Ahí donde la elegancia de San Telmo empieza a imponerse sobre la sordidez de Constitución, el jardín de la casa chorizo emerge como un oasis irreal. Hay jaulas de pájaros y cielorrasos estrellados. Hay una familia tipo de Jack Russells, breves y orgullosos. Hay una pileta de 25 metros de un solo andarivel, flanqueada por plantas tropicales y esculturas de dioses griegos. En un día normal, Matías Ola puede llegar a los 10 kilómetros de brazadas. Pero hoy no es un día normal. Una laringitis lo condena a permanecer en tierra. Con un hilo de voz, cuenta que no se mete al agua desde hace dos semanas.
El tucumano Matías Ola fue un niño que estuvo imposibilitado para hacer deporte por padecer asma y hoy cruza los mares a nado sin neoprene.
Después de posar en sunga, con el torso lampiño y los abdominales marcados, sube a la planta superior de este edificio de 1890, una inversión familiar reconvertida en hotel boutique primero y en base de sus operaciones después. Un Poseidón a escala humana domina la escenografía de un salón con alfombras y espejos que no desentonarían en Versalles. Discreto, un hombre rubio sirve agua mineral. Matías lo llama Hervé y hablan en francés. De vuelta en el jardín, el nadador de aguas abiertas más famoso del país hace un esfuerzo notable por ensanchar el hilo de voz. Forzar el cuerpo no es una novedad para él.
Del Norte a la pileta
Cuando Matías tenía un año, su familia de cuatro hermanos se mudó desde Aguilares –la ciudad tucumana de bulevares donde había nacido en 1984– hasta El Tabacal, la villa salteña de Robustiano Patrón Costas, que había levantado su imperio de azúcar y alcohol a base de mano de obra esclava. Aquel entorno de casas grandes y jardines promovía una niñez conectada a la naturaleza: "Éramos cuatro hermanos y a mi papá, que trabajaba en la empresa y jugaba al básquet, le gustaba mucho llevarnos a hacer deporte". Pero Matías era asmático. "Siempre nos acompañaba, pero no podía resistir como los demás", detalla al borde de la mudez.
Durante un año, una médica de Salta capital lo visitó para examinarlo, darle inyecciones y hacerle distintas pruebas hasta confirmar el diagnóstico. A los 9 años le indicaron corticoides, Ventolin y más deporte: debía expandir la caja torácica. Anduvo en bici más que nunca, pero nunca era suficiente. Aunque aprobaba Educación Física con certificado médico, rechazaba vivir en interiores. "Si mis padres me daban a elegir entre estudiar inglés o hacer deporte, no lo dudaba", aclara. "Yo quería hacer tenis".
Cuando tenía 16, el padre decidió que se mudaran a San Miguel de Tucumán porque su hermano mayor empezaba la Universidad. Matías terminó la secundaria lejos de los amigos y empezó Administración con vistas a seguir la senda agropecuaria. Pero la libido pasaba por otro lado. "Recibía invitaciones de amigos que querían que fuera a hacer deportes con ellos", recuerda. La idea de una cura rondaba como un influjo poderoso. Entonces pensó en nadar. A los 21, sin ninguna noción previa, se metió en la pileta de Central Córdoba. Llegó a los 25 metros y sintió que se quedaba sin pulmones. Pero a los seis meses ya estaba compitiendo.
El entrenador Eduardo Gómez le había dicho que tenía el biotipo perfecto: flaco, alto y atlético. Que si hubiera empezado antes, habría sido un gran nadador. Aunque la pileta no abría todos los días, y a veces estaba sucia y caliente, se sentía bien, a gusto con los nuevos amigos. "Por fin había encontrado un deporte con el que sentía mérito", explica. Mientras los síntomas remitían, se federó y entró al equipo regional del NOA.
Gracias a las gestiones de Alicia Plaza –una amiga que presidía la Federación Jujeña de Natación–, afrontó el cambio sísmico de la mudanza a Buenos Aires y se sumó a los entrenamientos del Cenard. A los 25 llevaba una vida de deportista: arriba a las 7, doble turno, siesta y nutricionista. Los 400 metros en crol lo llevaron a Venezuela, Miami y las Islas Canarias. Dos años después de su llegada, encontró el techo. En la elite se notaba la falta de entrenamientos previos y se fue desanimando con la idea de competir.
Mar abierto
Un día volvió a casa, entró a un blog especializado y leyó sobre Marcos Díaz, el nadador dominicano que había completado una travesía por los cinco continentes para crear conciencia sobre los Objetivos del Milenio de las Naciones Unidas, que buscaban mejorar la salud materna y erradicar la pobreza extrema y el hambre. Empezó a estudiar sus videos y a seguirlo por las redes: se había activado algo poderoso. Si no iba a ser el más rápido, sería el más resistente.
Decidido a conquistar los mares –alguien diría que ese designio ya estaba en su apellido–, delineó una nueva vida: preparación extrema, ingeniería financiera, logística internacional. Cuando se reunió con el entrenador Pablo Testa, especialista en aguas abiertas, le habló del upgrade que le había inyectado a la idea del dominicano: hacerlo todo sin traje de neoprene. Además del objetivo global –la paz, la amistad, esas cosas–, tenía uno caro a sus intereses: crear oportunidades para los nadadores tucumanos. "Yo había vivido la experiencia de no tener acceso a lo que necesitaba", justifica.
Empezó una ronda de estudios con médicos y nutricionistas, investigó cómo era nadar en mares, ríos y glaciares, y se probó a los 27. Con el agua a 7° en la Playa Varese de Mar del Plata sintió cómo se le cerraba la respiración y aumentaba el ritmo cardíaco. Pero logró unir las escolleras. Después activó una secuencia de inmersiones en la Patagonia: los lagos de Bariloche, el glaciar Ventisquero Negro (1,5° al pie del Cerro Tronador), el Perito Moreno, el Faro del Fin del Mundo y el cruce del Canal Beagle. Confiado, voló a Siberia para cruzar el Baikal, el lago más profundo del mundo.
El mar me encanta, pero me lastima. El cuerpo entra en un estado de estrés. Querer nadar 20 horas es casi sobrehumano. La sal es muy fuerte y quema como el sol.
Se había garantizado impacto internacional. Armó reuniones con gobernadores, intendentes y hasta un coterráneo célebre, el arquitecto César Pelli. Consiguió un auspicio de Cancillería, que bancaría los pasajes para él y su entrenador, además de allanar la logística de alojamiento y los permisos internacionales. El resto de la plata salía de su bolsillo. "Soy consciente de que una parte del éxito de mis travesías –reconoce– tiene que ver con que tuve la posibilidad económica de hacerlo".
Lanzó Unir el Mundo en agosto de 2013, en una posta de 35 nadadores que cubrieron en 134 kilómetros el Estrecho de Bering, de Alaska a Siberia, en medio del frío polar y las olas de cinco metros. En octubre del año siguiente cruzó el Bósforo turco, de Asia a Europa. Entre tramo y tramo, consiguió medallas en competiciones de invierno (el Círculo Ártico, Estonia, Siberia) y completó, con la inglesa Jackie Cobell, los 6 kilómetros entre las dos islas principales de Malvinas. "Sin banderas políticas y sin límites geográficos –tuiteó–, esparciendo en cada brazada la paz, la unión y la alegría".
El proyecto se cerró en 2015, cuando unió Europa con África (por el Estrecho de Gibraltar, entre España y Marruecos), Asia con Oceanía (por el Mar de Bismarck, entre Indonesia y Papúa Nueva Guinea) y Asia con África (por el Golfo de Aqaba, entre Jordania y Egipto). Cinco continentes, nueve países, cero neoprene. "Viajar por el mundo me ha hecho dar cuenta de la gravedad de los problemas que se viven por guerras y conflictos migratorios", había dicho al final de la aventura, cuando soñaba con nadar por el Sena para contribuir a la sanación de una París sacudida por el terrorismo.
Punto límite
Dice que el frío se entrena. Que los nórdicos se sumergen a cero grados, con -30° afuera. Que el frío se entrena, pero el océano –esa vastedad inhóspita– está lleno de efectos colaterales que solo queda vivir en el momento.
El año pasado contaste que el mar te asusta.
Me encanta, pero me lastima. El cuerpo entra en un estado de estrés. Querer nadar 20 horas es casi sobrehumano. La sal es muy fuerte y quema como el sol. Las medusas te dejan el veneno y la picazón. No podés hacer nada. Tenés que seguir. Con olas, con tormenta, de noche.
¿Lo disfrutás en algún momento?
Hasta cierto punto, sí. Es una actividad que te hace sentir diferente al resto y descubrir que tu capacidad física es mucho mayor de lo que pensás.
Probó lo que tenía que probar. Y entonces quiso seguir. El Desafío de los Siete Océanos discurre por el canal o estrecho más traicionero de cada continente: entre 16 y 47 kilómetros por tramo, siempre en formato non stop. Entre julio de 2012 y agosto de 2019 solo lo completaron 18 personas, según el sitio LongSwims Database. Todas sin traje, ninguna de Sudamérica. "Son experiencias realmente extremas", confirma. "Más frías, mucho más largas y en aguas más abiertas". Cuando entrevistó a Steven Munatones, el creador de la prueba le dijo que lo había hecho porque era una fábrica de héroes.
Se enfrenta al Desafío de los Siete Océanos que discurre por el canal o estrecho más traicionero de cada continente. Su creador Steven Munatones le dijo que la prueba era una fábrica de héroes.
En 2018 completó los primeros dos tramos: el cruce de California a la Isla de Catalina y otra vez el Estrecho de Gibraltar. Lo que siguió fue más complejo. Después de desistir en los canales de Molokai (Hawái) y Tsugaru (Japón), el 8 de septiembre llegó a un punto crítico en el Canal de la Mancha. Tras siete horas de viento cruzado, dejó de sentir las piernas, empezó a temblar, flaqueó en las brazadas y se le cerraban los ojos. Cuando bajó el sol, Testa lo obligó a salir. En el barco solo quería que lo abrazaran. "Desconocí lo que pasaba en mi cuerpo", explicó después. "Nunca había llegado a ese punto de hipotermia. No me acuerdo cómo llegué a la cama del hotel".
¿Están apareciendo los límites?
No, son factores que pueden pasar en estas travesías. Más cuando hacés algo en el ámbito de lo natural. Estás ahí, estás a punto, pero no sabés si lo lográs. A veces, hay que aceptar la derrota.
¿En qué persona te están convirtiendo los Siete Océanos?
He vivido experiencias de mucho sacrificio y dolor. Creo que lo que dice Munatone es cierto. Hay esfuerzo, perseverancia, éxitos y fracasos. No siempre se logra cruzar por primera vez.
Este año, Matías volverá a la carga con más entrenamientos en la Patagonia y una prueba inquietante en marzo: el cruce ida y vuelta de Punta Lara a Colonia. Con mayor masa muscular y la ilusión de una mejor preparación para el frío, en octubre buscará desquite en la Mancha. Para completar los Siete Océanos deberá volver a Hawái y Japón, además de probarse en el Canal del Norte (entre Escocia e Irlanda) y en el Estrecho de Cook (entre las islas Norte y Sur de Nueva Zelanda). Es una forma –dice– de seguir demostrando quién es ese joven que salió de Tucumán.
El día después
"Una historia sin límites, donde la habilidad mental lo es todo y el fracaso no está contemplado". La frase está intercalada entre imágenes de Matías junto a glaciares, ballenas y banderas albicelestes. Es el video de presentación en su web personal: un poco CV, un poco book, un poco TEG. Pero un mes después de la charla todavía sigue fuera del agua. Viene de ver a un neumonólogo con todos los síntomas de un enfisema pulmonar, la enfermedad de los fumadores crónicos. En su caso, una secuela del asma. "Empiezo a nadar y me agito enseguida", dice con el aplomo del que ya estuvo ahí.
Mientras sueña con los siete mares, apuntala los proyectos solidarios de una ONG que busca concientizar sobre los recursos naturales y sobre el cuidado de los océanos y el medioambiente. Además de proyectar una escuela de natación, creó un programa de becas para nadadores amateurs. "Ayudamos a los que quieren cruzar el Estrecho de Gibraltar, pero no tienen la posibilidad económica", ejemplifica. Cuando le queda tiempo, da charlas en colegios y empresas. Habla de resiliencia y fuerza de voluntad. De liderazgo y motivación. De decisiones bajo presión y orientación a resultados. Luce seguro y suena confiado. Pero nunca se olvida de ese padre que lo quería deportista, de ese hijo que no podía y de ese hombre que un día entró a la fábrica de héroes.
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