Por estos días se cumplen 50 años de las muertes de Jimi Hendrix y Janis Joplin, en 1970, significativas señales de alarma para un movimiento cultural que a partir de los excesos estaría habituado a coquetear con la tragedia.
El 3 de febrero de 1959 el mundo del entretenimiento se vio conmocionado por la noticia de que una avioneta se había estrellado en Mason City, Iowa. Tres de los cuatro ocupantes eran estrellas del movimiento musical que había irrumpido para espabilar a los jóvenes y preocupar a los padres: el rock and roll. Buddy Holly (23 años), Ritchie Valens (17) y The Big Bopper (29) murieron en el trágico suceso que en 1971 el cantautor Don McLean retrató en la balada folk "American Pie" como el día que la música murió. Holly era la gran estrella del momento, Valens había irrumpido con su versión de "La Bamba" y The Big Bopper vivía de un hit algo lejano, pero se mantenía en el candelero. La muerte de las figuras populares siempre golpean con más fuerza cuando ocurren en su juventud, en el momento de esplendor artístico.
En 1970 ya languidecían los sueños de amor y paz que pregonaba el movimiento hippie. Los crímenes de Manson, la Guerra de Vietnam, la proliferación de drogas en mal estado y una violencia creciente doblaban el brazo de una generación que había hecho lo imposible para cambiar el mundo. En cuanto a lo musical, el rock se había establecido sobre todo como movimiento contracultural que aglutinaba gente de las artes, intelectuales y freaks de todo tipo, mucho más que un simple género musical. La muerte de Brian Jones, ahogado en una piscina inglesa pocas semanas después de haber sido excluido de los Rolling Stones, había sido un signo de alarma.
En cuanto a las drogas recreativas, el éxito del LSD motorizó la experimentación artística pero también dejó un tendal a su paso. Brian Jones fue uno de los más notables, aunque también se pueden contar los casos de Syd Barrett, despedido de Pink Floyd por su estado mental, o Peter Green, el alma blusera de Fleetwood Mac, que debió dejar la banda tras una pésima experiencia lisérgica en Alemania. Y también flotaba la sombra de la heroína, la viuda negra de muchos músicos de jazz.
El final de los 60 como concepto de revolución cultural estaba a la vuelta de la esquina: el primer golpe de ese año lo marcó la separación de los Beatles. El segundo, sin duda, fue cuando el 18 de septiembre de 1970, Jimi Hendrix, el dios de la guitarra eléctrica, fue encontrado muerto en un hotel de Londres, atiborrado de Vesparax (un tranquilizante muy potente) y vino tinto. Habían pasado apenas cuatro años desde que ese ignoto muchacho de pelo revuelto había desembarcado a probar suerte en pleno Swinging London de la mano de Chas Chandler, exbajista de The Animals y manager en ciernes. En el medio, tres discos de estudio, la adoración unánime de sus colegas y, sobre todo, la refundación de la guitarra eléctrica a partir de su virtuosismo, su temeridad y su sentido del espectáculo, a lo que en suelo británico le agregó un apego por la estética (ropa, peinados). Hasta la llegada de Hendrix, Londres tenía a sus dioses de la guitarra: Clapton (en primer lugar), Jeff Beck, Alvin Lee, Pete Townshend.
Hendrix voló todo por los aires.
Que le presentaran a Clapton había sido una condición de Hendrix para aceptar el viaje iniciático a Londres. El 4 de octubre de 1966, ocho días después de su llegada a Inglaterra, Hendrix concurrió a un concierto de Cream en el Polytechnic. Cream era la banda del momento y Clapton, según las pintadas callejeras londinenses, era Dios. En el entreacto, Chandler le pidió al grupo si Hendrix podía subir a tocar un tema con ellos. Aceptaron sorprendidos. Lo que siguió fue uno de los capítulos esenciales en la historia del rock. Ejecutaron "Killing Floor", pero por capricho de Hendrix tuvieron que hacerlo a la velocidad de la luz. Hendrix no se ahorró ninguno de sus trucos: tocó la guitarra con los dientes, por detrás de la cabeza, tirado en el suelo… "No era simple pirotecnia, era asombroso. Estaba claro que Jimi iba convertirse en una gran estrella", confiesa Clapton en su autobiografía, donde lo define con las mismas palabras que uno de sus compañeros de Cream, el bajista Jack Bruce: "Era una fuerza de la naturaleza".
Uno de los asistentes a ese concierto fue Nick Mason, baterista de la incipiente banda Pink Floyd: "Aquella noche fue el momento en que supe que quería hacer música de manera apropiada", reflexiona en su libro biográfico Dentro de Pink Floyd.
"Fue algo sobrecogedor, como un encuentro con extraterrestres", recuerda Andy Summers, sobre la primera vez que vio a Hendrix en vivo. "Era consciente de que estaba presenciando el nacimiento de un nuevo animal que sacudiría el mundo de la música", relata quien luego brillaría como guitarrista The Police en su libro de memorias El tren que no perdí.
Pete Townshend, que desde la guitarra de los Who venía abriendo terreno en eso de llevar lo performático al límite de lo salvaje, también cayó rendido a sus pies, según cuenta en Who I Am, su autobiografía: "Hasta cierto punto, las actuaciones de Jimi eran deudoras de las mías –el acople, la distorsión, la teatralidad escénica–, pero su genio artístico radicaba en el sonido que había creado él mismo: soul psicodélico, o lo que yo llamo blues impresionista".
"Una noche me confesó que odiaba su voz, que no se soportaba cantando y que solo quería tocar –cuenta Ron Wood en Memorias de un Rolling Stone, y que fue compañero de casa de Hendrix cuando apenas había llegado a Londres–. Pero a mí me tenía totalmente fascinado".
Neblina púrpura
Hendrix no había sido profeta en su tierra. Como les ocurrió a los bluseros afroamericanos de generaciones anteriores, el buen gusto británico le abrió las puertas para el reconocimiento. Cuando volvió a los Estados Unidos, ya era una estrella. Y sus participaciones en los festivales multitudinarios (Woodstock, Monterey, Isla de Wight) simbolizaron la epítome de la ola psicodélica y furiosa que había hecho eclosión en la cultura rock de los 60.
Pero así como el reconocimiento fue in crescendo, algo en su interior se fue resquebrajando a la velocidad de sus solos. Las presiones de la industria requerían de vías de escape. Las drogas y las relaciones amorosas se multiplicaron. A medida que el consumo se transformó en algo habitual, la palabra "muerte" sonaba cada vez más seguido en sus alocuciones, ora enigmáticas, ora producto de desvaríos. Para 1970, le había comentado a la periodista danesa Anne Bjorndal que posiblemente no llegara a cumplir 28 años.
Su última gira por Suecia, Dinamarca y Alemania, a fines del verano europeo, fue un completo desastre, coronado por una actuación en el Love And Peace Festival, en la isla alemana de Fehmarn. Allí, llegó tarde, fue abucheado e insultó al público (un ingrediente más en un panorama caótico: la facción alemana de los Hells Angels hizo estragos en el lugar).
A su regreso a Londres, Hendrix colisionó con varias de sus amantes, perdió a su bajista, Billy Cox, al borde la locura por efecto de las drogas (se volvió a EE.UU.), dio alguna entrevista en la que deliraba en sus respuestas y se reencontró con una mujer. Monika Dannemann era alemana, tenía 25 años y patinaba sobre hielo.
Con ella pasó la última semana de vida, con ella pasó la noche de su misteriosa muerte. En un apartamento del Samarkand Hotel, en Notting Hill, Monika no pudo despertarlo la mañana del 18 de septiembre de 1970. Desesperada, llamó al músico Eric Burdon, que fue el primero en determinar que Jimi estaba muerto. Burdon limpió la casa de drogas antes de que llegara la ambulancia y luego tanto él como Monika se marcharon. Cuando llegó la ambulancia, el cadáver de Hendrix había quedado solo.
A los pocos días, Burdon dio una entrevista en la BBC en la que abonaba la teoría del suicidio: mientras limpiaba el lugar, había hallado un papel escrito por Jimi que interpretó como nota de despedida. En realidad, se trataba de la letra de la canción "The Story of Life", que Hendrix había estado escribiendo horas antes de dormir.
La investigación oficial, según consigna Charles R. Cross en el libro Room Full of Mirrors, dio como resultado que Hendrix había muerto por la inhalación de vómitos tras la intoxicación con barbitúricos.
Eric Clapton recuerda que el día anterior había comprado una guitarra Stratocaster blanca para zurdos que iba a regalarle, en el concierto de Sly and the Family Stone en el Lyceum, donde pensó que Jimi acudiría esa noche. No lo encontró. "Al día siguiente me enteré de que había muerto. Y me quedé con una Stratocaster para zurdos…", contó Clapton años después, visiblemente conmovido.
Miles Davis, con quien Hendrix tenía una relación de admiración mutua, esperaba reunirse con él y Gil Evans en Nueva York cuando le llegó la noticia. También tenían planeado hacer un álbum juntos. "El funeral de Jimi fue un plomo de tal calibre que nunca más asistiría a otro, cosa que he cumplido", escribió Miles en su autobiografía, publicada en 1989.
Monika Dannemann, la mujer que estuvo con él en las últimas horas, se contradijo varias veces en sus declaraciones, y escribió su propia versión de los hechos en el libro The Inner World of Jimi Hendrix, que le valió varias querellas perdidas, la última de ellas en 1996, dos días antes de quitarse la vida al envenenarse con monóxido de carbono dentro de su auto.
La reina del dolor
Los caminos de Hendrix y Janis Joplin se habían cruzado en varias ocasiones. El primero fue en el festival de Monterey, en 1967, cuando el guitarrista volvió a Estados Unidos convertido en estrella; luego, en una serie de actuaciones que compartieron en el Fillmore (se habla de que hubo un encuentro sexual en el backstage), y la más bizarra, en el club The Scene, en 1968. Fue cuando Jim Morrison interrumpió una zapada de Hendrix con gritos obscenos e insultos, y Joplin, que estaba entre el público golpeó en la cabeza al cantante de The Doors (a quien detestaba) con una botella de whisky.
"Me pregunto qué dirán de mí cuando me muera", le dijo Janis Joplin a su publicista, Myra Friedman, cuando le planteó que Associated Press quería un comentario suyo sobre la muerte de Hendrix. Según Friedman, la primera biógrafa de Joplin, la cantante le había comentado a su entonces pareja, Seth Morgan, que no quería morirse el mismo año que Hendrix, porque él era más famoso.
El 4 de octubre de 1970, tres días después del funeral de Hendrix, celebrado en Seattle, su tierra natal, Janis Joplin fue encontrada muerta en la habitación de un hotel de Los Ángeles.
A diferencia de Hendrix, pese a que compartían la misma brecha generacional y, de algún modo, cierto nivel de exposición y estrellato, Joplin sufría la carga de ser mujer en el rock, que en los 60 estaba dominado por hombres (más allá de que se la suele considerar ícono de liberación feminista en el rock, hay versiones de que ella renegaba de esas etiquetas). Y además estaba castigada por el desarraigo afectivo, el no sentirse querida ni valorada, ni poder vivir su sexualidad sin culpa. Una profunda crisis de autoestima la acompañó hasta el final. Janis creció en la ciudad de Port Arthur, Texas, donde fue víctima de bullying casi todo el tiempo que concurrió a la escuela. Para cuando tuvo algunas inquietudes, no dudó en huir, primero a Austin y más tarde a San Francisco, California, donde la vida iba a dar un vuelco de 180 grados.
Primero, como cantante de la Big Brother and The Holding Company, donde se forjó un nombre propio. Luego, al frente de sus propias bandas. Sin embargo, el dolor profundo e innato que podía expiar arriba de un escenario, forzando la voz hasta el límite de lo posible, también lo canalizaba en el alcohol y en las drogas más pesadas. Las historias de amor (y, sobre todo, de desamor) fueron una constante en su errante vida de estrella de rock.
Para 1970, Janis manifestaba sus deseos de arder, de dejar la piel en cada uno de sus actos. No quería una vida convencional. Y el viaje de visita a su ciudad natal, donde sus padres la desairaron y fue la comidilla de los medios locales, que revolvieron el tacho de basura de sus recuerdos en el colegio, desató peores infiernos en su interior. Al regreso a California, Janis se puso de novia con un tipo llamado Seth Morgan, un fabulador que decía ser descendiente de J.P. Morgan, que tras la muerte de Joplin se convirtió en yonqui, asaltante de mujeres y finalmente en escritor, oficio que aprendió en la cárcel. El idilio duraría poco. Janis empezó a ver lo que veían todos quienes estaban a su alrededor: que su novio era un manipulador que solo estaba con ella por conveniencia.
Bajo el mando de Albert Grossman, manager también de Bob Dylan, Janis viajó a Los Ángeles en septiembre de 1970 para grabar su cuarto álbum. No había consumido drogas durante agosto y parte de septiembre, pero algo en ella cambió. Se dice que las peleas con Morgan la volvieron a sumir en el desánimo. La adicción a la heroína la tenía a maltraer, y ella había jurado a gente cercana que intentaría desengancharse una vez finalizada la grabación del disco.
La noche del 3 de octubre tenía cita en el estudio. Al mediodía se encontró con la banda, bautizada Full Tilt Boogie, que grabó la pista instrumental de "Buried Alive in the Blues". Ella tenía que incluir la voz al día siguiente. Se inyectaron tras la sesión, casi como un ritual, fueron a un bar a beber, y luego volvieron al hotel Landmark, cada uno a su habitación.
Según cuenta la biógrafa Alice Echols, Janis planeaba un encuentro sexual con su amiga Peggy Caserta y su novio, Seth Morgan. Pero éste avisó que no viajaría a Los Ángeles esa noche y Peggy nunca llegó a encontrarse con ella. Absolutamente desamparada, Janis atendió al dealer que le llevó heroína y se inyectó en soledad.
Dieciocho horas permaneció el cuerpo tirado en el piso del dormitorio, a un lado de la cama. Tenía la nariz rota, como si se hubiera golpeado contra algún mueble al caer. Alertados por la ausencia, los músicos pidieron la llave de la habitación. Los primeros en llegar fueron Vince Mitchell y John Cooke. La canción a la que debía poner su voz, "Buried Alive in the Blues", quedó intacta en el disco, titulado Pearl, como el personaje que ella recreaba con pieles, collares y anteojos extravagantes. Salió en enero de 1971. Janis ya era un recuerdo.
A las muertes de Brian Jones, Jimi Hendrix y Janis Joplin se sumó la de Jim Morrison, ocurrida el 3 de julio de 1971 en la bañera de su apartamento de Le Marais, en París, donde disfrutaba de un tiempo sabático junto con su novia Pamela Courson. El morbo comenzó cuando se ataron los cabos de esas muertes: todos tenían 27 años. El mito de la maldición de los 27 persigue al rock hasta estos días (Kurt Cobain y Amy Winehouse, entre muchos otros, abonaron esta absurda y casual estadística).
Y aquellas muertes, significativas por los nombres, por la juventud y por el corto periodo en el que ocurrieron, delimitarían para el futuro la cornisa por la que caminaría el rock.
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