Al fin soy un hombre mayor, me dije: el recato se apoderó de mis pensamientos
Ella sabía que yo llegaba. La puerta estaba abierta. Asombro. Mientras viva maravillado con la conmoción del asombro, seré feliz.
La noche anterior después de comer, cuando me iba, corrió a la puerta para darme un bollo de papel. Decía: "Mañana al mediodía: Colina Bello Monte, Camino de Oriente 256, Paraje la Guampada". Sus ojos, cuando cerré mi mano sobre la de ella, irradiaron un brillo abismal. Se dio vuelta poniéndose un sombrero y se fue. A la mañana siguiente, mientras manejaba hacia su casa, sentí además de fascinación, una enorme pereza. Los años me habían regalado tardíamente una ausencia de deseo de conquista, mi corazón ya adulto finalmente se había emancipado de agasajo de asedios y apetito carnal, mi codicia de besos y caricias lentamente comenzó a adormilarse como un vaivén de tren. Y eso me hacía feliz. Algo había cambiado. Había un recato que se precipitó sobre mis pensamientos. Una paz fundamental, hermosa y contundente. Al fin soy un hombre mayor, me dije.
Desde la casa que estaba en la colina descendía un sendero cortado dentro de unos pastos muy altos. Al mirar hacia el valle se veía un enorme círculo verde y blanco. Apoyé mi bolso en el piso, abrí la puerta que daba a la terraza y tomé cuesta abajo el extenso pasadizo que me fue llevando entre curvas a una plaza de jazmines del cabo, rodeada por una acequia, con puentes y bancos de madera enfrentados. Los matorrales de gardenias tenían tantas flores que el embriagante perfume dulce parecía una gota de la misma nostalgia de Buenos Aires, cuando en septiembre aquellas flores invaden cada semáforo de la ciudad en apretados ramos atados de sol y esperanzas en los puños de los niños que las venden en atardeceres prometidos de amor.
Mientras caminaba pensé en sus ojos y en su boca alborotada de labios y dientes blancos. Mis instintos aún estaban intactos y mantenían despierta la intuición que siempre franqueaba candados, los que se abren con pesadas llaves de hierro. Ella estaba allí, caminando entre las gardenias, descalza, con jeans cuatro talles grandes y una remera de hemp sin mangas que ofrecía en su frente una ventana oval abotonada sobre los pechos. Nos saludamos con aquella distancia tan cercana como cercana pueda ser. Debo confesar que su pechera llena de botones me inquietó. Nos sentamos en un banco y en tanto hablábamos de Faulkner y su libro El sonido y la furia no podía dejar de mirar con disimulo la docena de botones. Los conté. Rodeaban sus pechos, pequeños, de nácar, punteados con hilo rojo. Tenían unos ojales cocidos a mano del mismo color y si bien estaban todos cerrados, se veían ligeramente ajados como si el tiempo y el uso los tuviera ofrecidos.
En un momento fuimos juntos a tomar agua de la acequia, nos acostamos sobre uno de los puentes y bebimos directamente de nuestras bocas mientras nos mirábamos. Sus labios rojos parecieron ponerse azulados y sus mejillas rosadas y mojadas por las aguas, suscitaban un deseo transparente y carnal. Comencé a pensar si los hermosos colores de su cara se asemejaban a una remolacha cocida al rescoldo y cortada en finas láminas o mas bien al rosado erguido de unas lajas de rabanito.
Estábamos sentados en el pasto frente a frente con las piernas cruzadas cuando le pregunte por los botones. Los miró y comenzó a abrirlos uno a uno hasta que sus pechos quedaron completamente desnudos.
Una semana después aun estaba allí, contando mis botones de deseo. Un amor.