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Miguel Ángel Cárcano, apasionado hombre de campo, se convirtió en abogado y luego en diplomático argentino. Durante su servicio como embajador estuvo a punto de perder su vida durante los bombardeos que noche a noche se abatían sobre Londres, en 1942.
Fue una visión que lo conmovió, pocos minutos antes de transitar una calle que ahora solo era pilas de escombros y llamas. Escuchó las sirenas antiaéreas y luego el silbido de las bombas lanzadas por los alemanes que descendieron atravesando las nubes. Una dio de lleno sobre una confitería que se había convertido en el punto de reunión de tropas de licencia y sus novias. Cárcano se acercó a un bombero abocado al rescate y le pregunto si podía ayudar. “Nada que hacer, la explosión los mato a todos. Murieron mientras bailaban”, le respondió.
Cárcano noche a noche vivenció en carne propia los efectos del blitz, la campaña de bombardeo sostenido sobre el Reino Unido por parte de la Alemania nazi. Lo más peligroso ocurrió cuando una bomba alemana cayó en el exterior de la embajada Argentina, explotó y provoco un cráter en el jardín y dejó también sus huellas de destrucción en la fachada exterior. Ventanas rotas, vidrios rotos... Las esquirlas se encargaron de lacerar esa pequeña porción de Argentina pero, afortunadamente, no alcanzaron a ningún humano.
Al enterarse del suceso, el primer Ministro Winston Churchill envío trabajadores a reparar el inmueble. Su gesto estaba cargado de agradecimiento: la Argentina era uno de los pocos países que mantenía su embajador en Londres y su edificio abierto. La mayor parte de las misiones diplomáticas habían abandonado la capital inglesa por temor a los bombardeos.
A Cárcano, que además era un historiador por naturaleza, le atrajo Londres. Cierta noche, al finalizar sus actividades, mientras caminaba prácticamente a ciegas debido a las medidas de oscurecimiento, al cruzar el Hotel Ritz escuchó un coro que cantaba alegres melodías que le sonaron familiares. Pero de pronto fue sorprendido por las estrofas del Himno Nacional Argentino. Apremiado por su curiosidad, Cárcano apuró sus pasos hacia las voces que cantaban en coro y los saludó con un contundente y agradecido: “¡Viva la patria!”.
Al unísono, el estruendoso coro le respondió: “¡Viva la Patria!”.
Cárcano detuvo la marcha, se acercó a los muchachos cantores y, sin poder contener la curiosidad, les preguntó: “¿Ustedes quiénes son?”.
Las voces, todavía anónimas, contestaron: “Somos voluntarios argentinos en las fuerzas aliadas”. Y se replicó en ellos la misma pregunta: ¿Y usted quién es?”.
Cárcano, orgulloso de haberlos encontrado, les contestó: “Yo soy su embajador”.
Una emoción desbordada entre los combatientes argentinos y Cárcano selló un pacto de afecto que trascendió la guerra. La efusividad de los jóvenes y su alegría respetuosa se manifestó de inmediato cuando insistentemente lo quisieron acompañaron hasta su hogar. Cárcano no pudo rechazarlo.
Durante el camino, el embajador los interrogó: “¿Y por qué no van a la embajada?”.
Otra vez, como un coro, los muchachos contestaron: “Porque es neutral”.
Cárcano los invitó a que, desde el día siguiente, visitaran regularmente la embajada. Les dijo que era su hogar y que los aceptaría con mucho gusto, aunque les puso una condición: debían bordar en sus uniformes, sobre los hombros, la palabra “Argentina”. Así mostrarían al mundo, con mucho orgullo, su procedencia.
Al día siguiente, algunos de aquellos jóvenes rostros pisaron la Embajada Argentina en Londres por primera vez. Se presentaron como invitados del doctor Miguel Cárcano.
Recién ahí conocieron parte de la historia de su anfitrión. Se enteraron que Cárcano nació en Córdoba, el 18 de julio de 1889. Apasionado por la vida rural, vivió a orillas de Río Tercero y se convirtió en arriero. Le gustaba explorar los campos de La Herradura, cerca de Villa María, buscando restos del combate entre los caudillos Estanislao López y Juan Bautista Bustos, acaecido en febrero de 1819. Todavía brotaban del suelo sables, espuelas y cartuchos... Cárcano sentía que rescataba parte del acervo histórico en Córdoba.
Ya como embajador, había visto la caída y la ocupación de Francia. Fue enviado a Londres en 1942, donde encontró un ambiente completamente diferente. Se palpaba en el aire la necesidad de resistir a cualquier costo y eso se le hizo carne cuando tomó contacto con los voluntarios argentinos. Pensó en ellos, lejos de sus afectos y sus hogares, que habían dejado todo por la causa aliada...
Cárcano logró acercarlos a su patria. La Embajada Argentina abrió sus puertas por primera vez a los voluntarios argentinos el 25 de mayo durante 1942. Él mismo grabó la fecha y su emoción en su libro La Fortaleza de Europa: “La bandera está al tope del mástil de la embajada y en el hombro del uniforme de nuestros voluntarios leo la palabra Argentina”.
Las sociedad entre la embajada y los voluntarios no terminó en aquél acto. Cárcano tomó el control del Club Argentino en Londres y creó un sector de esparcimiento para los jóvenes combatientes criollos en sus días de licencia.
El 7 de octubre de 1942 una noticia conmocionó al Dr. Cárcano: el buque a vapor Andalucia Star que transportaba voluntarios para la guerra desde Buenos Aires, que iba cubriendo la ruta entre Freetown y Liverpool, fue torpedeado en el Atlántico por el submarino alemán U-107. La acción provocó 4 muertes y dejó 248 náufragos en alta mar. La bandera argentina que llevaban los voluntarios fue rescatada antes de ser engullida por el buque en su descenso al fondo del mar.
Cárcano se encargó de los sobrevivientes a su llegada a Liverpool. Días más tarde, ellos viajaron a Londres. Allí Harry Baker, uno de los náufragos sobrevivientes y ahora voluntario en la RAF, le entregó la bandera al embajador quien los agasajo con un coctel de bienvenida. Además, les solicitó que firmaran la bandera para la posteridad. La bandera se conservó y aún existe: se encuentra en el Regimiento 14 del Ejército Argentino en la Calera Córdoba, sitio en el que Harry Stephen Baker había servido como conscripto antes de marchar como voluntario a la Segunda Guerra Mundial.
Cárcano recordaría la ocasión junto a ellos: “Abundan los brindis patrióticos y las confidencias sentimentales. Uno de los voluntarios recién llegado a Londres se empeña en sumarse a la Royal Air Force como artillero aéreo. Le pregunto: ‘¿Sabe que su término medio de su vida es de siete semanas?’. Él me contesta: ‘Sí, señor embajador, pero yo desearía ser un artillero’. Admiro la insistencia, su entusiasmo cubre todos los riesgos, nuestros voluntarios provienen de históricos colegios en Argentina”.
El 9 de julio de 1943 ocurrió un hecho fortuito que involucró al doctor Cárcano y al Primer Ministro Winston Churchill. Esa noche los voluntarios argentinos se habían reunido para celebrar la fecha patria. Sin distinción de rango, hombres y mujeres se dieron cita en One Hamilton Place que por ese entonces era conocido como La Casa del Voluntario Sudamericano (S.A.V.H).
Los argentinos enrolados en las fuerzas aliadas podían alojarse allí por cinco chelines la noche, con desayuno incluido. El comedor principal estaba decorado con pinturas de Florencio Molina Campos. El menú habitual eran pastas o arroz acompañado con algo de pollo. Los fines de semana el comedor estaba a tope, pues servían el menú más deseado por las tropas argentinas: puré, bifes y milanesas. Algunas de las condiciones que impusieron los propios voluntarios argentinos antes de convertir al edificio en su hogar londinense fue que allí solo se hablara castellano y que aceptaran también a voluntarios de otros países de Sudamérica.
Un gramófono enviado desde Argentina con sus discos de pasta musicalizaba las veladas con zambas, gatos y tangos. Eran los propios voluntarios quienes tenían a su cargo la selección musical siendo el DJ más recordado el jujeño John Linton Easdale, instructor de vuelo en la RAF.
En la recordada noche del 9 de julio de 1943, la casa desbordó de argentinos con permisos de licencia que servían en la aviación, la marina y el ejército. Las mujeres voluntarias argentinas que prestaban servicio en diferentes ramas de las fuerzas también consiguieron permisos de salida.
Luego de la cena, hubo baile... y la fiesta se puso ruidosa. Lo que nadie sabía era que en una casa contigua descansaba Winston Churchill. No era su residencia oficial, por supuesto, pero sí una casa segura que solía frecuentar de incognito. La utilizaba, mayormente, para pernoctar. Esa noche, entre tangos y folclore, Churchill no pudo conciliar el sueño. Visiblemente molesto le ordenó a uno de los guardias que lo acompañaban que fuese a ver qué ocurría con los vecinos y que, de alguna manera, apaciguara la fiesta.
Minutos más tarde, el guardia regresó estupefacto con una noticia que sorprendió al primer ministro. Informó, sin vueltas, que no entendía qué sucedía al lado. Dijo que ninguno de los vecinos hablaba inglés, que había soldados mezclados con suboficiales y oficiales de diferentes unidades que parecían tratarse de igual a igual... Y “lo peor”, insistió, era que la mayoría bailaban con las jóvenes mujeres también de uniforme danzas extrañas. “Algunas llevaban su cabello con una doble trenza y movían en alto con sus manos pañuelos blancos”, describió.
Churchill, sorprendido por la respuesta, se cambió y se dirigió al lugar para averiguar personalmente qué estaba ocurriendo. Golpeó la puerta y al abrirse una ola de coros y compases criollos sorprendieron al Primer Ministro con un espectáculo que jamás hubiese imaginado. Ingresó al lugar mezclándose con los jóvenes que seguían zapateando hasta que la música se detuvo y los presentes quedaron observando en el centro del salón lo impensado: Churchill presente en los festejos de un 9 de julio.
Preguntó en inglés quien era el oficial de mayor graduación y luego lo interrogó sobre qué era todo eso. Dijo que quería una explicación “inmediata”. El oficial argentino de mayor graduación se disculpó por los ruidos ocasionados y explicó en perfecto inglés el motivo del festejo. Churchill observó sus pies y vio que no llevaba los zapatos de servicio, sino un calzado que él desconocía. El Primer Ministro lo interrogó sobre el extraño calzado y contestó: “Alpargatas, Mr. Minister”.
La visita duró solo unos minutos. Antes de partir, Churchill autorizó que continuaran con el festejo. Estrechó las manos de varios soldados, les deseó suerte y se dirigió hacia la puerta. Antes de cruzar el umbral, pareció arrepentido. Se dio vuelta y les informó que averiguaría si era cierto que eran argentinos y luego se retiró.
Días más tarde el embajador Miguel Ángel Cárcano -cultor de las ideas de Juan Bautista Alberdi- se presentó ante Churchill junto a su secretario Ricardo Siri para informarle sobre la presencia de más de cuatro mil argentinos enrolados en diferentes fuerzas.
El Primer Ministro británico le expresó su agradecimiento por los argentinos que combatían, consciente de que cada participación era una cruzada personal.
Cada vez que un argentino era condecorado en el Palacio de Buckingham, el doctor Cárcano asistía con ellos representando al país. Su vasta actividad como diplomático no solo abarcó el período de la Segunda Guerra Mundial: también se destacó en la crisis de los misiles en Cuba como asesor. Sus intereses lo llevaron a presidir la Academia Nacional de Historia, de Letras, Agronomía y Veterinaria entre otras. También fue colaborador del diario LA NACION destacándose por su vibrante pluma. Continuaría su labor como eje de consulta en los canales diplomáticos y regresaría al centro de la escena como ministro de Relaciones Exteriores durante la presidencia del Dr. Arturo Frondizi.
Miguel Ángel Cárcano dejó testimonio de su vida y su carrera en ocho obras publicadas, entre ellas La Fortaleza de Europa. También en la memoria de esos jóvenes anónimos que entre noches de bombardeo esperaban el momento de reunirse para recordar su tierra y, en los 9 de julio, unirse en un solo grito: ¡Viva la Patria!
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