2020. El año que querremos olvidar
"Estamos viviendo tiempos extraordinarios, inciertos y, sin duda, trágicos. ¿Podremos olvidarlos? ¿Quedará 2020 en la memoria individual y colectiva para siempre, convivirá en nuestros cerebros y en los futuros libros de texto? ¿O volverán los abrazos y los viajes de la mano del olvido? Las memorias, se sabe, dependen fuertemente de su carácter emocional: recordaremos algo mejor y más fuerte si viene acompañado de una emoción en particular. Y aquí estamos, invadidos por emociones, miedos, incertidumbres –reflexiona Diego Golombek, doctor en Ciencias Biológicas y divulgador científico–. Lo que es cierto es que a la mente esta incerteza no le gusta para nada: en cierta forma, el cerebro es una máquina de predecir lo que va a ocurrir; cuando la realidad se aleja de esa predicción, sobreviene la incertidumbre, y respondemos vacilando, a veces paralizados, otras veces con la típica respuesta inconsciente de ataque o huida. Todo está guardado en la memoria, sí, pero a veces hay que dejarla ir, como con algunos sucesos traumáticos que pueden ser paralizantes. Algo es seguro: quizá lo más relevante de la memoria es el olvido, y hay que ejercerlo y activarlo (sí: activarlo, dado que hace poco se ha descubierto que el olvido es un proceso activo, y no simplemente que se apaguen las memorias). En nuestro sistema nervioso todo cambia, y gracias a esto podemos adaptarnos a las más increíbles de las situaciones –incluyendo el año en que vivimos en casa y a dos metros de otros seres vivientes–. Esa capacidad nos ha hecho ser humanos y dejar atrás tragedias y sinsabores, guerras y glaciares. La pandemia dejará huella, sin duda, pero no debiera detenernos en nuestra carrera hacia el futuro. Ojalá aprendamos y, como dice el tango, ‘pero yo sé que hay que olvidar, y olvido sin protestar’".
Pero, ¿es posible olvidar? ¿Resulta necesario quitar de nuestro cerebro, como si fuera una computadora, todos los archivos que nos sacudieron, que nos dolieron este 2020? ¿Cómo seremos capaces de mirar este pasado reciente, que nos deja huellas de muertes íntimas y colectivas? ¿Cómo miraremos hacia un futuro que peca de ser demasiado incierto?
"Los años no se olvidan –afirma Pilar Sordo, la reconocida psicóloga chilena y autora de títulos como Bienvenido dolor–, uno rescata aprendizajes vividos, dolores transitados, experiencias acumuladas y por lo tanto, este va a ser imposible de olvidar. Este año solo se transitó, el 2020 nos obligó a vivir el presente. Nos ancló. Lo primero que hizo el virus en la cabeza de todos nosotros fue asesinar el 2020, ese que teníamos proyectado, que teníamos planificado, en el que habíamos depositado deseos. Durante los meses de marzo, abril, me atrevería a decir hasta principios de junio, todo el mundo hispano (actualmente está realizando una intensa investigación del impacto que produjo el Covid-19) vivió un proceso de duelo. Por eso es que sentimos tanta impotencia, tanta negación, tanta desesperación, tanta angustia. Y en ese mismo proceso, comenzamos a transitar en la obligatoriedad de tener que construir un 2020 distinto, nuevo, que como característica principal tuvo la no planificación. Lo que nos llevó a vivir en el presente. Desde lo simbólico, cuando el virus nos dijo afuera no es y vayan hacia adentro, no solo nos mandaron a las casas físicas sino a una casa mucho más interna, que hizo que mucha gente comenzara hacerse preguntas, indagara, reflexionara. El más adentro los llevo a mirarse".
Borges dijo alguna vez que el olvido está hecho de la memoria. "Por lo tanto, olvidar es tener que hacer un cambio interior –puntualiza el psicoanalista y doctor en Filosofía Luciano Lutereau–, que es lo que más cuesta en nuestra sociedad, porque antes de la pandemia nuestro estilo de vida era profundamente productivista, basado en resultados antes que en procesos. La única manera de olvidar es después de haber hecho un duelo, es decir, después de haber hecho una experiencia de elaboración que permita aceptar lo que hemos perdido, luego de atravesar las etapas comprensibles de frustración y enojo, para reformular nuestros propósitos. De este modo, olvidar no es hacer de cuenta que no pasó, sino todo lo contrario. La pandemia impuso un freno de mano. Lo que tenemos que olvidar no es la pandemia, sino ese modo compulsivo y sin elaboración que nos tenía absorbidos. En los últimos 40 años cobró privilegio un tipo de personalidad cuyo resorte fundamental es la ansiedad, que no es un afecto interior (como la angustia, que hace pensar), sino que es un motor que lleva a un hacer permanente, a partir del control de los efectos, al punto de que mucha energía emocional se pierde en querer que las cosas salgan como se las había proyectado. Porque si no se dan así, se vive como un fracaso, con una consecuente pérdida de la autoestima. No por nada en los últimos años se acuñó la expresión temor a salir de la zona de confort, y en las consultas se presenta muchas veces el miedo a fracasar, porque en este contexto (de presión constante, de exitismo, etc.) es muy difícil que alguien vea sus tropiezos como parte de un camino -afirma el autor de El fin de la masculinidad-. La pandemia nos obliga a tener que volver a una idea de experiencia, porque esta se basa en la incertidumbre, en el ir aprendiendo sobre la marcha, en no hacer de lo imprevisto la anticipación de lo peor. Que algo no se sepa (aún) no quiere decir que sea incierto. La vida ya no volverá a ser como antes, pero lo que nadie dice es que la vida llamada normal era un tipo de vida bastante enferma".
Para superar el 2020 de la manera menos patológica "tenemos que entender mejor lo que pasó –explora el psicólogo y economista italiano Luigi Zoja–, en los dos sentidos, individual y colectivo. Vamos a tener congresos, debates, libros y después de algún tiempo se va a decir: cambiemos el tema. Pero para la comprensión de lo sucedido en los grandes temas, por ejemplo, el racismo, el Holocausto, la esclavitud, hemos necesitamos muchísimo tiempo y discusión".
Desde el campo de la neurociencia, el argentino Mariano Sigman, referente en el campo e investigador del Human Brain Project, asegura que "lo más probable es que no lo olvidemos. Entre las muchas razones es que uno no elige qué olvida y qué no. No tenemos ese control. Intentar olvidar algo es casi la mejor manera de recordarlo, una manera de consolidar más esa experiencia. Este fue un año de una enorme intensidad emocional y de alguna manera, lo que regula la fuerza con la que se graban las memorias es la intensidad emocional. Todos recuerdan, por ejemplo, donde estaban o con quién estaban el 11 de septiembre de 2001. Si bien no es relevante, lo que nos pasó emocionalmente hizo que se guardara todo junto en la misma bolsa –explica el doctor y autor de La vida secreta de la mente–. En las memorias traumáticas esto es un problema porque hace que la persona vuelva a ese lugar, aun sin pensar en eso conscientemente. Esa memoria se reactiva cuando uno toca simplemente un pedacito de lo que estaba relacionado con todo lo que ocurrido en ese momento. Está grabado así. Entonces, podemos preguntarnos por qué es difícil olvidar este año: porque el 2020 tuvo relación con todo. Con la casa de uno, con la gente querida, con el trabajo. Estamos frente a una memoria muy vasta, una memoria que tiene muchas patas, que está anclada con muchos hilos muy fuertes. Estamos frente a una memoria muy difícil de olvidar".
"No se olvida, aunque es posible elegir cómo la vamos a recordar (recordari en latín, que significa volver a pasar por el corazón) –aporta el facilitador y master coach ejecutivo Daniel Colombo–. Cualquier experiencia que implica transformaciones profundas puede significar un trauma en las personas; y de sus habilidades de afrontamiento dependerá en gran parte si lo mantendrá en el terreno de lo limitante o posibilitante de su vida. Se ha estudiado científicamente el impacto postraumático de episodios como Atocha, Torres Gemelas y el terremoto de Chile del 2010, y arrojó como resultado que aproximadamente un 57% de las personas pudieron salir adelante y resignificar la experiencia límite que han vivido, encontrando un sentido renovado que los impulsó hacia adelante, a avanzar, crecer, cambiar".
Lo que fue, lo que es, lo que será
"Las crisis son muy malos puntos de partida para aventurar cómo serán las cosas. Son el punto en la cual la bolita se encuentra en la cúspide y pueda caer en cualquiera de las direcciones. Sin embargo, dado que ellas son indeterminadas, suelen transformarse en las galletitas de la fortuna de los optimistas, que siempre interpretan el mensaje según la propia conveniencia. Y así muchos ven en la crisis pandémica la posibilidad de dar rienda suelta a sus deseos, justificados o no, deseables o no, como un desenlace cuasi natural de las cosas –desmenuza Daniel Loewe, especialista e investigador en filosofía política, filosofía moral y ética–. Lo cierto es que no hay razones para pensar que el mundo pospandemia será radicalmente diferente al prepandémico. Probablemente, lo que la mayor cantidad de las personas quiere es que sean nuevamente posibles las relaciones de intercambio de las que, como tan bien sabemos hoy, depende nuestro bienestar. El enojo y la incertidumbre probablemente van a aminorar en la medida en que ellas sean posibles, y en la medida en que podamos retomar nuestra vida cotidiana para hacer aquellas cosas con las que le damos sentido. Bajo el supuesto de que se trata de una crisis temporal acotada, es decir de que va a desarrollarse una vacuna eficaz y que se obtendrá así inmunización colectiva, el mundo pos pandémico será probablemente como el prepandémico, quizás con cambios en el margen. Lo que en todo caso no debe desestimarse es que estos cambios puedan ser negativos. Vivimos, en general, en una época afortunada, una en la que ciertamente hay situaciones espeluznantes, pero que es mucho menos espeluznante que hace pocos años. Nunca antes en la historia de la humanidad habíamos podido gozar de ciertas seguridades como las que hoy disfrutamos, de posibilidades de alimentación, de alcanzar una edad avanzada, educación, de las libertades y derechos que caracterizan a muchas de nuestras sociedades. Y la seguridad una vez alcanzada es algo a lo que cuesta mucho renunciar –reflexiona el autor de Ética y coronavirus–. Es así que no es pura ciencia ficción imaginarse que los seres temerosos en que nos hemos convertido estemos dispuestos a renunciar a nuestras libertades en pos de no perder seguridad. Las limitaciones a la libertad suelen establecerse en y para épocas extraordinarias, pero corrientemente se quedan. Es lo que sucedió, por ejemplo, con las restricciones a las libertades civiles luego de los atentados a las Torres Gemelas en Estados Unidos. Estas restricciones fueron aceptadas con el aplauso de la población. En un escenario pandémico, mucha gente se siente profundamente amenazada, al punto que puede estar dispuesta a renunciar a libertades en pos de mayor seguridad".
Para Daniel Feierstein, investigador del Conicet, doctor en Ciencias Sociales por la UBA y director del Centro de Estudios sobre Genocidio de la Universidad Nacional de Tres de Febrero, "la pandemia nos ha confrontado ante las conductas que somos capaces de realizar en un contexto de catástrofe. Conductas de cuidado, de construcción de normas de cooperación, de solidaridad, de apoyo mutuo, pero también de egoísmo, de negación, de naturalización, de odio. El balance todavía no lo hemos realizado –agrega el sociólogo–, pero no creo que sea muy positivo. Aquella apuesta inicial en el mes de marzo para priorizar la vida y la salud por sobre otros valores no logró sostenerse en el tiempo y tanto la grieta política como los intereses corporativos lograron torcer bastante rápido el rumbo, naturalizando la falta de cuidado, el contagio y la muerte, así como las consecuencias en el aumento de la desigualdad y el abandono estatal de políticas de rastreo y aislamiento de casos y contactos. Es algo que será necesario revisar como consecuencia de esta pandemia, en el sentido de poder afrontar de otro modo nuevos desafíos, poder recomponer la importancia de respuestas comunitarias basadas en la cooperación y el cuidado y no aceptar la inmutabilidad del orden existente".
Al revisar y comparar la pandemia del Covid-19 con otras tragedias vividas, el historiador Maximiliano Fiquepron, autor de Morir en las grandes pestes, sostiene que hay importantes diferencias en torno a los formatos de registro de las experiencias, "aunque no tanto a los tipos de comportamientos que nosotros como especie desplegamos frente a un suceso de estas características –señala–. Sobre todo en la novedad del siglo XXI: un mundo virtual de redes sociales, divulgación de noticias e información a través de portales web, fotos y videos subidos a YouTube, Twitter y plataformas similares (algunos editados, otros en tiempo real). Todos ellos nos dejan no solo un registro inestimable de emociones y respuestas sociales frente a la pandemia, sino que realimenta algunos valores y discursos (miedos, angustia, humor, soledad, ansiedad), y genera narrativas novedosas, fugaces y por momentos difusas, en tiempo real, inestimables para analizar. En tiempos pasados los eventos religiosos eran el ámbito más propicio y que más documentación nos ha dejado sobre respuestas sociales frente al trauma –agrega–. Luego de las epidemias, y siguiendo un conjunto de prácticas rituales muy específicas, las familias rendían tributo a sus caídos, y en las iglesias se multiplicaban las misas y procesiones. Para 1868 y 1871, años donde las epidemias en nuestro país fueron muy cruentas (cólera y fiebre amarilla, respectivamente), la propia municipalidad de Buenos Aires organizó una serie de Te Deums para honrar a los caídos. En esa línea también existió una memoria de estos eventos, que se plasmó en escritos y demás registros que buscó retratar el drama social vivido. Hoy tenemos una sociedad que ya no encuentra en la iglesia un espacio privilegiado para este tipo de prácticas. De modo que quizá se repitan los altares familiares en los domicilios, las visitas a muros de Facebook o plataformas similares, es decir, un complemento entre el espacio social físico y el virtual, en el cual podamos configurar una cultura del recuerdo de los caídos por el Covid."
El ciclo sin fin
"La historia nunca se repite –sostiene Feierstein–. Puede que a veces parezca avanzar en espiral, esto es que llegamos a un punto que parece muy cercano al punto en el que estuvimos, pero sin embargo no es igual. Como ya nos enseñaban los griegos, nunca nos bañamos dos veces en el mismo río. Pero, además, porque al volver a dicho punto cargamos la experiencia de haber pasado alguna vez por allí, lo cual transforma las respuestas. Precisamente por eso son relevantes los balances, las representaciones que construimos del pasado. Justamente porque basamos en dichas representaciones nuestra acción presente y futura. Tendremos sin duda nuevos desafíos. La pregunta es cómo jugará nuestro balance frente al desafío que hemos tenido a la hora de encarar nuevas realidades –enfatiza el autor de Introducción a los estudios sobre genocidio–. No solo nuestro aparato psíquico está diseñado para sobrevivir sino también para generar sentido. Buscamos siempre explicación para nuestras acciones, pero dicha explicación intenta hacerles un lugar a nuestras emociones y racionalizarlas. En ese sentido, podemos seguir simplemente ese camino y transformar la desazón, la frustración o el enojo en odio y buscar un responsable sobre el que descargarlo, formas de proyección que han sido muy comunes como respuestas ante situaciones catastróficas, por ejemplo en el caso del pueblo alemán ante la derrota en la Primera Guerra Mundial y la emergencia y ascenso del nazismo. O, por el contrario, podemos intentar elaborar (concepto que en su etimología significa trabajar a través de) la experiencia vivida y aprender de ella, poder hacer un lugar a esas emociones para intentar ser mejores, para poder comprender aquello en lo que fallamos y comprometernos a una respuesta más solidaria y cooperativa en el modo de lidiar con nuevos desafíos que sin duda nos presentará la vida social. La historia de la humanidad es la historia de la respuesta colectiva a los peligros. En la comprensión de que somos una comunidad que debe reaccionar como tal ante las encrucijadas de la historia radica uno de los mayores desafíos que deja abiertos esta pandemia como balance ante el futuro".
Sobre este mismo punto, se detiene el italiano Luigi Zoja: "La historia se repite y no se repite. Después de la Primera Guerra Mundial hemos tenido la Segunda. Han estado estrictamente vinculadas, pero fueron diferentes. Algo se aprende, pero no lo suficiente. En general, el mundo occidental paulatinamente pierde el balance entre introversión y extroversión. Todo se vuelve al exterior. Se podría decir: en Italia se reemplazan los ritos religiosos con los ritos del aperitivo. La violencia contra la naturaleza crece y las pandemias llegan de enfermedades zoonóticas, es decir que pasan de animales a hombres. Vamos a volvernos más conscientes de esto. Y los gobiernos también. Pero las finanzas públicas van a estar aún más reducidas, los gastos por el Covid son enormes. ¿Y la memoria de los humanos? Esperemos que no sea reducida. Después de las guerras mundiales creció el pacifismo. Pero el nacionalismo también".
Quienes estudian la capacidad de resiliencia siempre hablan de la importancia clave que tiene el relato que nos contemos de una experiencia. "La historia que nos narremos de lo que vivimos para poder capitalizarla y salir fortalecidos -destaca Melina Furman, bióloga, máster, doctora en Educación e investigadora del Conicet-. La pandemia está dejando un impacto fuerte sobre las infancias y sobre el sistema educativo como un todo. Desde marzo la metáfora de la pandemia como una marea me viene como una imagen omnipresente. Una marea que nos dio vuelta, arrasó con mucho de lo que teníamos y nos puso patas para arriba. Pero, como toda marea, a medida que las aguas comienzan a aquietarse un poco, empiezan a aparecer algunos tesoros en la playa, que estaban escondidos debajo del agua. Identificar esos tesoros es importante porque nos ayudan a construir esa resiliencia que tanto necesitamos para seguir adelante. Hace poco un colega mexicano me dijo algo que me hizo sonreír: que los padres y madres tuvimos que pasar de un momento a otro de borrachos a cantineros sin que nadie nos enseñara cómo hacerlo. Y eso naturalmente generó cansancio, frustración y mucha incertidumbre. Pero, al mismo tiempo, nos permitió conocer más de cerca lo que sucedía puertas adentro en las escuelas y la tarea de los docentes. Nos hizo conocer más a nuestros hijos e hijas como estudiantes. Y a darnos cuenta del papel clave que tenemos las familias en ayudar a que los chicos construyan un vínculo amoroso con el aprendizaje. Para los docentes de todos los niveles este fue un año intenso, que entre todas las dificultades va a dejar como resto una caja de herramientas pedagógicas más equipada, y creo que eso abre la puerta para seguir pensando una transformación educativa que necesitamos hace tiempo. Pero si tuviera que rescatar el mayor tesoro, creo que sería la valoración renovada del valor social de la escuela como ese espacio que, al menos durante algunas horas por día, busca poner entre paréntesis las enormes desigualdades de origen que tenemos en nuestro país y lograr que niños, niñas y adolescentes puedan estar protegidos y con foco puesto en el aprendizaje. Una escuela que también es indispensable como espacio de contención emocional, en la que los chicos comparten su vida con sus pares, por fuera de la familia, y aprenden a vivir en comunidad. Tenemos que mitigar los daños de un 2020 que amplificó la inequidad educativa que ya teníamos. El 2021 va a requerir seguir poniendo toda nuestra creatividad, planificación y esfuerzo individual y colectivo. Ojalá esta marea no haya sido en vano".
No quedan dudas de que estamos programados para sobrevivir "para adaptarnos y modificar nuestra conducta según el reto que se nos presente en determinado lugar y momento –completa la idea el escritor y ensayista mexicano, Miguel Ruiz, que recientemente publicó El actor-. Debemos aprender a ver los errores que hemos cometido y modificarlos. En esta pandemia, nos estamos enfrentando a muchos efectos secundarios que en gran medida resultan ser peores que la pandemia en sí misma. Somos testigos de la gran cantidad de personas que han sucumbido ante este virus, y esas reacciones emocionales son mucho más difíciles de superar. Sin embargo, la vida continúa, y nos vamos a seguir adaptando a todos los cambios, y siempre vamos a encontrar diversas formas de salir adelante e incluso a progresar en muchos sentidos, a pesar de las pérdidas tanto materiales como emocionales".
"Las crisis están para aprender a convertirnos en ave fénix. Tenemos la oportunidad de preguntarnos cuáles son nuestras prioridades –agrega la terapeuta española Elma Roura, especialista en procesos para salir del sufrimiento–. Habrá muchas secuelas a todos los niveles: relacional, económico, social, político. Pero todo dependerá de la posición que adopte cada uno. Se vienen épocas comunitarias, el poder de lo grupal va a ser muy necesario, más que nunca".
Un año para el olvido, dicen muchos, pero: "¿Cómo olvidarlo? –pregunta Debret Viana, escritor y editor en Hojas del Sur-. El año que cambió todo, que paralizó nuestras vidas y atrofió el circuito absurdo de las cosas, al que más o menos estábamos acostumbrados. Aunque muchos atravesamos una serie de circunstancias globalmente similares (el encierro, la soledad, el aislamiento) la aventura interior es irrepetible; veremos pronto de qué modo esas experiencias se derraman fuera de sí mismas, de qué modo serán decodificadas por los lenguajes del arte. Haber atravesado lo inimaginable abrió puertas en donde antes en nuestra imaginación había muros. Nadie, ningún imaginario, ninguna psiquis, salió ileso de esta travesía. Y esto transpirará en las nuevas obras, en los nuevos libros, que van a ser vitales para que podamos hacer pie en la inminente reconfiguración del mundo: una huida agraciada, una huida hacia adelante, que cree nuevos mundos y nuevas maneras de fallar".
Fotos de AP, AFP y NYT
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