Hace 80 años moría uno de los más grandes autores argentinos, que solía presentarse en sociedad como “un inventor que escribe”
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En una fría mañana de hace 80 años, el 26 de julio de 1942, moría en una pensión de Belgrano Roberto Arlt, el enfant terrible de la literatura argentina, el escritor y periodista que irrumpió en la convulsionada sociedad de los años 30 para retratar a puro talento a los personajes más representativos de los rincones de Buenos Aires. El que se consideraba más inventor que escritor y soñaba con crear rosas de cobre y medias de mujer irrompibles que nunca funcionaban. El que tuvo una vida tortuosa y apasionante, con el vértigo de una montaña rusa. En fin, una de las personalidades más impactantes de nuestra historia.
De fábulas y datos
Tantas veces fabuló o directamente mintió en sus declaraciones, que no se sabe bien qué es cierto y qué no. Hay datos confusos sobre la fecha de su nacimiento, sus estudios, si lo echaron o no de la escuela, sus dos matrimonios… Él mismo se encargó de hacer circular datos erróneos o contradictorios.
Podríamos afirmar, sin embargo, algunas cuestiones más o menos certeras, como que provenía de una familia humilde de inmigrantes (padre alemán, Karl Arlt, y madre de Trieste, Ekatherine Iobstraivitzer, a la que él llamaba Vecha) y que nació un 26 de abril de 1900 en el barrio de Flores. Ya de muy chico tenía una imaginación desbordante, soñaba con ser pirata o inventor y era un lector voraz de novelas de aventuras y de autores como Dostoievski y Baudelaire. Dejó la escuela al terminar quinto grado (¿acaso expulsado?) y cuando cumplió 16 años se peleó con el padre, se fue de la casa y empezó a deambular por la vida empleándose como aprendiz de mecánico, dependiente de librería, hojalatero y un montón de etcéteras.
Enseguida llegó la literatura. En 1918 publica su primer cuento, Jehová y, acto seguido, comienza la escritura de su primera novela. En 1925, junto a su amigo Conrado Nalé Roxlo, visitan al poeta Ricardo Güiraldes, que por esos días estaba escribiendo Don Segundo Sombra. Arlt le mostró su novela y Güiraldes, además de contratarlo como secretario, le sugirió cambiarle el título (Arlt le había puesto La vida puerca y él propuso El juguete rabioso). También lo convenció de presentarse a un concurso, en el que la novela terminó premiada. A esta gran obra le seguirían más adelante sus otras dos novelas icónicas: Los siete locos (1929) y su continuación, Los lanzallamas (1931), obras maestras producidas en paralelo con su labor como periodista y escritas íntegramente en medio de redacciones ruidosas y llenas de gente, en los momentos que le robaba a la obligación de la columna cotidiana. ¿Cómo hacía? Alguien alguna vez lo llamó “un animal de la escritura”.
Antes, en 1921, se había trasladado a Córdoba para cumplir el servicio militar. Allí se casó por primera vez, con Carmen Antinucci, y allí nació también su hija Mirta (más abajo abordaremos los amores de Arlt, tema que merece un libro aparte, lleno de detalles imperdibles). Por ahora digamos que a poco de regresar a Buenos Aires, comenzó a colaborar en la revista humorística Don Goyo, dirigida por Nalé Roxlo, y en 1927 pasó a trabajar en el diario Crítica como encargado de la columna de policiales. Al año siguiente ingresó como columnista al diario El Mundo, donde publicaría varios de sus cuentos y sus Aguafuertes porteñas, una extraordinaria pintura de la Argentina de los años 30, donde le dio voz no solo a obreros, oficinistas, mujeres que leen novelas rosas en el tranvía y amigos del café y el box, sino también a trabajadores explotados, rufianes, prostitutas y borrachos, quienes a través de la pluma de Arlt pudieron expresar sus sueños, deseos y fantasmas en la jerga entrañable de las clases marginales porteñas: el lunfardo… “Esta ciudad tiene materiales vivientes para confeccionar todo género de locuras”, escribió una vez.
A partir de 1930, Arlt comenzará a incursionar en el teatro (300 millones, Saverio el cruel y El fabricante de fantasmas, entre muchas otras) y las Aguafuertes conocerán mundo de la mano de sus viajes: publicará sucesivamente sus Aguafuertes uruguayas, gallegas, asturianas, madrileñas, africanas, etc. Se dice que El Mundo se vendía casi exclusivamente gracias a estas piezas de antología.
Un inventor que escribe
“Yo no soy un escritor que inventa, soy un inventor que escribe”, repetía siempre. En efecto, mientras se trataba de ganar la vida como periodista, escritor y dramaturgo, lo que realmente desvelaba a Arlt era su deseo de inventar objetos y herramientas que hicieran la vida cotidiana más práctica y fantástica. También, convengamos, buscaba “salvarse”, pegar un batacazo que lo hiciera rico y exitoso de la noche a la mañana.
Para su disgusto, casi todas sus ideas pasaron a la historia como proyectos disparatados que solo le hicieron perder plata o, en el peor de los casos, como experimentos que casi terminan en desgracia. Sus vecinos de Lanús, donde llegó a instalar un laboratorio, lo conocían como el inventor excéntrico del barrio y lo ayudaban a descargar los insumos para las pruebas, a pesar de que más de una vez generó pequeños incendios o explosiones que, por fortuna, no pasaron a mayores.
Uno de sus proyectos más conocidos fue la invención de medias de mujer que no se corrieran. Patentó esta idea en 1934 como “sistema de galvanización de medias” e instaló con el actor Pascual Naccaratti el laboratorio de Lanús, en un cuarto de chapa y madera al fondo de un gran terreno. Allí probó infinitos tipos de goma líquida y látex sobre las piernas de varios maniquíes para intentar recubrir la superficie interna de las medias con una película de goma sólida, suficientemente resistente como para mantener adheridos los hilos de la malla y suficientemente delgada como para ser tan transparente como la misma malla.
No funcionó. Sus medias, con esas capas de caucho y goma en el talón y las puntas, eran rígidas y toscas. Un desastre, pero él no se dio por vencido. De hecho, pocos meses antes de su muerte, le escribió a su hija Mirta: “Te mando aquí un pedazo arrancado de una media tratada con mi procedimiento. Te darás cuenta que sacándole el brillo a la goma (me van a entregar ahora una goma sin brillo ni tacto como el que tiene esta) el asunto es perfecto. Tendrán que usar mis medias o andar sin medias en invierno (…) Todos los días trabajo en esto para ponerlo a punto industrialmente y ya faltan muy pocos detalles”.
Otros de sus inventos frustrados fueron un calendario perpetuo (nadie logró entenderlo aunque este también fue patentado), una máquina para prensar ladrillos, un sanatorio monumental para tuberculosos que falló porque nunca consiguió inversores… Arlt incorporaba también sus sueños de inventor en los libros: Silvio Astier, protagonista de El juguete rabioso, inventa un señalador automático de estrellas fugaces y una máquina de escribir que registra lo que se le dicta. Erdosain, en Los siete locos, imagina objetos como rosas de cobre, puños de camisa metálicos y tintorerías para perros.
Dos amores
Una noche de 1920, mientras cumplía con el servicio militar en Córdoba, Arlt conoció en el cine a las hermanas Antinucci y quedó prendado de una de ellas, la bella e introvertida Carmen, cuatro años mayor que él. Se casaron el 31 de mayo de 1921 a pesar de la resistencia de la madre de la joven y de la inestabilidad emocional antológica del escritor, que para esa altura ya no estaba tan entusiasmado.
Lo cierto es que el novio recibió una dote de 25 mil pesos y la pareja anduvo a los tumbos durante unos años, entre peleas y reconciliaciones. En el medio, la mala noticia fue la tuberculosis de Carmen que iba minando su salud, y la buena el nacimiento en 1923 de Mirta Electra en la ciudad de Cosquín, la hija que trajo una etapa de sosiego y felicidad al matrimonio, aunque fugaz.
Distanciado de su esposa y enemistado con su familia política, Arlt regresó a Buenos Aires y se instaló en la casa de sus padres hasta comprar con los últimos pesos de la dote un terreno en la calle Lascano de Villa Devoto. Por esa época comenzó a trabajar en periodismo.
Carmen murió en 1940, pero ya hacía una eternidad que vivían separados. Los últimos años de su vida, en realidad, Arlt los compartió con Elisabeth Shine, secretaria de Haynes (la editorial del diario El mundo), quien relató con lujo de detalles su deliciosa historia con el escritor en una entrevista que le hicieron en 1999, cuando tenía 86 años y estaba internada en un hogar para ancianos. Shine contó que el romance comenzó el sábado 20 de mayo de 1939, cuando al salir de la editorial se lo encontró a Arlt, a quien había visto un par de veces, esperándola en la puerta. Él la acompañó hasta su casa de Núñez, al día siguiente la invitó a pasear por San Isidro y ahí nomás le confesó que estaba enamorado de ella: “Por fin te encuentro –le dijo-. Hoy es domingo, los tribunales están cerrados, pero mañana hablo con el abogado para que pida mi divorcio”. Así comenzó una relación muy tormentosa que duró hasta la muerte del escritor.
Se casaron el 25 de mayo de 1940 en Pando, Uruguay. El único testigo fue un extravagante amigo de Arlt, un tal García Quevedo, vasco separatista que dormía envuelto en la bandera vasca por si lo sorprendía la muerte. La boda fue secreta por dos motivos: el jefe de Elisabeth la había amenazado con echarla si se casaba con ese periodista de carácter poco confiable, y su madre directamente la amenazó con ahorcarse si se unía a ese “desaforado que venía a las tres de la mañana a tocar el timbre”.
“Nos queríamos y al mismo tiempo nos rechazábamos. Los dos éramos terriblemente celosos”, contó Elisabeth y agregó: “Sufríamos mucho, él quería olvidarme, yo también, pero no podíamos estar separados”. Él, por su parte, le escribía a su hija: “Elisabeth y yo, como siempre, lágrimas y sonrisas, besos y patadas”. Vivieron en muchas pensiones, siempre en Belgrano, pero de varias los echaron por miedo a sus inventos: de hecho, la dueña alemana de una pensión de la calle Pampa y Vidal los desalojó porque le tenía miedo al tubo de oxígeno que Arlt guardaba en la casa.
El último capítulo
Contaba también Elisabeth que Arlt tenía pesadillas espantosas y dormía con la luz prendida. Sufría también de problemas cardíacos y dolores de estómago frecuentes. Después de una internación, le habían recetado inyecciones (que él decía que se hacía aplicar en la farmacia del Círculo de la Prensa) pero después de su muerte las encontraron completas y sin usar en un cajón de su escritorio.
Murió el domingo 26 de julio de 1942 en una pensión de la calle Olazábal. La noche anterior había ido a votar al Círculo de la Prensa y conversó con varios colegas. El escritor y periodista César Tiempo contó que en un momento de la noche Arlt le dijo, casi como una premonición: “¡Cuidado con la tristeza! Es un vicio”. Luego salió del Círculo, pasó por el teatro del Pueblo, donde se representaba La mandrágora de Maquiavelo, y finalmente se tomó el tranvía para Belgrano.
Ese domingo, Roberto Arlt y Elisabeth, que estaba embarazada de seis meses, se despertaron a las 9 y empezaron a conversar sobre el bebé en camino. Él estaba contento, pensaba que iba a ser una nena y quería llamarla Gema. En un momento Elisabeth le preguntó la hora y él contestó “no sé”. Fue lo último que dijo antes de sufrir un ataque cardíaco. Murió esa misma mañana sin llegar a conocer a su hijo, que fue varón y nació el 19 de octubre: se llamó Roberto.
Tal como él lo había pedido, el cadáver de Arlt fue cremado y sus cenizas esparcidas en el río.
Lo sobrevivieron varias controversias sobre su vida, sus valores literarios y la negación a la que lo sometió la crítica hasta mediados de los años cincuenta. Luego, sí, llegó su reivindicación como uno de los más grandes escritores argentinos de la historia y el reconocimiento de la profunda huella que ha dejado en la novelística nacional. Ricardo Piglia escribe en su libro Respiración artificial: “Arlt empieza de nuevo: es el único escritor verdaderamente moderno que produjo la literatura argentina del siglo XX”.
Se lo ha comparado con Borges (el escritor culto y refinado versus el marginal y de pueblo) para concluir que Arlt “escribía mal”, y aquí salta nuevamente Piglia para afirmar: “Escribía mal: pero en el sentido moral de la palabra. La suya es una mala escritura, una escritura perversa (…) es el Pibe Cabeza de la literatura (…) destruye todo lo que durante cincuenta años se había entendido por escribir bien en esta descolorida república”.
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