El hoy médico y empresario uruguayo recuerda todo lo que vivió en la cordillera andina después de uno de los accidentes aéreos más recordados de la historia
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Antes del 13 de octubre de 1972, Gustavo Zerbino era un chico de 19 años, estudiante de medicina y miembro de la dirección del equipo uruguayo de rugby amateur, Old Christian Club. Junto con sus compañeros viajaban desde Montevideo para enfrentarse en un superclásico contra Old Boys Club en Santiago de Chile. “Yo estaba muy nervioso porque tenía una intuición de que algo iba a pasar”, asegura en diálogo con LA NACION, Gustavo Zerbino, hoy empresario farmacéutico y uno de los sobrevivientes de la tragedia de los Andes. Una historia que se conoció el día antes de nochebuena, ese mismo año.
“Andá atrás chico”
En la tarde que viajaron, Zerbino no se podía mantener sentado en su asiento en el avión de la Fuerza Aérea Uruguaya -encargado del vuelo a Santiago-, así que decidió ir a hablar con los pilotos a la cabina. “Estaban tomando mate de costado. Ninguno estaba manejando”, describe Zerbino. Pero ahí, en la ventana de la cabina, vio una montaña hacerse cada vez más grande. “Andá atrás, chico”, le dijo el piloto.
Zerbino aún recuerda con detalle aquel día, y hoy habla de lo ocurrido después de 50 años del accidente que marcó un antes y un después en la historia de la cordillera, uno que se llevó a 29 personas, y otras 16 sobrevivieron luego de 72 días en la nieve.
- ¿Qué pensó cuando vio semejante montaña en frente?
- No pensé nada. Nos hicieron ponernos el cinturón. Vi que algo estaba pasando y que los pilotos no esperaban. Ahí me di cuenta de que algo iba a pasar.
- ¿Por qué cree que pasó?
Porque los pilotos subestimaron la montaña. El navegante iba jugando al truco en el último asiento, los pilotos ni siquiera estaban viendo hacia el frente. Si uno ve en retrospectiva, con el viento que había ese día, era claro que algo podía pasar. Al final fue un error humano.
Entre el viento en contra y la eternidad de nubes, los pilotos confundieron su posición y comenzaron a descender -alrededor de 1500 metros- entre la cordillera andina. En un momento de claridad fue que vieron el muro de roca y nieve frente a ellos. Aumentaron la potencia del avión al máximo. Pero estaban a poco más de mil metros por debajo del límite para poder sobrevolar esa montaña.
En un intento por evitar la colisión, el piloto, Julio César Ferradas, y su copiloto, Dante Lagurara llevaron a ese avión FAU 571 -llamado en la Fuerza Aérea Uruguaya como el “trineo de plomo”- a subir cuesta arriba, totalmente vertical. Perdía potencia. La máquina no estaba hecha para tales maniobras, pero el esfuerzo de los pilotos logró que la nariz del avión pasara la cresta de la montaña, solo eso. Luego sucedió el primer choque.
- ¿Ahí fue que se paró?
-Sí. En ese momento el avión iba a toda potencia hacia arriba. Ni lo pensé. Me quité el cinturón, me paré y me agarré con todas mis fuerzas del portaequipaje. Cuando el avión paró, yo pensé que estaba muerto. Estaba shockeado. Sentía que todo pasaba rápido y yo estaba en cámara lenta.
Fue un instante nada más, pero para cuando culminaron las colisiones, la mitad del avión había desaparecido entre la nieve. Primero el ala derecha -con el primer impacto-, después la cola y el ala izquierda -con el segundo- y luego, la nariz del avión se aplastó contra un muro de nieve.
Zerbino seguía tenso, de pie, sostenido a lo que quedaba del portaequipaje. Tal vez fue por eso que no se dio cuenta que estaba parado en el borde del avión, de lo que quedaba. “El asiento en donde yo estaba era justo el último que quedaba a la altura del ala. Ahí estaba [Carlos] Valeta en el asiento”, recuerda. Tanto Valeta como el asiento de Zerbino salieron eyectados por el agujero que se había formado.
- Me sorprende que un chico de 19 años haya hecho eso
- Ya estás viendo que ante aquel problema no actué como uno más. El único que se sacó el cinturón y se paró fui yo. No acepto quedarme quieto, si hacés eso sos parte del problema. Yo el problema trato de enfrentarlo, de hacer algo.
- ¿Ahí empezaron a sacar personas?
- En realidad, después de que el avión se detuvo yo di un paso para atrás y me hundí en nieve hasta la cintura. Entre el golpe y la despresurización estaba débil. Cuando logré levantarme fue cuando vi a la madre de [Fernando] Parrado tirada en el pasillo del avión. Los asientos estaban todos dados vuelta, parecían escamas de un pez. Yo no entendía bien qué estaba pasando.
- ¿Qué recuerda?
- En ese momento, creo que el sonido. Los oídos chiflaban como un timbre. La gente gritaba y hablaba arriba de ese chiflido, pero después de un rato, ya nadie le daba bola al ruido. Y después recuerdo la noche.
Eran las cuatro y media de la tarde, pero de ese lado de la cordillera ya estaba poniéndose el sol. Zerbino le midió el pulso a la madre de Fernando Parrado, se dio cuenta de que estaba muerta. Ahí, comenzó a buscar entre los asientos signos de vida, encontró a [Roberto Jorge] Canessa vivo, y a otros más. Mucha gente se quedó toda la noche atrapada. La mañana siguiente pudieron sacar a la mayoría.
- ¿No dudo en ese momento, no tuvo miedo?
- No, así no funciona. La cabeza queda shockeada, no entiende nada de lo que está pasando. Normalmente, pensamos en el pasado y en el futuro, pero si la mente no tiene información, no sabe qué hacer. Después fue que me di cuenta de que estábamos solos, abandonados, impotentes. No podíamos caminar ni dos metros, faltaba el aire, nos sangraba la nariz y los oídos. En ese momento, mis sueños y mis deseos se mezclaban, estaba esperando que llegue una ambulancia, que aparezca algún bombero, que viniera alguien a rescatarnos.
La sociedad de la nieve
Para la mañana después del impacto habían sobrevivido 28 personas. Muchos tenían fracturas, solo algunas reservas de comida y poca idea de donde estaban parados. Pero en los sobrevivientes hubo un clic. Nadie se hundió en la desesperación. Querían salir y comenzaron a pensar en cómo lograrlo.
“En la cordillera nadie se quejaba. Para romper el silencio había que contar un chiste, tener una buena idea de un plan, o contar una rica receta de comida que hacía la abuela y que íbamos a comer todos juntos cuando volviéramos. Era una zanahoria hacia el mañana que te mantenía vivo”, asegura Zerbino.
- ¿Y cómo lo veían los demás?
- Yo no sé cómo lo veían mis compañeros. Todos éramos distintos. El que fue tomate volvió tomate, y el que fue banana volvió banana. Pero en cada uno se aceleró un proceso interior del aprendizaje.
- Pero como grupo, ustedes se organizaron
- Primero, nosotros no éramos un grupo. Éramos un equipo. Son cosas muy distintas. Un grupo es una cantidad de personas que está en el mismo lugar. Un equipo tiene un mismo objetivo. Y funciona coordinadamente. Éramos un equipo de rugby. Y el capitán fue Marcelo Pérez Castillo. Él se quedó en la montaña.
-¿Se peleaban entre ustedes?
-Hubo muchas peleas, pero demoraban un segundo. Lo puteabas y después te dabas cuenta de que tenías que seguir conviviendo con ese tipo que tenías a 60 centímetros. Y ya, decías perdón y seguías.
-¿Y tenían roles?
-Cada uno hacía lo que podía. Yo fui médico solo habiendo estudiado biología celular, estadística y psicología médica. Carlitos Páez rezaba el Rosario y remendaba el avión que se había convertido en refugio. Canessa también era médico conmigo. Cada uno hacía eso para lo que era útil. Los roles aparecían solos. Todos éramos mano de obra al servicio de la comunidad.
En la montaña, fabricaron guantes y lentes oscuros. El 15 de octubre, Roy Alex Harley encontró una radio de transistores entre los restos de la cabina. Junto con Canessa trataron de hacerla funcionar, incluso armaron una antena de más de 20 metros con cables y la cola del avión. Pocos días lograron escuchar transmisiones: escuchaban la comunicación de aviones que pasaban, el canal de radio del diario El Espectador (de Chile) y las charlas de algunos aficionados.
Los primeros días escuchaban noticias sobre la búsqueda del avión extraviado, pero poco a poco los anuncios se tornaban decepcionantes. Encontrar un avión blanco durante las nevadas andinas parecía una tarea imposible. Ahí fue que el equipo escuchó que detendrían la búsqueda.
Para ese entonces, todo escaseaba. Las reservas de alimento del avión se habían terminado y ya habían recurrido a la antropofagia. Particularmente este punto fue muy controvertido dentro del equipo. Se discutió en reiteradas ocasiones antes de hacerlo y hasta el último día. Sobrevivir era el único motor e hicieron todo lo posible para lograrlo. Cuando escucharon que suspenderían la búsqueda hasta el verano, para algunos, los ánimos parecían perdidos.
-En una entrevista, dijo que ese anuncio “fue de las cosas más terribles, pero también lo mejor”. ¿A qué se refería?
-Bueno yo siempre fui autoritario y rebelde. Escuché la noticia y por la noche no pude dormir. Me dijeron que iban a venir cuatro meses después, cuando se derrita la nieve para buscar el avión y los cuerpos. Pero yo no quería ser un cadáver. Fue por eso que la mañana siguiente, sin consultar a nadie, con mocasines y suela de cuero, medias de nylon, pantalón de tela, una camisa y un blazer, decidí subir a la punta de la montaña.
Junto con Numa Turcatti, y Daniel Maspons, tomaron provisiones de carne y el equipo improvisado, y subieron a la cima de la montaña. El objetivo era confirmar la ubicación que el equipo suponía. A partir de eso formularon un plan para llegar a la civilización.
-¿Qué vio cuando llegó a la cima?
-Pensaba que íbamos a encontrar algún espacio verde o algún poblado, pero solo vimos nieve, no encontramos nada más. Cuando volvimos, habíamos perdido 12 kilos, yo quedé ciego por varios días. Los lentes que habíamos construido se habían aflojado y el reflejo de la luz me entró directamente... y la noche casi nos mata. Estuve cuatro días vendado y después nos agarró la avalancha. Fueron siete días de oscuridad absoluta para mí.
El día que regresaron de la primera expedición, una avalancha los golpeó. Murieron ocho personas más. Los que sobrevivieron estaban dentro de la cabina del avión. La nieve los cubrió completamente y por días quedaron atrapados.
-Debe ser desesperante estar enterrado bajo nieve.
-Pero no había nada que no fuera desesperante. Estábamos metros bajo la nieve, rodeados de cadáveres de nuestros amigos y no podíamos salir. Tratamos de estar en silencio, o de hablar despacito y de ver qué se nos podía ocurrir. A los tres días vimos que en una ventana había luz y bueno, la rompimos y trepamos por ahí. Escalé seis metros y saqué la cabeza a la superficie. Yo venía de estar vendado por mucho tiempo y después vi una luz, pero no sabía si era el sol o la luna... se cagaron de risa de mí. Por tres días vivimos como ratas en una cueva, hasta que el hielo se derritió y salimos por atrás del avión. Nuestra historia es una historia de fracasos y errores.
La expedición del rescate
Después de sobrevivir a la avalancha, no hubo otra cosa que hacer más que trazar el plan de escape. Se determinó que Parrado y Canessa, al estar en mejor estado, harían una expedición hacia donde creían que habría algunos poblados. Por varios días se les dio doble ración de carne y usaron la ropa más caliente. El 13 de diciembre, 61 días después de que el avión FAU 571 cayera en la cordillera de los Andes, comenzó la caminata que llevaría a los 16 sobrevivientes uruguayos fuera de la montaña.
-Cuando Canessa y Parrado se fueron en la expedición, ¿cómo fue la espera?
-Yo nunca esperé. Al otro día que se fueron empecé a entrenar para participar en la siguiente expedición. Trataba de hacer pushups: 100, 200 o 300 por día; comía para estar fuerte, y ya podía ver. Estaba más optimista. Confiaba en que ellos iban a llegar, pero igual me preparaba para ser el siguiente en salir en busca de rescate. Además, estábamos haciendo cosas. Había que curar heridos y teníamos que buscar cuerpos porque los habíamos perdido.
Un día, por la mañana, un eco comenzó a escucharse. Los sobrevivientes salieron de la cabina del avión y en el cielo vieron el helicóptero que los rescataría. Dos días antes, Canessa y Parrado habían sido encontrados por un arriero chileno llamado Sergio Catalán. Después de haber reportado a los dos sobrevivientes del accidente, las autoridades chilenas trazaron un plan de rescate y llegaron a dónde quedaban los restos del avión y los 14 rugbiers uruguayos restantes.
La operación de rescate duró dos días. Zerbino decidió pasar una noche más en el avión. Juntó algunas pertenencias de sus compañeros fallecidos y, el 24 de diciembre de 1972, en nochebuena, salió de la montaña.
-¿Qué fue lo primero que pensó cuando vio el helicóptero y supo que volvería a la civilización?
-Bueno, había que salir del avión primero. El helicóptero no llegó con facilidad... Ese es otro de los milagros: una máquina como esa no puede subir semejantes montañas. Ahí solo podían subir los helicópteros Puma.
-Debió ser angustiante.
-No lo veo así. Imaginate que nosotros estábamos rodeados de muerte y estar vivo era un milagro. Le habíamos perdido el miedo a la muerte. Estábamos tratando de vivir y dependíamos de las habilidades del piloto. No había otra cosa para hacer mas que confiar. Apagamos la mente para que no nos atormentara. Yo ya la tengo apagada permanentemente, y solo me permito pensar cuando quiero.
-¿En qué sentido lo dice?
-Que a la mente, yo le doy órdenes. Si quiero que piense, piensa y si no la dejo como está. A la mente había que apagarla porque te decía: “Te vas a morir, es imposible, no te buscan, no tenés comida, tenés frío”. Si escuchás eso, te morís.
-¿Qué hizo su madre cuando regresó a casa?
-Ella no esperó mi regreso. Aún sin saber si yo estaba vivo, tomó un avión, voló a Chile y me esperó donde llegaría el helicóptero. Antes de que yo bajara, ella se metió entre la gente para verme. ¡Estaba ahí! Para que veas que yo no soy así por casualidad. Mi madre está viva porque es igual que yo, o yo soy igual que mi madre. Se llama Susana Estallano. Tenía 50 años cuando aparecí y hoy, con 100 años, ya tuvo en sus manos a dos biznietos. Nunca se enfermó, siempre se mantuvo estoica.
-¿Qué hizo cuando aterrizó en Montevideo?
-Llegué a mi casa, dimos la conferencia de prensa, y al otro día, desde las ocho de la mañana estuve llevando cartas, relojes, cruces, ropa y testimonios de mis amigos a sus familiares. Casa por casa. Esto lo hice por 30 días.
Antes del accidente, los rugbiers del Old Boys Club habían ganado solo un campeonato. El año posterior al rescate, ganaron un nuevo título. Y obtuvieron 12 de los 14 siguientes. “Hicimos cosas muy importantes a nuestro regreso, todo en memoria de nuestros amigos”, asegura Zerbino.
- ¿Ustedes se siguen reuniendo?
- Sí. Nos juntamos el 13 de octubre en la misa, y el 15 también. Además, cada 22 de diciembre nos reunimos todos los sobrevivientes y las familias.
-¿Y qué hacen?
-Festejamos el día que aparecimos. Volvimos 16 y ahora somos más de 130. Hace 20 meses tuve dos nietos, uno el 7 de septiembre [Antonio] y el otro el 8 [León]. Uno uruguayo y otro argentino.
-¿Por qué cree que, después de 50 años, esta historia sigue siendo tan llamativa para la gente ?
-En octubre fui a la cárcel porque hubo un partido de rugby dentro; me conocen hace años ahí. En el momento en el que yo llegué, todos empezaron a aplaudirme porque me aman, porque ven el amor que yo le doy a las cosas que hago. La gratitud es una de las acciones más escasas que veo en la gente, y yo pienso que esto que nos pasó me hizo vivir en ese constante estado de gracia. A la gente le impresiona eso.
-¿Te volviste a subir a un avión?
-Nunca dejé de subirme: entro por el tubo, como, duermo y salgo. Un día venía volando de Europa en una tormenta en la que la gente vomitaba y gritaba. Yo me puse los audífonos y le puse play a los Rolling Stones. Cuando temblaba el avión me puse a bailar como si estuviera en un boliche.
-¿Qué fue lo que más cambió de ti después del accidente?
-Es que soy la misma persona. Soy presidente de una industria farmacéutica, director de un laboratorio, apoyo a la UNICEF, soy operador terapéutico en las divisiones de Rugby, soy padre de seis hijos y tengo dos nietos. Tengo una madre de 100 años que visito a diario. Le doy un beso temprano y antes de dormirme, le doy otro porque no sé si la voy a ver en la mañana. Y así será hasta el día que yo me muera, entonces tienen que hacer una fiesta.
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