Pregúntenles a Carolina Vagliente, a Florencia Bauzá o a Eribel Cullari cuál es el valor de la amistad. Nada mejor que estas tres mujeres para revelar la fórmula para que los amigos duren, más allá de corralitos, hiperinflación y, sobre todo, novios. Y ellas contarán algunas de las historias que las unen hace 30 años. Como, por ejemplo, que cursaron juntas y siempre en la misma hilera de bancos, primaria y secundaria del Lenguas Vivas. Como, cuando sus compañeros emprendieron el viaje de egresados a Bariloche, ellas se cortaron solas y partieron a Cancún. Viajaron al Sur y viajaron al Norte, a las Cataratas, siempre juntas y siempre las sobrevivió la amistad. Contarán la noche que fueron a ver, apretadas y transpiradas, a los Rolling Stones en el estadio colmado de River. O cuando los Guns pararon en el hotel a pocas cuadras de la escuela, y ellas, siempre juntas, eternamente amigas, iban a ver a Axl Rose pavonearse por el balcón con su melena al viento. Fueron testigo, siempre hombro con hombro, del día que la embajada de Israel voló por los aires, y el Lenguas Vivas, que estaba a la vuelta, se sacudió y todo fue un caos.
Cada una de las amigas tenía, ya en la escuela, inclinación propia. Ya de chica, Carolina perfilaba para la decoración. Diseñaba sus propias carpetas y las mesas, pero cuando llegaba la prueba de matemática, estaba en el horno. Y si no fuera por que espiaba los resultados en las hojas de sus dos amigas Florencia y Eri –que, como dijimos, al estar en la misma hilera compartían, también, los temas de las pruebas–, tal vez hoy seguiría haciendo, sin suerte, logaritmos y nada de lo que vendría después hubiese tenido lugar.
Al final, parecía que las amigas tomaban grandes caminos separados. Caro trabajaba al palo en una agencia de publicidad. Florencia, en un estudio de diseño. Y Eri, psicóloga, en Recursos Humanos de un banco. Pero esto era solo una impresión para aquel que no conocía el resto de la historia.
A los 18 años, casi al unísono, las tres se pusieron de novias –sus novios y futuros maridos se harían, por ósmosis y contagio, amigos entre ellos–. Y también, con diferencia escueta, las tres amigas se convirtieron en mamás: Flor tuvo a Francisca en 2007, Carolina a Benjamín en 2009 y Eri fue madre al año siguiente.
Ser madre y trabajar en relación de dependencia se volvió una tortura china para las tres amigas. A esto se le sumó un ingrediente insospechado: el hallazgo de, como se lo suele llamar, un agujero en el mercado. O, por decirlo así, una posibilidad de conquista. Una puerta, tal vez, para emprender algo nuevo.
Cuando Carolina se propuso buscar empapelados para el cuarto del pequeño Benjamín, descubrió que la oferta era más bien pobre. Allí estaban los empapelados tradicionales, que parecía que no cambiaban sus diseños desde la época de las cruzadas. Y, para los niños, lo único que el mercado ofrecía eran unas guardas con personajes de Disney. Marketineras, sí, pero con sabor a poco. Y pará de contar.
Carolina protestó y protestó, revolvió cielo y tierra buscando opciones a ese monopolio de colores del año del jopo, pero nada. Y, cuando compartió la queja con amigas y conocidos, todos dijeron lo mismo: a la hora de empapelar sus casas, estaban fritos. Había que resignarse a elegir tonos y diseños que parecían creados por los abuelos. ¿Y por qué tanta injusticia estética?, se dijo. ¿Por qué no dar un vuelco revolucionario al asunto y permitirse abrir el juego a otras posibilidades?
Y aquí viene el cruce de coincidencias. Mientras comentaba con sus amigas sobre la malaria de ofertas de empapelados para niños, y lo duro que era ser madre primeriza y seguir el ritmo de una agencia de publicidad, se le encendió la lamparita: ¿y por qué no diseñar sus propios empapelados? El marido de Carolina, que tenía su propia empresa de ploteo de autos, les ofreció una máquina de corte que podía servirles para empezar. "No sé si es la máquina justa para eso, pero pueden probar", les dijo. Y así empezaron.
Florencia tenía muchas referencias de artistas y diseños que le gustaban. En ese tiempo, en el exterior había empezado a surgir el vinilo como material de decoración. Es 10 veces más resistente que el empapelado tradicional. Y, además, se lo puede limpiar con detergente.
Las amigas se lanzaron a la aventura independiente primero, con vinilos troquelados para poner en la pared tipo sticker. No había nada del estilo en el país. Así que de la noche a la mañana, las tres amigas se habían transformado en pioneras de la decoración con vinilo de la Argentina. Al principio, lo hacían sin cobrar. Y, como todo negocio, empezó con los conocidos. Primero, llegó una amiga de otra amiga de Carolina que quería empapelar su casa. Luego, el departamento de la cuñada de Eri en Belgrano. Luego, la casa de la hermana de Caro en Caballito, el hogar del hermano de Eri en Boedo y el de los papás de Florencia en San Isidro.
En 2009, le pusieron al emprendimiento un nombre romántico y botánico: Enamorada del Muro. Y abrieron su local, pipí cucú. Y con el boca en boca, más una red en constante expansión en Facebook, empezaron a circular los vinilos de las tres amigas más allá de su propio control. Cuando quisieron darse cuenta, iban a reuniones en casas de amigos o familiares donde tenían sus propios murales de Enamorada del Muro y no era porque ellos se los hubieran vendido directamente. Era fanatismo puro más allá de todo vínculo. Por otra parte, eran los únicos que ofrecían empapelar tu casa sin caer en los diseños de nuestros abuelos.
Y entonces llegó el trampolín: la revista Ohlalá! incorporó los diseños de Enamorada del Muroen sus producciones. No solo eso: la revista publicaba carátulas de diseños de ilustradores reconocidos que luego ellos ofrecían llevarlos al formato mural. Además de eso, ellas dan a los clientes libertad de elección: un mismo diseño, un mismo patrón, puede tener infinidad de combinaciones de color. Cada cual, según su casa, elige el que más se ajusta a sus necesidades. El link con Ohlalá! le dio al trío de amigas la exposición que buscaban y potenció su negocio. Y, a partir de allí, todo fue pum para arriba.
En poco tiempo, empapelaban las salas de juego de todos los centros de vacunación del Stamboulian, las oficinas y el comedor de la clínica Suizo Argentina, el Colegio Dardo Rocha en San Isidro, un jardín de infantes, la empresa Huawei. En Procter, diseñaron los murales de las salas de meditación y shiatsu, con diseños de cañas de bambú y mandalas. Aportaron vinilos y diseños para renovar locales de la marca Kevingston y para las vidrieras de Benito Fernández, Maru Botana y el Sheldon Bar. Pusieron el ojo y el color a los locales de Tía Maruca y el Banco Comafi, el Banco Hipotecario y las oficinas del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires y el Grand Hotel de Punta del Este. Y hasta se colaron en ferias: Casa Foa y Masticar.
Ahora, de tanta consagración y pionerismo en el rubro decoración de interiores, al trío de amigas lo convocan para dar charlas y coachings a otros emprendedores. Ya contaron la historia de cómo una larga amistad, una necesidad materna y un hueco de mercado dieron lugar a un negocio en permanente expansión. Ya mostraron su historia con moraleja en la Universidad de Belgrano y en el Programa Inicia de Emprendedores.
A la cartera de clientes se sumaron celebrities que tienen en sus interiores sus diseños: desde Julieta Prandi –ya va por tres casas que los contrata– hasta el exfutbolista Rodolfo Arruabarrena. Desde Juan Di Natale a Leo Sbaraglia, desde Viviana Canosa a Inés de los Santos y Luciana Geuna. Todos tienen un Enamorada del Muro en su hogar, dulce hogar.
Hoy, las chicas exportan a Bolivia, Uruguay y Chile. Arrancaron en 2009 con 10 murales anuales y ventas a dos mayoristas. Hoy, venden más de 1.200 murales y tienen más de 50 mayoristas con puntos de venta en todo el país. Y ellas, siempre juntas, siempre amigas y ahora socias. Todas para una y una para todas.
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