Jean-Baptiste Poquelin -tal es su verdadero nombre- nació el 15 de enero de 1622. Es considerado el padre de la comedia francesa y uno de los grandes de la literatura universal
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Dicen que el 10 de febrero de 1673 Molière usaba un traje amarillo cuando se desplomó en el escenario en plena función de su última obra, El enfermo imaginario. Tenía una tuberculosis avanzada, desoyó el consejo del médico de quedarse en la cama y en la cuarta representación de la pieza sufrió un ataque en escena y fue llevado de urgencia a su casa de la rue de Richelieu vomitando sangre, para morir unos días después. Tenía 51 años.
El color del traje parece apenas un detalle en esa función trágica pero no lo es: desde entonces el amarillo ha pasado a ser un color maldito para el teatro y los actores, augurio de mala suerte y prácticamente prohibido en escenografías y vestuarios para no convocar a la mala fortuna.
Hay algunas teorías que dicen que Molière en realidad no estaba vestido de amarillo sino que su traje era de color amaranto, un rojo muy intenso, o verde, color mufa en Francia, pero este enigma irresuelto cae dentro de las generales de la ley cuando se trata de la vida del gran autor, director y actor nacido hace hoy 400 años (el 15 de enero de 1622) y creador indiscutible de la Comédie Française. Con una vida y una muerte teatrales y llenas de misterio, la maldición del amarillo lo sobrevivió junto a un conjunto de obras inmortales que componen una ácida crítica de la sociedad del siglo XVII. Hoy, todos los actores sueñan con interpretar una obra de Molière pero ninguno en sus cabales se vestiría de amarillo el día del estreno.
La última función
Controvertido, amado y odiado por igual, Molière era muy popular cuando escribió y protagonizó El enfermo imaginario pero él mismo se sentía muy enfermo y seguramente presentía que se acercaba el final. Lo atormentaba además no contar ya con el favor del rey Luis XIV, su ex benefactor, que había volcado sus preferencias hacia otros compositores. Con ese estado de ánimo y su fina ironía siempre a punto, escribió la historia de Argán, un hombre acosado por el miedo a las enfermedades, una esposa que quiere su dinero, una hija enamorada y un médico inescrupuloso, que representa una sátira de la medicina a la vez que un profundo análisis psicológico de la hipocondría. Argán, de hecho, trata de convencer a su hija de que abandone a su verdadero amor y se case con el hijo de su médico para tenerlo siempre disponible y ahorrar en gastos de salud. La obra se estrenó en el Palais Royale con gran éxito de público pero el rey no asistió al estreno, sumiendo en más melancolía al por entonces ya atribulado y maltrecho Molière.
Además de ser uno de los autores más importantes de Francia, Molière era, según todos los biógrafos, un actor enorme. En la piel de Argán fingía magistralmente su propia muerte para comprobar la reacción de su familia, lo que significó una escalofriante ironía a la luz de lo que sucedería realmente en la fatídica cuarta función. En efecto, al promediar esta última representación, ficción y realidad se fundieron y Molière se derrumbó en el escenario, aparentemente por un ataque cardíaco. “Tengo un frío que me mata”, les dijo a los actores que lo trasladaron a su casa, donde murió una semana después.
Luego surgirían otras hipótesis sobre su muerte aunque ninguna tuvo demasiado asidero. Por sus muchos enemigos, en algún momento se barajó la posibilidad de que hubiera sido envenenado. También se especuló con un secuestro y encarcelamiento, con el agregado dramático de que habrían introducido un tronco en el ataúd para darle verosimilitud a la representación de la muerte. Hasta hoy, la hipótesis más firme, sin embargo, sigue siendo la tuberculosis.
Lo cierto es que su muerte no terminó con las controversias sobre su figura. La Iglesia, a raíz de sus críticas al poder religioso, no permitía que se lo enterrara en el terreno sagrado de un cementerio. Su viuda, Armande, acudió al rey y este finalmente accedió a que se le diera sepultura unos días más tarde, en horas de la noche y en la parte del cementerio reservada para los niños muertos sin bautizar.
De tapicero a artista universal
Jean-Baptiste Poquelin, tal su verdadero nombre, era hijo de un próspero tapicero real –Jean Poquelin- y de Marie Cresse, quien falleció consumida por la tisis cuando el pequeño Jean tenía apenas 10 años. El futuro gran autor de la literatura universal estudió con los jesuitas en Clermont y se licenció en Derecho en la Universidad de Orleans en 1642, año en que también consiguió el puesto de tapicero real de Luis XIII. Pero cuando todo indicaba que seguiría el acomodado destino de su padre restaurando los sillones de la corte, Jean-Baptiste dio el primero de los tantos virajes de su vida para dedicarse al oficio menos respetado de su época: el teatro.
En esta decisión tuvo mucho que ver la aparición en su vida de una talentosa actriz mayor que él y más experimentada, de la que se enamoró perdidamente: la bella pelirroja Madeleine Béjart. Por ella decidió convertirse en Molière (no quería causar problemas a su familia por su nuevo oficio) y junto a ella y un grupo de actores fundó la compañía Ilustre Théâtre que, un año después, en 1644, estaba dirigiendo él mismo.
Los primeros tiempos fueron muy difíciles y Molière fue acumulando fracasos y deudas, que hasta lo llevaron a pasar una temporada en la cárcel. Ya en libertad, viajó unos años como actor errante y en 1650 retomó definitivamente la dirección de la compañía mientras comenzaba a escribir sus primeras farsas y comedias y a recibir el apoyo del público. El éxito de Las preciosas ridículas le abrió las puertas del Palacio Real, donde se instaló en 1660 como favorito de Luis XIV.
En 1662, cuando tenía 40 años, se casó con una Béjart, pero increíblemente no con Madeleine sino con la jovencísima Armande, que integraba la compañía desde niña, tenía veinte años menos que él y nadie sabía si era la hermana o la hija de Madeleine. Fue un escándalo. Hasta se llegó a rumorear que Armande era en realidad hija de Madeleine y Molière, una hipótesis que lo hizo sospechoso de incesto y que fue descartada recién dos siglos más tarde. El comportamiento de los recién casados también daba que hablar ya que Armande parecía competir con su esposo a quién más enamoradizo. La tradicional sociedad parisina los acusaba de libertinos y recelaba de su perniciosa influencia sobre la casa real. En cualquier caso, no fue un matrimonio feliz y Molière entró en una etapa de melancolía que duraría hasta su muerte.
Siglos de controversias
A las penurias maritales se sumaban otras decepciones, sobre todo por tener que soportar los ataques de sus adversarios, que le achacaban haber contaminado la corte con su pintura satírica de la Francia del siglo XVII y sus críticas al clero y a la sociedad burguesa y aristocrática. Se lo presuponía falto de educación y de cultura. Se lo llegó a acusar también de plagiar a autores italianos y españoles, y hasta de ser “tonto”.
Esta etapa, sin embargo, fue la más fecunda de su producción artística y buena parte de los recelos y juicios de sus detractores le sirvieron de fuente de inspiración. En estos años escribiría un decálogo de obras universales que sobreviven al paso de los siglos, como Tartufo, Don Juan, El misántropo, El avaro, Las mujeres sabias, y tantas otras…
En 1919 surgió otra polémica, en este caso una controversia sobre sus obras que se mantendría durante un siglo: el poeta Pierre Louÿs denunció que las piezas de Molière había sido escritas en realidad por Corneille, otro de los grandes dramaturgos del siglo XVII. Su conjetura se apoyaba no solo en un análisis de la métrica de ambos autores sino también en que casi no hay vestigios relacionados con la vida y el trabajo de Molière: no quedaron borradores de sus obras, ni apuntes, ni cartas, ni siquiera existen las casas que habitó en el barrio de Les Halles, en París. Lo cierto es que recién en 2019 dos investigadores franceses, basados en un análisis estadístico realizado por un algoritmo lingüístico, confirmaron categóricamente que Molière es el único autor de sus obras.
La ironía final
Quedan para la historia algunos retazos de su personalidad inquietante, que fueron develando los pocos que lo conocieron bien. Dicen que era muy obsesivo y esto mismo hacía que se irritase fácilmente cuando las cosas no salían como él quería. La compañía era para él su familia y se entregaba en cuerpo y alma. Sus actores le tenían devoción a pesar de que a veces pecaba de autoritario y susceptible. Tenía un humor muy particular, a veces rayano incluso con el malhumor, que apenas conocían los más íntimos y que solo se desplegaba en todo su esplendor en sus maravillosos textos.
Reservó, eso sí, una humorada final para el epitafio de su tumba, que redactó él mismo paladeando en secreto lo que imaginaba sería la última sonrisa de su público: “Aquí yace Molière, el rey de los actores. En este momento hace de muerto, y de verdad que lo hace muy bien”.
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