Soñaron un futuro juntos, se malcriaron con horas de placer, deseo y disfrute. Pero algo que no estaba en los planes lo cambió todo.
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Tenía un caminar pausado. Esa tarde vestía un pantalón pinzado y una camisa celeste. Entró al banco y se presentó ante su nueva oficial de cuentas. Parecía simpático. A ella le resultó gracioso y hasta un poco atrevido. Pero se dejó llevar. Los primeros días y meses transcurrieron sin demasiadas novedades entre ellos: mails de trabajo, llamados telefónicos para consultas bancarias, insinuaciones menores, algún que otro encuentro para un café informal hasta que, finalmente, concretaron un almuerzo.
Habían pasado tres años desde aquella vez en que lo vio pisar la oficina donde trabajaba. Ese día llovía. Se acomodaron en la mesa del restaurante, miraron la carta. Él pidió una sopa de pepino, que no le gustó. Ella quedó enamorada de sus manos. Charlaron, se contaron las historias de sus vidas. Él era casado y tenía hijos. Se había independizado y pensaba convertirse en un exitoso hombre de negocios. Tenía 40 y estaba atravesando una crisis de la mediana edad. Ella era casada, tenía una hija y una micro empresa. Hacía poco había dejado su puesto en el banco donde se habían conocido. Pasaba recién los 30. Ese día algo sucedió entre ellos: se miraron y se quisieron en ese momento. ¿Para siempre? No lo sabían.
Pero ella no soportó tanta intensidad, no para un primer encuentro. Se excusó y dio por terminada la cita: tenía una reunión con un ex cliente. Era el argumento perfecto para alejarse y dejar ese momento como una anécdota sin consecuencias. Sin embargo eso no fue lo que pasó.
Empezaron a hablar más seguido. Era enero. Él tenía un vuelo programado a Australia pero lo perdió. No se hizo demasiado problema. El destino quiso que ella se encontrara cerca de Ezeiza. Acordaron encontrarse. Cenaron y pasaron la noche juntos. Ya no había vuelta atrás, la magia había sucedido entre ellos. Los días, meses y años que siguieron se encontraron lo máximo posible. Tenían una relación pero no convivían, y compartían pocos horarios. Durante ese tiempo, él la sorprendió con chocolates y regalos de sus viajes. Se encontraban en horarios extraños: para reír, acariciarse, aprender a aguantar besos largos, hablar y llorar. Aprendieron lo que eran los medios abrazos, encajar perfecto y las sonrisas de costado. Soñaron un futuro juntos, que el lado B pasara a ser opción A y se malcriaron con horas de placer, deseo y disfrute.
¿Final anunciado?
Los años siguientes planearon un viaje. El destino elegido fue Chile. Hasta que llegó el día en que podrían estar solos, sin horarios, tiempo ni presiones. Iban a dormir juntos por primera vez. Pero no pudieron hacerlo. Se dieron cuenta que no podían avanzar. La culpa atentó contra un proyecto que no fue y los desconcertó.
La relación se enfrió. Él nunca lo supo, ella soñaba con un universo paralelo en el que habían apostado por su vínculo y donde los miedos no existían. Siguieron cruzándose. Se encontraban y buscaban el lugar que mejor se ajustaba a la vida del otro, aunque sin poder descifrarlo. Había semanas o meses que pasaban sin hablar o verse. Y luego minutos mágicos que los conmovían con la facilidad que se entendían y con los besos que no los dejaban respirar. Así pasaron otros ocho años.
Un lunes se produjo lo que sería el principio del fin. ¿O el fin del fin? Se encontraron después de casi dos meses de verano sin cruzar una palabra. Él llegó golpeado por la muerte de un amigo. Se preguntó qué sucedería si le pasaba algo. Ella dijo que se habría arrepentido del poco tiempo que se habían dedicado esos últimos años desde que se habían cruzado en el banco. Él se burló de aquella declaración. Esa tarde cada uno se fue a su casa.
Nunca imaginaron una historia al revés. ¿Qué pasaría si ella se enfermaba? ¿Si lo que parecía imposible sucedía? Dos días después de ese encuentro le dieron a ella ese resultado que lo cambió todo, tenía cáncer de mama. Pero él nunca se enteró. Ella sufrió sin tener nunca ese abrazo que tanto necesitaba, lo esperó, hasta que un buen día lo soltó. Se aferró a su vida como pudo para poder mantenerse en pie. Necesitaba estar entera para sobrellevar lo que vendría. Y así lo hizo. Aunque nunca supo cómo avisarle. Y, como si el destino lo hubiese querido, él tampoco volvió. Nunca más se vieron.
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