. Una forma de calmar su sed de historias y de saber. Con sus compañeros compartía las calles de Floresta, el balero, las bolitas y el rango. Pero apenas llegaba del colegio, su abuela le daba un puñado de monedas y él cruzaba la calle en dirección al kiosco de diarios, con una recomendación zumbando en sus oídos: “¡Cuidado con el tranvía!”. Los lunes compraba Patoruzú y Billiken; los martes, la revista del Pato Donald; los miércoles, Rico Tipo; los jueves, Patoruzito; los viernes, Misterix. Leía. Todas las tardes. “Me devoraba esas revistas. En verano, en el patio. En invierno, en el comedor, oscuro y solitario. Pero también mientras andaba en bicicleta o mientras mi madre me lavaba el pelo.”
Cormillot, que lo conserva todo, tiene las colecciones de esas revistas entre fines de los años 40 y principios de los 50. Las guarda en un galpón donde descansa la mayor parte de sus más de 10.000 libros. Los estantes de su oficina dan cuenta de sus intereses amplios: hay libros de medicina, claro, pero también de sociología, filosofía y política, junto con novelas y biografías. Alberto señala, en el estante más alto, las Rimas de Bécquer en dos tomos, encuadernadas. Eran de su madre, Esther, de quien heredó el amor por la lectura, pero también la hiperactividad y la pasión por el trabajo. Sin embargo, fue su padre, Beto, quien le compró la primera Patoruzú. “Era cobrador de la luz en la Ítalo Argentina. No había terminado la primaria, pero era muy curioso. Le interesaba saber cómo funcionaban las cosas. Se daba maña, era un hacedor. No me contagió la habilidad manual, pero si la curiosidad.”
De Patoruzú y las revistas, la curiosidad lo llevó directo a Salgari y a Verne. Pero también, mucho después, a lugares más lejanos y peligrosos. Irak, por ejemplo. Llegó a Bagdad poco después del ataque lanzado por Bush hijo en marzo de 2003. Quería ver con sus propios ojos qué estaba sucediendo allí. Entró en el país por Jordania, escoltado por blindados de la coalición, tras convencer a un equipo de la Fox de que lo aceptaran en su convoy. Trabajó como voluntario en un hospital de Bagdad. Un día, acompañado por un periodista de la Fox, hizo 140 kilómetros hasta Tikrit y allí entraron al palacio abandonado de Saddam. En el baño privado del dictador encontró una balanza marca Terraillon. Y se la trajo. Hoy está en el piso de su oficina. Un souvenir más de este lector incansable que, desde aquella Patoruzú, se dejó llevar por la curiosidad.
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