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Había decidido que iba a abandonar el colegio secundario. Aunque no sabía con certeza qué era lo que le ocurría, sentía que, a sus 16 años, necesitaba explorar otros mundos. Y, si bien pudo llevar a cabo su plan, necesitaba encontrar un trabajo para solventar sus gastos.
No demoró mucho en conseguir un empleo. Corría 1972 y pudo entrar a trabajar en una agencia de Prode, un negocio que era furor en aquellos años. Entre tantos clientes que visitaban cada día el local, Graciela había podido identificar a un joven preceptor de una escuela privada que llegaba al lugar para hacer algunas apuestas.
Atento a la muchacha que trabajaba detrás de la máquina registradora y a medida que pudo entrar en confianza con ella, pudo preguntarle qué sucedía que no estaba en el colegio. “Sos una chica inteligente, ¡tenés que volver a estudiar!”, le repetía cada vez que se despedía con una sonrisa. Intentó convencerla de diferentes formas. Hasta que a fin de ese año le dio instrucciones precisas para que su vuelta a clases fuera un éxito.
“Supe que era mi príncipe azul”
“Tenés que volver a la escuela. Andá al colegio donde empezaste el secundario y pedí estos papeles”, indicó. “Después pasá por el colegio y buscá la oficina de la secretaria administrativa. Allí hay un ropero y podrás pedir parte del uniforme”. Así fue que, en marzo de 1973, Graciela volvió a cursar el primer año de la escuela secundaria. Y fue el lunes de la primera semana, en la última hora, cuando tocaba la clase de Estudios de la Realidad Social Argentina o ERSA (lo que después fue formación cívica) que vio en a puerta del aula a un profesor que la cautivó por completo. “¡Es mi príncipe azul!”, le dijo a su compañera de banco. Había sido amor a primera vista.
Desde luego, Graciela no era ingenua. En primer lugar se había dado cuenta de la diferencia de edad. Pero, por otro lado, suponía que el profesor estaba casado y tenía hijos. “En realidad, estaba separado. Y seguía estudiando en la Universidad Católica Argentina”.
Pero pronto, las cartas del destino jugaron una mano que le permitió avanzar en la historia. “Yo tenía un novio pero sabía que me engañaba. Estaba amargada y triste. Había tenido una pelea con ese novio y, además, se terminaban las clases y no vería a mi profesor amado hasta el año siguiente. En ese estado estaba cuando me lo crucé en el patio, a la salida de clases. Él me preguntó qué me pasaba. Le dije que me había peleado con mi novio. Me preguntó si quería hablar un rato con él y le dije que sí”.
“Me dio tanta vergüenza que me puse colorada”
Fueron a un bar, él le invitó una gaseosa y sin demasiados rodeos le dijo: “Contame qué te pasa”. Y si bien Graciela había peleado con su novio, la realidad era que esa era la cuestión que menos la preocupaba. “Estaba en una nube ¡Tan cerquita suyo! Me dijo que él se daba cuenta de que lo miraba diferente, que me esforzaba por cumplir con las tareas y participar en clase. Y me dio tanta vergüenza que me puse colorada”.
El joven profesor le preguntó si quería volver a verlo, a modo de amigos. “Por supuesto respondí que sí. No sabía cómo ni cuándo pero quería verlo. Justo ese año, el gobierno decidió dar por finalizadas las clases en la última semana de noviembre. Y así quedaba trunca nuestra primera cita. No habíamos acordado fecha, ni horario, ni lugar. Fui a la escuela, allí nos dijeron que de tener actividades pendientes en las materias, las lleváramos a la escuela. Los docentes irían a retirarlas y al inicio del siguiente año nos dirían las notas. No perdí tiempo. Corrí a mi casa, tomé una carpeta puse unas hojas de ERSA adentro más un sobre escondido en un folio con un día, lugar y hora para vernos”.
Se encontraron en una plaza alejada del barrio donde ella vivía y de la escuela a la que asistía. Allí estaba él, esperándola. Se sentaron en un banco donde la brisa de verano los abrazó con calidez. Él le contó su historia. En Villa Ocampo, Santa Fe, el pueblo donde había nacido, no había colegio secundario por lo que estudió en un colegio de Esperanza en la congregación del Verbo Divino. Hizo el secundario, el noviciado y luego el profesorado en Filosofía y Pedagogía. En esa última época conoció a la que sería su primera esposa. Se casó en 1969, el año en que Graciela terminaba la primaria. Al año se separó y no volvió a formar pareja, estaba estudiando Psicología en la Universidad Católica de Buenos Aires. Vivía con una hermana. “Desde ese momento no nos separamos más, claro que a mis padres no les gustó nada la idea de que con 17 años saliera con un hombre de 29 y encima separado”.
“Tuvimos una vida plena”
Pero, poco a poco, el amor pudo más. El 24 de enero de 1975, contra viento y marea, sin escuchar a nadie se fueron a vivir juntos. Al año siguiente nació su primer hijo. Luego llegarían dos hijas más y un cuarto varón. “Yo, impulsada por él terminé el secundario, me recibí de maestra y luego de profesora de letras”. Trabajaron juntos, ejercieron la docencia en distintos lugares del país. Claypole, Rafael Calzada y San Francisco Solano fueron algunas de las localidades en las que dejaron su huella.
Luego se mudaron a Famatina, La Rioja, dónde él fue director de un profesorado. También vivieron cuatro años en Santa Teresita, en la costa Atlántica. Cuando él se jubiló se instalaron en Bialet Massé Cordoba y de allí ya no se movieron.
Cuando se jubilaron, no dejaron de hacer actividades juntos. Asistieron a clases de canto y teatro. Viajaron mucho por el país y el exterior. “Tuvimos una vida plena y siempre estuvimos muy enamorados”. Para esa época, él comenzó a mostrar algunos síntomas de Alzheimer. Pero, sostenido por diferentes tratamientos, pudo aún seguir viviendo bien.
“2021 fue el año del declive. En cinco meses aparecieron todas las fases del Alzheimer. En sus momentos de lucidez me decía que quería morir, que no quería que yo tuviera que padecer junto a él, que yo todavía era joven y merecía lo mejor ¡Mi vida, si él era lo mejor para mí! En diciembre lo llevamos a una residencia geriátrica, donde a principios de enero decidió dejar de comer y beber agua, él no tenía ninguna otra enfermedad era muy sano, solo su mente iba deteriorando. Y yo supe que se estaba dejando morir. Al poco tiempo falleció. Fueron 49 años del amor más hermoso que alguna vez pude sentir”.
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