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“A los doce años arranqué a ayudar a papá en el negocio. Al principio me encargaba de dividir los botones. Primero los pesaba en las antiguas balanzas, luego los pasaba por el embudo e iba armando las bolsitas de una “gruesa”, es decir, doce docenas. Durante unas vacaciones de verano diseñé, con sogas y cartulina, los estantes para los cierres. Con aquellos ahorros cumplí un sueño, comprarme mi primer caballo. Lo llamé “La Gateada; es que tengo que confesarte algo: mi verdadera pasión es el campo”, relata Gabriel Ernesto Veiga, de casi 60 años, detrás del histórico mostrador de la Botonera San Martín en pleno barrio de Villa Crespo.
El jinete de gran corazón
Don Veiga, o simplemente “Gaby”, para los conocidos, en sus épocas de juventud fue un reconocido jinete. “Desde chiquito tuve una conexión muy especial con los caballos. En la década del 80 ya me presentaba en la Fiesta Provincial del Mejor Reservado en General Madariaga o en la de Santos Vega, en General Lavalle”, cuenta quien ha montado a lo largo y a lo ancho de la Provincia de Buenos Aires y cosechó varios galardones. Incluso le dedicaron unos versos. “¿Te gustaría escucharlos?”, consulta y al instante comienza a sonar, a través de su celular, una payada de Tito Lazarte de Pila, provincia de Buenos Aires. ”Voy a nombrar un personaje, de estilo y de gran valor, se trata de un domador y con estampa de criollo. Gabriel Veiga quedan pocos, por eso a seguirlo y sigo. De esta manera lo digo, al prestarse la ocasión, aparte de buen jinete, hombre de buen corazón…”, se oye de fondo.
“Cada vez que la escucho me emociono. Algunos por mi pinta me decían que era modelo y yo les contestaba: pero con alma de gaucho”, dice, entre risas, mientras recorre el gigantesco salón repleto de botones, cierres, hebillas, elásticos, cintas, puntillas, hilos y otros artículos para la confección de indumentaria.
El valor del trabajo
“Cada rincón me recuerda a mi padre, Rogelio Luis. Cuando subo estas escaleras me lo imagino a él. Fue un luchador y me enseñó el valor del trabajo. Falleció hace muy poquito con 94 años y estuvo acá hasta el final. Es mi ídolo.”, revela, en tanto, abre una pequeña y alargada cajonera de metal repletas de botones de diferentes tamaños, colores y materiales: poliéster, carey, metal, galalita, madera y hasta algunas antigüedades, como el nácar.
Don Rogelio Veiga toda su vida se las rebuscó: de jovencito fue lustrabotas, repartidor de fruta, verdura y carne y hasta canillita. Luego, fue corredor de una importante empresa de botones alemana. “Arrancó como vendedor y le daban comisiones por cada cliente. Así fue como se metió en el rubro de la confección. Recorría la ciudad con una motito Siambretta y llevaba sus carpetones repletos de muestras. Un día de lluvia por Av. Cabildo se resbaló y se le cayeron todos los botones”, relata.
Pateando la calle ganó experiencia y se transformó en un gran comerciante. Años más tarde, en la década del 70, junto a otros socios, fundó su propia botonera a la que bautizaron “San Martín”, según dicen en conmemoración al prócer argentino. La ubicación fue estratégica: cerca de las fábricas y talleres textiles en Villa Crespo. Durante sus primeros años el local se encontraba en la esquina de enfrente de su ubicación actual. Luego, se mudaron a una propiedad más amplia con tres pisos. “Era impresionante lo que se trabajaba. En la cuadra se armaba una cola con más de treinta personas y en los mostradores tenían doce empleados. Siempre se apuntó a la venta mayorista: nuestros principales clientes son los confeccionistas, mercerías y modistas. La industria textil hace unas décadas era impresionante”, considera Gabriel, mientras, acompaña a un habitué a recorrer el piso repleto de cierres. Su pequeña perrita, de color negra y blanca, llamada Pluma, le sigue los pasos. “Estaría necesitando unos 60 cierres de poliester reforzados de color negro y marrón”, anticipa el joven. En los estantes tiene gran variedad: cierres llamados Cara de Perro; reversibles; de aluminio, invisibles, niquelados, entre otros. Según el modelo, se los encargan para jeans, camperas, buzos, entre otras prendas.
La botonera San Martín creció al compás del barrio y hasta se expandieron: en aquella época abrieron una sucursal, especializada en cierres, en Mar del Plata. “En la ciudad había una industria textil y de camperas grandísima. Con 22 años fui a trabajar allí junto a mis hermanos. Nos fue muy bien. En ese momento también inauguraron una fábrica de elásticos en Villa Adelina con maquinaría moderna, pero con la hiperinflación y la apertura de las importaciones de los 90 nos fundimos”, rememora. Tiempo después, su padre lo convocó para continuar con su legado en la casa matriz. “Me dijo que él ya estaba grande y que quería largar. En ese momento yo seguía muy arraigado al campo y con las jineteadas y no quería saber nada, pero lo vi como una oportunidad. Trabajamos juntos hasta antes de la pandemia. Este era su lugar en el mundo”, confiesa. Hace menos de un mes, Don Rogelio o “Tatita”, como le decían sus nietos, falleció y todo el barrio lo recordó por su gran generosidad y honestidad.
Sobre el mostrador está Chinita, una gatita siamesa, jugando con unas hebillas de metal. “Ella es súper fiel, me sigue a todos lados”, dice, mientras saluda a una señora con tapado largo de pana que ingresó al negocio. “Busco unos 20 botones de color marrón oscuro”, expresa y saca de su cartera un modelo que se llevó hace unas semanas. De inmediato, Gabriel abre los cajones y encuentra el tamaño indicado. Los más solicitados son los de traje (de color negro y marrón) y los llamados “Camiseros”. Minutos más tarde, una señorita le encarga botones para jean. También lo suelen visitar varios estudiantes de diseño e indumentaria y hasta artistas, que encuentran allí cientos de curiosidades de otras épocas para sus obras.
“Cada vez que me compro una prenda le pongo especial atención al botón y al cierre. Son gajes del oficio”, afirma, entre risas. Y aunque con los años, Don Gabriel, se convirtió en un experto del rubro, es en el campo donde encuentra su verdadero cable a tierra. “Los fines de semana me escapo de la ciudad y me conecto con los aromas y sonidos de la naturaleza. Amo a los caballos, cuando monto soy feliz”, concluye. Al instante, comienza a oírse otra payada que le dedicó Juan Gabotto de Dolores, provincia de Buenos Aires, que dice así: “Hoy quiero hablarles de un hombre, espero que me interprete, en sus tiempos muy jinete hacía valer su nombre, espero que nadie se asombre y yo homenajearlo quiero. Mucha estirpe de campero…”
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