En mayo pasado, el juez en lo Criminal y Correccional 27 Alberto Baños sobreseyó a Daniel Alberto Fischberg y Jaime Geiler, dueños del taller clandestino del barrio porteño de Caballito donde en 2006 murieron seis personas en un incendio. Además, ordenó la devolución del espacio a sus dueños. En 2016, a diez años de la tragedia, fueron condenados solo los capataces. En ese entonces, en Revista Brando hablamos con los familiares de las víctimas y reconstruimos cómo se gestó la tragedia y qué pasó después.
***
Son las dos y media de la tarde del 21 de junio y el Tribunal Oral en lo Criminal Nº 5 de la Ciudad de Buenos Aires (TOC) acaba de dictar sentencia. Por primera vez en todo el proceso, la puerta de la sala de audiencias está abierta y se ve el pasillo: parece un andén del subte en hora pico.
Frente a las sillas está el estrado de madera del Tribunal. A la derecha se ubican la querella y el fiscal; a la izquierda, la defensa y dos hombres –Luis Sillerico Condori y Juan Manuel Correa– que acaban de ser condenados a 13 años de cárcel en el juicio por el incendio ocurrido el 30 de marzo de 2006 en el taller textil de Luis Viale 1269, del que eran capataces y en el que murieron Juana Vilca, Wilfredo Mendoza, Elías Carabajal, Rodrigo Carabajal, Luis Quispe y Harry Rodríguez. La condena, sin embargo, no es solo por las muertes, sino por un delito anterior que los jueces entienden que las hizo posibles: la reducción a la servidumbre con fines de explotación laboral de más de 30 costureros y costureras que vivían en el taller con sus hijos. Cuando el presidente del Tribunal termina de leer la sentencia, dos policías se reparten las esposas como si fueran cartas.
–Por favor, desalojen la sala.
Fernando Rodríguez Palma sale con el resto del público. En el incendio del 30 de marzo de 2006 murió su hijo menor, Harry, de 3 años. Tiene el teléfono en la mano, pero se quedó sin crédito y no puede llamar a Sara Gómez Sarmiento, su esposa, que espera noticias en su casa de El Alto, cerca de La Paz, adonde tuvo que volver cuando el juicio oral se extendió más allá de los plazos de su licencia laboral. En el pasillo, Fernando da una conferencia de prensa improvisada para los canales de televisión y dice lo que en estos 10 años repitió cada vez que alguien le puso un micrófono:
–Nunca voy a dejar de decir que aquí los verdaderos responsables también son el Gobierno de la Ciudad con las inspecciones, la policía, Jaime Geiler y Daniel Fischberg, que son los dueños de las marcas –dice en alusión a JD, Loderville y Wol–, y los que económicamente se beneficiaban con unas ganancias tremendas. Nos pagaban 0,50 por cada prenda y los pantalones venían etiquetados con precios de 230. Geiler y Fischberg son los más responsables y vamos a ir por ellos también.
La entrevista termina y Fernando les da la espalda a las cámaras que todavía están encendidas. Ahora sí, con el celular en la mano, y solo por un segundo, él, que siempre está muy serio, se permite llorar.
–El taller de Luis Viale era un típico taller satélite, una práctica común en el sector textil –dice José Montero Bressan, doctor en Geografía e investigador del Conicet especializado en el tema–. Cuando una fábrica llega a un determinado nivel de producción, en vez de mudarse a un lugar más grande y contratar más trabajadores, los dueños agarran un trabajador al que ven más ducho y le ponen un taller.
Las marcas dicen que comercializan lo que producen otros, pero es mentira, no son retailers, son la cabeza de una cadena productiva
Juan Manuel Correa llevaba varios años trabajando para Jaime Geiler y Daniel Fischberg cuando en 2005 le propusieron que abriera un taller. Firmaron un contrato de alquiler por el galpón de Luis Viale 1269/71 y le prestaron plata para que comprara las máquinas. Correa lo llamó a Sillerico, que ya trabajaba para ellos, y lo convenció de asociarse. En Luis Viale trabajaban exclusivamente para Loderville, JD y Wol, las marcas de Damián Fischberg y Javier Geiler. El fallo del TOC N° 5 por primera vez los involucra: la causa deberá volver a un juzgado de instrucción para investigar la responsabilidad de los empresarios.
–En la producción textil, informalidad y formalidad se mezclan completamente –explica Montero Bressan–. Muchas marcas no tienen ni un solo costurero: tienen "fábricas" donde se hace el corte, que necesita buena maquinaria, obreros capacitados y bien pagos, pero la costura la mandan a talleres. Las marcas dicen que "comercializan lo que producen otros", pero es mentira, no son retailers, son la cabeza de una cadena productiva, la que inicia una orden de trabajo, da las especificaciones técnicas y pone el precio. Por eso son responsables.
El 27 de abril, dos meses antes de que el tribunal diera su fallo, Fernando Rodríguez Palma está en el monoambiente de Caballito que les prestaron a él y a Sara para que vivieran con Yair, su hijo más chico, mientras durara el juicio. Dice:
–Para mí no hay ninguna diferencia entre Sillerico y Correa y los demás. Ellos sabían bien en qué condiciones nos tenían ahí, sabían qué podían hacer y qué no podían hacer.
Es mediodía, y mientras Sara prepara milanesas de pollo con arroz, Yair, de 7 años, juega en la computadora. Kevin, de 15, se quedó en Bolivia para no faltar a la escuela. A las 7 de la tarde, los tres irán a una marcha en Páez y Terrada, en el barrio de Flores, donde hace exactamente un año murieron Rodrigo y Adair Rolando Menchaca Mur, de 5 y 10 años, en el taller textil donde trabajaban sus padres y sus tíos.
Fernando y Sara se conocieron en el 94 en las canchas de vóley de El Tejar, un barrio de La Paz. Se gustaron, se hicieron amigos, pero en el 95 Fernando se vino a Buenos Aires a juntar plata para ayudar a sus padres. Aunque estaba lejos de su familia y todavía era chico, fueron años buenos: hacía camisas en la máquina de 9 a 18 y los fines de semana jugaba al fútbol en Parque Avellaneda. Para las fiestas volvía a Bolivia y se quedaba unos meses, hasta que en el 99 se quedó definitivamente y se puso en pareja con Sara. Al año siguiente nació Kevin y en 2002, Harry Douglas. Tres años después, Fernando le propuso a Sara viajar a la Argentina para mejorar su situación económica.
–A la mayoría de los que han venido aquí les había ido bien, entonces vinimos no para quedarnos sino para un año nomás –cuenta Sara en el departamento de Caballito–. Pensábamos: "Vamos a ahorrar, vamos a trabajar y volver para mejorar nuestra condición de vida para nuestros hijos".
Llegaron una madrugrada helada de junio a Liniers y en un remise se fueron hasta Cildañez, un barrio precario cerca del Parque Avellaneda, donde vivían unos familiares políticos de Sara. Fernando traía anotado el teléfono de Edwin, un paisano que tenía un taller. Lo llamó y Edwin les dijo que fueran, que los esperaban, pero decidieron quedarse dos días más en Cildañez para descansar con los chicos. Cuando fueron a lo de Edwin, ya había recibido a otros.
El domingo siguiente fueron a Parque Avellaneda, a los torneos de fútbol de la colectividad boliviana. Ahí Fernando sabía que podía conseguir trabajo, y nomás llegar se cruzó con Luis Sillerico Condori, al que había conocido en un taller la primera vez que estuvo en Buenos Aires. Ahora, Sillerico era tallerista: tenía algunas máquinas en una casa de la calle Juan Agustín García, en Caballito. "Venite –le dijo–, que tengo sociedad con unos argentinos". Esa misma noche dejaron Cildañez, se fueron para el taller y al día siguiente ya estaban trabajando. Al principio fue bueno.
–La casa era grande: había una habitación para cada familia, dos baños con agua caliente y una terraza grande. Teníamos todas las condiciones para vivir con Fernando y nuestros hijos. Pero después entraron costureros nuevos y estaba más lleno.
Mientras sirve las milanesas, Sara recuerda el momento en que las cosas empezaron a cambiar y el alivio que sintieron cuando les dijeron que se iban a mudar a otro lugar más grande, más cómodo. "Ahora van a saber lo que es vivir", les dijeron. Un sábado cargaron las máquinas en un camión de mudazas que más tarde también los llevó a ellos y a las otras familias. Fue todo bastante rápido: el nuevo taller estaba cerca, en Luis Viale 1269/71. Era noviembre de 2005 y desde el principio las cosas ahí anduvieron mal.
La primera vez que Lourdes Hidalgo Luján entró al taller de Luis Viale pensó que era una fábrica. En diciembre de 2005, ella cosía en un taller más pequeño, en Villa Devoto, y cuando bajó el trabajo, su amiga Cristina, con la que compartía una habitación, le ofreció ir a Luis Viale. Cristina ya estaba trabajando ahí con su marido y a veces se quedaba a dormir.
Lourdes empezó a trabajar en Luis Viale los primeros días de enero de 2006. En un comienzo dormía en la habitación que alquilaban con Cristina, y todos los días a las 7 de la mañana cruzaba Plaza Irlanda para ir y a las 11 de la noche para volver. Así trabajó unas semanas, yendo y viniendo por la plaza vacía, hasta que un día le pidió $ 20 a Sillerico, el capataz, y él se los negó. En febrero se quedó sin plata y se tuvo que mudar al taller.
Cuando llegó con sus cosas, Sillerico le dijo que arriba había lugar. El primer piso estaba lleno y él le señaló una escalera precaria que iba a un entrepiso. La ayudaron a subir sus valijas. Lourdes recorrió el espacio con la mirada y no vio nada: era un lugar vacío, con unas divisiones de cartón prensado.
Sillerico subió su cuerpo enorme por la escalera enclenque.
–¿Dónde voy a vivir?
–Hazte de esto –le contestó mientras le alcanzaba un rollo de jean azul.
Con la tela y unas maderas, Lourdes armó su pieza. La hicieron amplia para guardar las cosas de Cristina, que dormía en el primer piso. Se enojó, no le gustó, pero adónde iba a ir.
Con el paso de los días, Lourdes fue conociendo al resto de los costureros que vivían en el taller. Fernando, Sara y sus hijos Harry, de 3 años, y Kevin, de 5, dormían en una cucheta en el primer piso, en una "habitación" de dos por tres hecha con telas y cartón prensado. Sara y Harry en la cama de abajo, Kevin y Fernando en la cama de arriba. Hacían lo posible para que los chicos tuvieran una vida normal: en la semana iban a preescolar y el domingo los llevaban a Plaza Irlanda a jugar. El fin de semana, si habían cobrado algo, caminaban por la avenida Gaona hasta un hipermercado y compraban frutas y yogur que guardaban en la heladera de otra costurera. Cuando volvían de la escuela, Sara los bañaba a los dos juntos en el único baño del taller, que no tenía agua caliente. Y después los llevaba a dormir su siesta arriba, mientras ellos seguían en las máquinas hasta la noche. Cuando Fernando subía a ver cómo estaban, siempre les decía "tápese bien con la sábana". El lugar estaba lleno de mosquitos.
Almorzaban ahí, entre las máquinas, con el polvillo de las telas apestando todo. El menú era siempre el mismo: sopa, papa, carcaza de pollo. Las filas para bañarse duraban hasta la madrugada. A Lourdes una vez la ducha le dio una patada eléctrica. Todas las ventanas tenían rejas, los cables colgaban entre las máquinas. Había 40 en total, aunque el taller estaba habilitado para cinco.
Fernando trabajaba en la recta, una de las siete máquinas que se usan en la confección de un jean. Sara lo ayudaba: es usual que en los talleres los matrimonios trabajen juntos en la misma máquina. Como todos, hacían pantalones para las marcas Loderville, JD y Wol desde las 7 de la mañana hasta la madrugada, cuando los ojos no daban más. Les habían dicho que iban a cobrar 0,70 por prenda, pero los pagos completos nunca llegaban. Fernando y Sara les reclamaban, Lourdes les reclamaba, se querían ir; pero sin plata para un alquiler y en una ciudad extraña, no tenían cómo ni dónde. Según declararía Sillerico en el juicio, los viernes Juan Manuel Correa iba hasta la oficina que Geiler y Fischberg tienen sobre la calle Galicia, a la vuelta del taller, y volvía con plata para "los vales", como les decían a los $ 50 o $ 100 que les pagaban por semana.
Lourdes trabajaba en la máquina de al lado. No eran de charlar entre ellos, no había tiempo. Todo era trabajar, trabajar, trabajar. Se acuerda de Fernando y de Sara como una pareja alegre, joven, siempre ocupada de sus nenes chiquitos. Almorzaban ahí, entre las máquinas, con el polvillo de las telas apestando todo. El menú era siempre el mismo: sopa, papa, carcaza de pollo. Las filas para bañarse duraban hasta la madrugada. A Lourdes una vez la ducha le dio una patada eléctrica. Todas las ventanas tenían rejas, los cables colgaban entre las máquinas. Había 40 en total, aunque el taller estaba habilitado para cinco. No importaba demasiado. Cuando había inspecciones los hacían subir al primer piso. En el taller vivían 64 personas y casi la mitad eran chicos. Algunos no hablaban español, solo aymara. Habían venido directo desde Cantón Cohana, el pueblo en el que nació Sillerico. Nadie estaba registrado.
El jueves 30 de marzo de 2006 a la tarde, Lourdes se quedó arriba porque la máquina de dos agujas que tenía que usar estaba ocupada. La noche anterior había estado hasta muy tarde trabajando con otros costureros y cuando bajó al taller tenía los ojos rojos de sueño. Unos días antes había aprovechado un momento de descanso para pedirle a Juan Manuel Correa que construyeran más baños, y después Sillerico se lo había reprochado. Se tenía que ir; pero si quería cobrar, antes tenía que terminar con el trabajo.
–¿Qué haces acá? Yo te aviso cuando esté desocupada. ¿Por qué te quedaste hasta tarde? Te vas a enfermar. Por qué mejor no subes a mi pieza y yo te aviso –le dijo Cristina cuando la vio bajar. Lourdes subió y, para devolverle el favor, le ordenó la habitación. Barrió un poco y se tiró en la cama a mirar la novela Isaura, la esclava. Los chicos corrían por los pasillos y Juana, otra costurera, descansaba. Abajo, las máquinas metían la misma bulla de siempre y sonaba la radio.
A las 16.45 el televisor se apagó un segundo y se volvió a encender. Pensó que serían los niños jugando, pero después le pareció que entraba un poco de humo.
–¿Qué pasa? ¿Qué están haciendo? –gritó.
Nadie le contestó. Se levantó. Entró más humo. Fue hasta la pieza de Fernando y Sara, que estaba al lado, y corrió la tela que hacía de puerta: adentro ardían la cucheta, los colchones, las "paredes" de jean. Un infierno de humo negro y en el medio Kevin, el hijo mayor de sus compañeros, que zapateaba en silencio entre las llamas. Tenía la mueca del grito, pero no el grito.
–¡Salí! ¡Salí!
Lo agarró de un brazo no sabe cómo. Algo negro se venía encima. Era un televisor, que se estrelló contra el piso y se partió y avivó el fuego. Con Kevin de la mano, bajó corriendo las escaleras.
–¡Está quemando! ¡Está quemando!
La música y el taca-taca de las máquinas de coser le tapaban la voz. Lourdes recordó el matafuegos de la planta baja, pero cuando lo activó, solo escupió una arena blancuzca. Cuando entendieron lo que pasaba, algunos quisieron subir y otros salieron en estampida por la única puerta que daba a la calle. Abrieron la reja, se desparramaron sobre Luis Viale, tocaron timbres y puertas.
–¡Bomberos! ¡Se quema! ¡Se quema!
Lourdes vio a Fernando subir por el mismo lugar por el que había bajado. Iba a buscar a Harry, que dormía arriba. Minutos después lo vio volver solo, expulsado por el fuego y el humo negro que bajaba de la escalera como una ola de brea. Lo vio arrodillarse y lo escuchó gritar. A la voz la tapó el ruido de los vidrios cuando explotaron las ventanas.
Los bomberos tardaron más de una hora en apagar el fuego. Las pericias dijeron que la causa había sido un recalentamiento de los cables por sobrecarga eléctrica, lo que produjo un "efecto joule": energía eléctrica que se transforma en energía calórica. La conexión no aguantó las 40 máquinas y los electrodomésticos. Cuando entraron y se disipó el humo, encontraron seis cuerpos calcinados. Cinco estaban en el fondo del primer piso, contra las ventanas enrejadas.
Esa noche Fernando y Sara se quedaron hasta tarde en la puerta del taller. Esperaban alguna noticia de Harry: si lo habían rescatado, si había muerto, dónde lo habían llevado. A las 3 de la mañana, en la puerta de Luis Viale estaban ellos, las ambulancias y unas carpas que había montado Defensa Civil. Los diarios ya hablaban del "mortal incendio de un taller clandestino en Caballito" y del cuerpo de una pareja de 45 años, aunque más tarde las autopsias revelarían que los muertos eran todos muy jóvenes: Juana Vilca, de 25 y embarazada; Elías Carabajal, de 10; Wilfredo Mendoza, de 15; Rodrigo Carabajal y Luis Quispe, de 4, y Harry Rodríguez Palma, de 3. Todos bolivianos. Pero en ese momento, frente al taller y a horas del incendio, en una noche fresca de otoño en Caballito, Sara y Fernando pensaban que el único que había quedado arriba era Harry y que por eso todos los demás costureros se habían ido y nadie reclamaba. Alguien, no recuerdan quién, los convenció de ir a dormir un rato al Consulado de Bolivia, en Plaza Miserere. Descansaron unas horas, quebrados, desorientados y, cuando se hizo de día, volvieron a Luis Viale con lo único que les había quedado: la ropa que tenían puesta. Y Kevin.
La tarde del 30, mientras el fuego se comía el taller, a Luis Viale habían llegado unas camionetas blancas. Fernando dice que eran otros talleristas de Cantón Cohana, que levantaron a los costureros y los llevaron a la sede de la Asociación Deportiva Altiplano (ADA), donde la colectividad organizaba torneos de fútbol. Por varios días estuvieron ahí todos juntos, los costureros y Sillerico, que también vivía en el taller con su mujer y sus seis hijos. Fernando y Sara seguían dando vueltas por Buenos Aires reclamando el cuerpo de Harry. Vivían en un hogar transitorio que les había dado el gobierno porteño con un subsidio de $ 300.
En la foto que acompaña una nota del diario La Nación del 28 de abril de 2006 se los ve muy jóvenes: Sara vestida con un buzo y jogging negro y una trenza gruesa que le cae sobre un hombro; Fernando con el pelo partido en raya al medio. Parecen dos chicos extraviados, con la cara rota de tristeza. La imagen se la tomaron frente a la puerta de entrada del taller. Con una mano, Fernando sostiene a Kevin y en la otra lleva una carpeta azul. Pedían el cuerpo de Harry para enterrarlo en Bolivia. Habían pasado 29 días del incendio y tardarían 22 más en recuperarlo.
En la cuarta audiencia del juicio, el 2 de mayo pasado, Juan Manuel Correa, el capataz argentino, llegó a Tribunales con un abogado nuevo: Marcelo Biondi, un penalista mediático que se hizo conocido en la televisión cuando defendió a Jorge Mangeri, el portero de edificio condenado por el asesinato de una adolescente. El TOC Nº 5 había aceptado la ampliación del requerimiento de elevación a juicio, y ahora Correa y Sillerico no solo eran juzgados por estrago culposo seguido de muerte, sino también por reducción a la servidumbre. Hasta ese momento, los dos capataces habían compartido abogada.
El 18 de mayo Marcelo Biondi me recibe en su estudio, una oficina austera, con un escritorio de melamina marrón y una sala de reuniones luminosa, a unas seis cuadras del Palacio de Tribunales. Él mismo abre la puerta. Pegadas en la pared, se ven unas hojas A4 con impresiones a color: capturas de pantalla de algunos momentos mediáticos de Biondi: Biondi en el piso de un programa de televisión, Biondi en un móvil, Biondi en primer plano y un videograph que pregunta "¿La estrangularon?".
En un sillón de cuerina marrón está sentado Juan Manuel Correa, con la campera puesta y el teléfono en la mano. Se levanta, saluda y sonríe. Correa, que en 2006 tenía 25 años, dice que nunca había imaginado que pudiera pasar algo así, que él también perdió todo porque se había endeudado para comprar las máquinas. En Luis Viale, él y Sillerico eran capataces con tareas divididas: Sillerico trabajaba en una máquina que hacía cinturas, al fondo del taller, y se encargaba de conseguir los costureros. Él, que además trabajaba en otro taller haciendo el corte, hacía la administración y llevaba el control de cuánto debía cobrar cada costurero por prenda terminada.
Correa niega los cargos: dice que no es cierto que no hubiera matafuegos, que no es cierto que hubiera un solo baño, que estaban construyendo otros, que el taller se había llenado las últimas semanas, que el trabajo en textil es así, "por producción", que ellos, los bolivianos, "trabajan así" y "viven así", que ellos nunca sometieron a nadie y que el incendio no fue por el llamado "efecto joule".
–¿Y entonces por qué fue?
–No sé, un accidente, no hay otra explicación. Prevenimos todo lo que podíamos prevenir.
–Y ahora que pasaron 10 años y que en el taller murieron seis personas, aunque crea que fue un accidente, ¿no haría nada distinto?
–Con una mano en el corazón, no, porque no hice nada malo. Si hoy tuviera que poner un taller, sería lo mismo.
En la novena audiencia, el 26 de mayo, luis sillerico condori pidió ampliar su declaración indagatoria y no admitió preguntas. Ese día, el capataz boliviano dijo que él era "el encargado en Luis Viale, un empleado de Juan Manuel Correa junto con ellos", en referencia a los otros costureros. Dijo también que le ofreció trabajadores peruanos y paraguayos a Correa y que Correa le respondió: "Peruanos y argentinos no me sirven porque no trabajan bien, ustedes los bolivianos trabajan bien".
Sillerico es viudo y tiene ocho hijos y en 2006 llevaba más de 10 años en el país. El día de la sentencia, cuando usó el derecho a declarar unas últimas palabras, les dijo a los jueces que él solo había querido ayudar a sus paisanos, que él también ese día perdió todo. Para demostrar que dependía de Correa y que no conocía las leyes locales, días antes la defensora Norma Bouyssou había dicho en su alegato que Sillerico pensaba que "les daba lo mejor" que "lo que nosotros pensamos que es reducción a la servidumbre, para él era alojar a sus paisanos". "Hay que entender –dijo Bouyssou– su mente, que es bastante primitiva".
–Cuando se dice "son costumbres", se intenta decir que no son situaciones laborales y se los corre del derecho. La cuestión de la cultura es un argumento bien perverso porque muestra esa excepcionalidad por momentos casi como no humana. Cuando se dice "estos tipos son medio bestias, medio salvajes, medio primitivos", todo ese vocabulario revela un inconsciente social casi colonial, totalmente racista –dirá unos días después la socióloga Verónica Gago, que escribió sobre los talleres en su libro La razón neoliberal.
Desde el incendio de 2006 ciertos discursos crecieron alrededor del tema "talleres clandestinos" como crece una enredadera. En general, todos se centraban en una misma idea: que "los bolivianos trabajan así" y "se explotan entre ellos" porque "están acostumbrados". Frente a estos discursos, Gago propone sacar los talleres del gueto y situarlos en un continuum con las marcas, las grandes fábricas textiles y las ferias:
–Lo que hay que entender es que esas condiciones de costura tienen que ver con cómo producen las marcas y no con una ancestralidad boliviana.
Unos días después del incendio, Fernando y Sara hicieron un croquis del taller en tres hojas de carpeta. En una hoja cuadriculada marcaron el lugar que ocupaban las máquinas: 40 en total, cada una representada por un rectángulo verde. En otras dos dibujaron el entrepiso y el segundo piso: cada "habitación" es un cuadrado delineado con tinta azul y adentro, con la letra redondeada de Sara, están escritos los nombres de todos los costureros y sus hijos, 64 en total. Esas hojas viajaron con ellos de Buenos Aires a La Paz cuando volvieron con el cuerpo de Harry a Bolivia, 52 días después del incendio. Y las trajeron con ellos de vuelta en abril, cuando vinieron los dos juntos a la Argentina por primera vez desde 2006.
Como parte del juicio, a principios de mayo se realizó una inspección ocular al taller. Ese día, Sara y Luis llegaron solos. El taller se veía como un lugar petrificado en el tiempo. Recorrerlo 10 años después del incendio era como sumergirse en los restos del Titanic. Los policías encargados de la inspección caminaban haciendo esfuerzos por no caerse: en el pasillo de entrada se acumulaban escombros y, en el ambiente donde se encontraban las máquinas, el piso estaba –seguía– cubierto por montañas de pantalones y retazos de jean. Las sillas delante de las máquinas, pilas de pantalones de jean junto a las mesas de trabajo, todo abandonado en el apuro del fuego. En una oficina, cerca de la entrada, dos plantas artificiales reforzaban el absurdo. Cada dos pasos los policías se arrancaban pedazos de hilos que se les enredaban en los borceguíes.
–Mire usted, qué locura esta instalación –dijo uno, mientras señalaba los cables que colgaban como guirnaldas.
Al fondo, en lo que había sido la cocina, se veía una pava grande de metal y una olla vacía con la marca de donde alguna vez hubo líquido. De una ventana al fondo colgaba una remera chiquita, como puesta a secar. Al lado de una máquina había una mamadera llena hasta la mitad de un líquido naranja que llevaba 10 años de maceración.
Fernando contó las máquinas y confirmó que el croquis era exacto. Se acercó a la que era su mesa de trabajo. Al lado de la máquina, donde las había dejado ese día, estaban las etiquetas de los jeans: la prueba de cuáles eran las marcas para las que trabajaba el taller. Con su celular, les sacó una foto. De ese lugar él se levantó corriendo el 30 de marzo de 2006 cuando Lourdes y Flora, la cocinera, empezaron a gritar.
–¡Está quemando! ¡Está quemando!
Después todo cambió para siempre.
El fallo
Luis Sillerico Condori y Juan Manuel Correa fueron declarados coautores del delito de reducción a la servidumbre en concurso ideal con estrago culposo seguido de muerte. El fallo de los jueces Rafael Alejandro Oliden, Fátima Ruiz López y Adrián Pérez Lance, del Tribunal Oral en lo Criminal Nº 5, es la primera condena con pena efectiva que obtiene la querella desde que comenzó el proceso, que incluyó dos juicios abreviados en otros dos TOC, el 23 y el 17. En ambos casos, la Cámara de Casación respondió a favor de la apelación de Fernando Rodríguez Palma y Sara Gómez Sarmiento y el juicio oral comenzó el 18 de abril, 10 años y 18 días después del incendio.
En mayo, el juez Alberto Baños sobreseyó a Daniel Alberto Fischberg y Jaime Geiler, dueños de las máquinas y del inmueble donde funcionaba el taller clandestino. Según su fallo, no se pudo probar que supieran las condiciones de producción del lugar. Sin embargo, según declaraciones de testigos en el juicio, Fischberg solía visitar el taller, hecho que Baños no tuvo en cuenta. Además, ordenó la restitución del inmueble.
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