Adiós a La Chica: cómo era la lujosa estancia bonaerense que tuvo un desgraciado final
Desde 1874 deslumbró a sus ilustres visitantes, pero no pudo evitar su trágico destino; emblema del patrimonio arquitectónico rural, la demolieron por peligro de derrumbe
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Cuando Julio Cleofe Pacheco Reynoso se enamoró de Marcelina Carrera Erbajo le prometió lo imposible.
Había heredado más de ocho mil hectáreas de parte de su padre, el general Ángel Pacheco y Concha, prócer de la Independencia y héroe de la lucha contra el indio, así que Julio Cleofe podía cumplir todas sus promesas. Por eso, mandó a construir un palacete con el que siempre había soñado su amada Marcelina, como un pequeño pedazo de España en el medio de la nada bonaerense.
Con detalles de lujo y de acuerdo con los principios de seguridad de la época, La Chica se construyó sobre un terreno alto, con vistas a los cuatros costados y un mirador desde el que se pudiera detectar la presencia de los indios que no se encuadraban en los tratados de paz ni las leyes de la guerra.
El desarrollo de Pacheco Reynoso fue un sueño pero sobre todo una avanzada dentro del nuevo esquema productivo nacional, liderando un grupo de 40 estancias que se edificaron a finales del siglo XIX sobre la frontera del noroeste de Buenos Aires, que sufría avances y retrocesos en la lucha contra las poblaciones originarias, poco antes de la Campaña del Desierto.
La Chica se inauguró el 16 de septiembre de 1874 cuando Julio Cleofe y Marcelina tenían tres hijos; tuvieron cuatro más allí mismo y todo fue alegría en esa casa fortificada de estilo neocolonial situada a 14 km de Salto y a 45 km de Chacabuco, hasta que Pacheco Reynoso tuvo la ocurrencia de morirse, en marzo de 1883, a los 57 años.
El estanciero abandonó este mundo unos días antes de que naciera su séptima hija, María Cleofe Nieves Pacheco Carrera, pero ella también, tras cumplir un año de vida, falleció.
Cuentan que fue tal la desesperanza de Marcelina cuando se halló viuda, con seis hijos, aislada y a merced de que apareciera un malón, que vendió La Chica, quizá como una forma de olvidar la pena, a la familia Estrugamou.
Cuentan, también, que en manos de sus nuevos dueños el casco de estancia siguió manteniendo los detalles de nivel en sus seis grandes ambientes, aberturas de madera, paredes revestidas de papel tapiz, luminarias de bronce, sillones estilo Luis XV, porcelana inglesa y pieles de jaguar que alfombraban las amplias galerías coronadas con arcos de medio punto.
Dicen, además, que allí se sucedieron numerosas tertulias y fue foco de las celebraciones sociales durante el centenario de la patria; que después fue una escuela, para 15 estudiantes, y que más tarde cayó en desgracia, sin mayores precisiones.
No se sabe mucho más de La Chica, solo que con el tiempo fue descascarándose; su espectacular parque, tapizado con pinos europeos, fue secándose de a poco; sus jaulas para animales exóticos desaparecieron, lo mismo que las estatuas renacentistas de los exteriores, las fuentes y los caminos circulares.
Como si hubiera acontecido una maldición presentida por el médico milagrero saltense Francisco Pancho Sierra, el entorno de La Chica se transformó en un desierto.
Solo quedó la fortificación perfecta, deteriorada pero invencible, con una higuera maltrecha como testigo de glorias pasadas, sus rejas forjadas al remache caliente y el mirador de nueve metros listo para detectar indios malos como los que habían sembrado el terror al mando de Calfucurá solo dos años antes de su fundación.
Fotos en la basura y visitantes sin invitación
Emblema del patrimonio arquitectónico rural de la región, La Chica no llegó a cumplir 147 primaveras. “Ya la demolieron, la estancia no existe más”, cuenta Hebert Coello, explorador rural que organiza grupos de trekking en busca de sitios abandonados en la provincia de Buenos Aires.
“Los dueños del campo decidieron tirarla abajo, había un severo peligro de derrumbe”, confirmaron a LA NACIÓN en el Municipio de Salto. “No pudimos hacer nada”, agregaron. Hebert aporta más pruebas: las fotos con los escombros de lo que alguna vez fue la comprobación alucinante de que un nuevo país, potencia de Sudamérica, era posible.
La Chica había quedado a la buena de Dios, encajonada en la frontera verde de la nueva producción agropecuaria; sufrió vandalismo y fue centro de la peregrinación de visitantes anónimos, quienes se pasaban el dato mediante blogs y coordenadas de GPS en una especie de boca a boca del miniturismo underground.
“Su abandono es una pena, no solo por la historia que tiene el lugar para la zona sino porque es uno de los pocos cascos neocoloniales que quedan en pie en nuestro país”, escribieron en la popular página Pueblos de Buenos Aires.
Pero ahora La Chica no existe más. La casona se ha reducido a montañas de ladrillos.
Su recuerdo en la retina nacional permanecerá en miles de imágenes como las que han subido a las redes los intruso ocasionales, las de expertos como Florian Von Der Fecht y también otras, con más de un siglo de antigüedad, halladas hace muy poco.
Estas viejas fotos de La Chica fueron reveladas en blanco y negro y aparecieron en un basural de San Antonio de Areco, dentro de un estuche de cuero marrón con interior de seda amarilla.
Dicen que ahora las tiene bien guardadas un chatarrero de Vagues.
“Cuando vi las fotos en el boliche, donde va la gente a tomar una cerveza, la mayoría arriesgaba que eran de estancias de la zona, pero yo que soy seguidora de los pueblos de Buenos Aires arriesgué que eran de La Chica en Salto, porque el edificio concuerda”, cuenta a LA NACIÓN Rossana Cer, que tiene un hotel en Areco, La Perdida Casa de Campo, y conoce el circuito de estancias bonaerenses como pocas personas.
César Larroude, director de Cultura del municipio de Salto, se inclina a pensar que las fotos halladas “en apariencia son de esa estancia” y se lamenta, tratándose de una decisión privada, de que no se haya podido evitar la demolición de La Chica.
Sobre si Alejandro Spiers Witcomb (Londres, 1835—Buenos Aires, 1905), pionero de la fotografía argentina, habría sido o no el autor de las antiguas fotos de La Chica que asomaron en el basural, es posible, pero los originales no fueron, todavía, examinados por expertos.
Pero si bien no se pudo confirmar su autoría, todas las fuentes coinciden en que las imágenes muestran tal y como era la estancia construida por Julio Cleofe Pacheco Reynoso y Marcelina Carrera Erbajo en 1874, el mojón que al mismo tiempo que le ganaba terreno a la frontera cumplía el sueño eterno de progreso nacional.
“Cuando un lugar abandonado se hace popular empieza a ir todo el mundo, y es lo que pasó con las ruinas de La Chica. La visitaban todo tipo de personas, runners, grafiteros, espiritistas, motoqueros, ciclistas”, cuenta Hebert, el primero en marcar el sitio en Google hace unos años y en convertirse en un visitante frecuente, tanto que conocía bien al renegado peón que cuidaba la zona.
Sus enrejados contundentes hablan de la calidad excepcional del trabajo de forja, en un tiempo en el que no existían las máquinas soldadoras de hierro (1881) ni había llegado el ferrocarril a Salto (1896). Las rejas ya no están en el lugar, tampoco sus molduras neocoloniales, la escalera caracol que conducía hacia el mirador, ni sus aberturas de madera.
Los viajeros solitarios que acuden al lugar por estos días se muestran desolados. La Chica ahora es una montaña de escombros, como si el malón de Calfucurá hubiera arrasado con todo.
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