Adolescencia: cómo entender el salto al abismo que experimentan los chicos
El tranquilo período de latencia de los chicos -que dura aproximadamente los años de la escolaridad primaria- termina con las primeras señales de pubertad: algunas son físicas, como el olor a transpiración, los pelos en la zona genital o en las axilas, el botón mamario en las niñas, todas señales claras y visibles. Pero otras veces el inicio de la pubertad llega con otros rasgos: malos humores, cambios de estados de ánimo, llantos, ganas de estar solos, conductas o reacciones inadecuadas, difíciles de entender para los mismos chicos y también para los adultos, especialmente con el primer hijo.
De todos modos no todas estas reacciones son señal de pubertad. Los chicos de 7 u 8 años que parecen preadolescentes suelen ser chicos que por falta de límites adecuados no entraron en latencia y continúan con la omnipotencia y búsqueda de control y dominio correspondiente a edades mucho menores.
¿Qué pasa con aquellos que sí van entrando en la pubertad? Tienen que dar un gran salto al abismo, soltar lo conocido que les daba seguridad (intereses, juegos, juguetes, amigos, formas de relacionarse con sus padres, hermanos y amigos) para abrirse a algo nuevo y desconocido, sin coordenadas ni mapa, abandonando las seguridades de la infancia antes de adquirir otras nuevas que les va a llevar varios años dominar.
Estado de fragilidad
La psicoanalista francesa Françoise Dolto compara a los chicos en esa etapa con la langosta en el cambio de caparazón. Dice que tanto los púberes como la langosta están en su punto de máxima indefensión. En el caso de la langosta, para poder crecer, rompe su caparazón y con el correr del tiempo arma una nueva, permaneciendo en un estado de enorme fragilidad hasta que lo logra. Algo muy parecido les ocurre los chicos cuando dejan la seguridad de la infancia y van buscando los recursos que necesitan para vivir en el mundo de los grandes.
Lo difícil para los padres es que no hay preaviso ni edades prefijadas, de un minuto para el otro empiezan algunas conductas difíciles de entender:
- a veces lloran y no saben el motivo,
- se “echan” y se pasan largos ratos escuchando música, mirando series, en las redes sociales, en juegos electrónicos,
- se enojan por cualquier cosa,
- se ponen irritables, contestan mal,
- les cuesta dormirse a la noche y/o levantarse a la mañana,
- no saben lo que quieren, aunque sí tienen claro lo que no quieren
- desconocen su cuerpo, los cambios físicos
- y también las nuevas sensaciones, emociones, ideas, fantasías, deseos, ¡se desconocen a sí mismos!
- y se asustan, aunque lo escondan bien detrás de enojos y distanciamientos.
Romper el caparazón
Suelen empezar a criticar mucho a sus padres y hermanos menores, es tan grande la tentación de permanecer chiquitos disfrutando la niñez e idealizando a sus padres que solo logran apartarse a través de rechazarlos y disminuirlos, lo que además les sirve para no sentir tan enorme la distancia entre lo pequeños e ineptos que se sienten y lo enormes y sabios que ven a sus progenitores. La intensidad de sus respuestas será probablemente la medida de esa desidealización necesaria para crecer, la cara visible de sus esfuerzos para romper ese caparazón seguro y confiable y tan difícil de dejar. Desvalorizan y rechazan aquello que les encantaba poco tiempo antes y hoy entonces para ellos sus padres no saben nada, se visten mal, no quieren que los toquen o los besen -y mucho menos en público-, sus hermanos son infantiles, o lentos, o poco interesantes, y se lo hacen saber con claridad y sin filtro.
Los padres se asustan, desconciertan y también se enojan ante esos modos nuevos de sus hijos/as hasta hoy colaboradores, solidarios, empáticos, afectuosos, protectores de sus hermanos menores, que de un momento para otro se ponen egoístas, celosos, burlones, desconocidos… Les lleva tiempo, varios años, integrar en ellos mismos aquel niño que perdieron en el camino con este nuevo sujeto que emerge sin pedir permiso.
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