La noticia fue confirmada por su hija, Natalia
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Hoy, miércoles 24 de enero, por la madrugada, falleció Schejne María (Sara) Laskier de Rus. Ocurrió justo un día antes de su cumpleaños número 97. El motor de su vida fue, según propias palabras, dar testimonio. “Para que nadie se olvide de lo que vivimos”, decía. A continuación, parte de su historia.
Tenía 12 años cuando, en 1939, estalló la Segunda Guerra Mundial. Era hija única de una familia clase media judía en Lodz, Polonia. Sus padres se llamaban Jacobo y Carola Laskier. Sara iba a la escuela y tocaba el violín. Y fue su instrumento el protagonista del momento en el que percibió el horror nazi.
Hasta entonces, no tenía noción de lo que sucedía. “Mi madre decía ‘si ganan los alemanes vendemos todo y nos vamos de Polonia’. Mi padre creía que iba a ser como en la Primera Guerra. Pero después teníamos que bajar de las veredas, usar la estrella de David para identificarnos. Hubo mucha discriminación que probablemente yo no entendía. Con el correr del tiempo empecé a darme cuenta. Un tío, hermano de mi madre, emigró porque un grupo de chicos polacos le dio una paliza por ser judío. Ya teníamos familia en la Argentina y se vino acá”, contó a la BBC unos años atrás.
Un día, dos oficiales alemanes se presentaron en su casa. “Cuando entran, con esa prepotencia, ven mi violín sobre la mesa. Uno pregunta ‘¿Acá quién toca el violín?’. Mi madre, toda orgullosa, dice ‘Mi hija está aprendiendo’. ‘Ah, ¿Te gusta el violín?’, dice uno de los oficiales... y con una fuerza terrible lo revienta en la mesa”.
Poco tiempo después, su familia tuvo que abandonar su hogar y acomodarse en el gueto. “Allá la vida era terrible. No sólo por las condiciones sino porque todos los días estaban los alemanes seleccionando a personas para llevárselas a otro lado. Personas que no volvías a ver”, dijo Sara.
Sin embargo, allí conoció a Bernardo Rus. Fue, con seguridad, lo único bueno que le pasó en el gueto. Bernardo era un joven 12 años mayor. Su padre lo había conocido en la calle y lo invitaba a comer a su casa porque era un muchacho interesante, “con el que daba gusto conversar”.
“Yo lo miré, él me miró... y empezó a venir más a menudo. Estábamos enamorados”, recordó Sara en el documental Tengo que contar, del canal Encuentro.
Aquí, un dato impresionante: Bernardo le prometió a Sara que si sobrevivían a la guerra se encontrarían en Buenos Aires el 5 de mayo de 1945. No sucedió exactamente eso, pero aquella fecha se volvería central en su historia...
En junio de 1944, Sara fue llevada a Auschwitz. En esos 4 años y pocos meses que había vivido en el gueto, perdió dos hermanos. “Mi madre en el año 40 tuvo un bebé, un nene. Ella estaba muy enferma. Tenía tifus, prácticamente no tenía leche para alimentar al nene... Había hospitales pero con muy pocos recursos. Murió a los 3 meses, de desnutrición. Yo, como una hermanita todavía chiquita, iba a la madrugada a la lechería donde repartían un poquito de leche a la gente que tenía bebés, tenían que presentar un papel... A mí no me consideraron, me ponía en la fila y me echaban, no podía conseguir”, recordó.
El desesperante viaje a Auschwitz
A continuación, el relato de Sara sobre el día en el que fue transportada del gueto a Auschwitz, y todos los horrores que ocurrieron en el traslado.
“Cuando nos avisaron que nos iban a deportar del gueto, estábamos los tres: papá, mamá y yo. Teníamos que prepararnos para abandonar donde vivíamos y no podíamos comunicarnos con la familia. Directamente tuvimos que prepararnos para ir a la estación de trenes. Era una cosa desesperante. No sabíamos qué iban a hacer con nosotros. Nos esperaban cosas muy terribles, las que desgraciadamente tengo que contar. Estábamos apretujados, en el medio del vagón había un balde para las necesidades... Era imposible usarlo. Nos bajaron de los trenes y de repente vemos que no estaba mi papá. Al bajarnos separan a los hombres de las mujeres. No me pude ni despedir de mi papá. Nunca más lo vi... A mi mamá y a mí nos llevaron a una plaza. Había un alemán con un rebenque, ahí empezaba la selección de las mujeres. Había dos filas. A la izquierda iban las más delgadas, con manchas en la piel, en un estado más enfermas. En un momento sacaron a mi madre y no la veo más. Empiezo a acercarme al alemán, y las demás chicas me decían ‘no vayas, no vayas’. Pero no me interesaba nada. El alemán me mira y me dice: ‘¿Cómo te atrevés a acercarte?’. Y yo le contesto en alemán: ‘Me sacaste a mi mamá'. Y él me dice: ‘Ah, ¿sí? ¿Y quién es tu mamá? Andá a buscarla’. Pude salvarla.
Nos enfilaron. Yo fui hacia la derecha y se hicieron revisiones de cuerpo y pelo. Nos hicieron desnudar a todas. Al mirar los cuerpos, algunos estaban destrozados, muy flacos... Y yo también era muy delgadita y chiquita. Pero con mi estatura y edad, todavía parecía un ser humano. Recuerdo que en las paredes, estaba escrito en alemán: ‘Un piojo, tu muerte’. Yo pensaba que mi pelo debía tener miles de piojos... Mi mamá creía que me iban a matar. Llegamos a la revisión. A mi mamá, junto con otras personas, la llevaron a empujones y no sabía hacia dónde. A mí me sacan de la fila, me sientan en una silla y me empiezan a revisar el pelo. No encuentran un piojo. Fue mi salvación. Me cortaron las trenzas, me dejaron el pelo cortito y me llevaron a empujones a un lugar lleno de vapor. Había mujeres desnudas y peladas. Entré y no sabía dónde estaba mi mamá. De repente no tenía más mamá. Empiezo a gritar ‘¡Mamá, mamá!’. Había una persona chiquitita, pelada, que parecía muy viejita, sentada en un escalón. Agarro a esta señora y le pregunto: ‘¿Usted no vio a mi mamá?’. La señora me dice: ‘Hija, te estaba esperando. Yo soy tu mamá'. No la reconocí.
Otro día, los alemanes llegan y eligen a 1000 mujeres para hacer trabajos. Y otra vez nos llevan en vagones. No estábamos asfixiando adentro. Y otra vez en la nebulosa, no sabíamos a dónde íbamos ni qué iba a pasar con nosotros. Nuevamente.
Al bajar, nos llevaron a una fábrica de aviones, a trabajar. Allí me pasó una cosa bastante triste. Teníamos trabajo nocturno. Estaba cansada y me tropecé con un riel y casi me corto en dos. Llamaron a la enfermería para que me revisaran. El jefe máximo del campo se enteró y vino a culparme. Pero después me envió una porción de pan y de fiambre para que me repusiera. Me pasó eso, inexplicable. Pero yo ya no pude levantarme más, estaba muy lesionada, y me reasignaron en la cocina para pelar papas.
La vuelta a casa y el reencuentro con Bernardo
Meses después las trasladaron, a ella y a su madre, al campo de concentración y exterminio de Mauthausen. Pero el final de la guerra ya estaba cerca. Finalmente, el 5 de mayo de 1945, el día que Bernardo el dijo que se encontrarían en Buenos Aires, Sara fue liberada.
“Fuimos salvados por los americanos. Y bueno, empezó la lucha para volver a la vida. Mi madre se recuperó más rápido que yo, para mí era difícil recuperarme. Cuando terminó la guerra, yo pesaba 26 kilos. Nos alimentaban, pero no podía comer. Y lo más terrible es que la gente que empezó a comer se moría después de ingerir, porque el estómago no resistía la comida. Yo empecé a caminar, a volver a ser un ser humano, porque parecía un espectro”, contó.
Luego, llegaría uno de los momentos más felices de su vida. Uno de los pocos: “Recibí una carta de Bernardo diciendo que sabía que había sobrevivido y que no se iba a casar con nadie, si no que iba a encontrarse conmigo. Con mi familia teníamos planes de ir a otros lugares. Pero le dije a mamá que ahí estaba mi destino, en Polonia, junto a Bernardo. Empezamos a hacer lo posible para volver a Polonia. Al comienzo fue terrible porque no lo encontré en Lodz. Él estaba trabajando para el gobierno polaco, en otra ciudad. Lo fui a buscar y encontré un hombre bien vestido, lindo. Él me dijo: ‘Dejo todo lo que tengo acá y vamos a Lodz. Buscamos a tu madre y vamos a estar todos juntos’.”
Como teníamos a mi tío en Argentina, nos comunicamos con él. Nos dijo de ir. Pero, desgraciadamente, todavía no se podía ir a la Argentina, No estaban dejando entrar a los judíos... Y sí a los nazis. Entonces fuimos a Paraguay, vía París. Empezamos a buscar gente para cruzar la frontera, porque nuestra intención no era quedarnos en Paraguay. Llegamos a la frontera, en Clorinda, y ahí nos abandonó el tipo que nos cruzó y nos dejó en manos de nadie. Los habitantes del pueblo se dieron cuenta y avisaron a un policía que habían visto algo raro.
Llegó un vigilante y dijo que lo siguiéramos. Pero él y su familia nos ayudaron a secar la ropa, nos dieron mantas para taparnos. Después nos llevaron directamente a la cárcel. Pero los policías en Formosa eran tan buenos que enseguida nos dieron de comer y nos atendieron de muy buena manera. Eventualmente nos dieron pases para llegar a Buenos Aires. Nos encontramos con un país libre, una ciudad de luz y negocios, estábamos tocando el cielo con las manos.
A Sara le habían dicho que, por el accidente que había padecido en la fábrica de aviones, nunca iba a ser madre. Pero una tía la llevó a ver un médico argentino.
Sigue Sara: “Empecé a tomar vitaminas, a engordar un poco, y quedé embarazada. No podía creerlo. Fue un embarazo de mucho dolor, pero no me importó nada. Yo quería llegar al final... Me parecía que un ángel me lo regaló. Nació un 24 de julio de 1950, Daniel Lázaro Rus. El regalo más grande que me dio la vida. Y a los cinco años tuve una hija, Natalia. Una felicidad... ¡éramos una familia completa!”.
Su historia se parte al medio, otra vez, en 1977: el 15 de julio, su hijo Daniel Lázaro Russ, que se había recibido de Físico Nuclear en la UBA y trabajaba en la Comisión Nacional de Energía Atómica, fue secuestrado durante un operativo ilegal por un grupo de tareas de la Armada. Tenía 26 años y, de acuerdo a la Comisión de Trabajo por la Reconstrucción de Nuestra Identidad, que hizo el relevamiento del personal de la Administración Pública Nacional que resultó víctima de desaparición forzada, militaba en el Peronismo Revolucionario. Sara nunca más lo vio. Desde entonces, está desaparecido.
“Sabíamos lo que pasaba, queríamos mandarlo a Uruguay, a cualquier lado. Y él decía: ‘¿Qué hice yo, por qué me voy a ir, no hice nada, a mí no me van a llevar. Seguro que no me van a llevar’. Y seguro que lo llevaron, fue muy seguro que lo llevaron”, contó Sara.
Fue al Ministerio del Interior, presentó hábeas corpus en la Justicia, escribió a Juan Pablo II y se incorporó a Madres de Plaza de Mayo. Fue una de sus primeras integrantes. “Empecé a dar vueltas a la plaza, me sentía segura estando con las Madres”, dijo.
Bernardo esperó el regreso de la democracia. “Y en el ‘83 dijo: ‘Si mi hijo en seis meses no vuelve, yo ya no tengo nada que hacer». Vino la democracia, pasaron seis meses, mi esposo se enfermó de un tumor y falleció el 2 de mayo de 1984′”, contó Sara.
Sara nunca pudo saber el paradero del cuerpo de su hijo. Por hipótesis de investigación sobre casos conexos, habría estado detenido ilegalmente en los CCD Club Atlético y Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA).
Su misión, dijo, era mantener viva la memoria. Vivió para dar testimonio del horror. Hasta hace poco, dio charlas en escuelas para contar su historia, para hablar del Holocausto y del terrorismo de Estado en Argentina. “Hay que tener fuerza para contarlo y no es fácil hacerlo. Trato de mantener la memoria para poder hablarle a los jóvenes y a las futuras generaciones, para que no se olviden de los que hemos vivido. Compartir el dolor con gente que me quiere escuchar es lo más importante”, dijo. Y en la misma entrevista agregó: “Quiero que me recuerden con alegría. No quiero que haya tristeza”.
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