1955. Por qué ese año Aníbal Troilo salvó al tango
Cuando todos esperaban a un cantor como sucesor de Carlos Gardel, apareció Pichuco con su bandoneón y abrió las puertas a las nuevas formas del género
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Los analistas de la cultura pop gozan por establecer ciertos años como nuevos puntos de partida en la historia de la música. El crítico británico David Hepworth escribió Nunca un momento aburrido: 1971, el año en que explotó el rock –Asif Kapadia, creador de los documentales de Senna, Amy Winehouse y Maradona lo adaptó a una serie documental–, un libro que de alguna forma dialoga con 1966, el año que la década estalló, de Jon Savage, dedicado también al rock y al pop. La hipótesis que une esas épocas doradas de la música es que fue una de las principales fuerzas de transformación de la sociedad en esos años y que su influencia sobre actos políticos cruciales –tales como la protesta ante la guerra de Vietnam o la consolidación del movimiento de derechos civiles norteamericano– fue determinante en el futuro.
Si bien aún no hay un libro que destaque la resonancia global de 1955, se trata de otro año abrazado a grandes transformaciones sociales y musicales: nace una figura revolucionaria como Elvis Presley; Ástor Piazzolla graba en París el primer disco de su etapa madura pos Nadia Boulanger –considerada la mejor maestra de música que haya existido jamás–; João Gilberto ilumina la bossa-nova; Miles Davis crea su primer quinteto, y Frank Sinatra firma contrato con Capitol. Todo eso sucede mientras se derrumban las grandes orquestas en vivo y en las radios y asoma el comienzo de una etapa marcada por agrupaciones más pequeñas y la grabación de discos. En la Argentina, algunos historiadores del género, por ejemplo Gabriel Soria, marcan ese año como el del eclipse del tango. El lento fundido a negro coincide con la caída del peronismo, un ocaso que es determinado por la afluencia de migrantes internos que, atraídos por la creciente industrialización llevada a cabo por el justicialismo, cubrieron una porción extensa de la geografía de Buenos Aires acompañados de su música, el folklore.
El arribo a la ciudad de casi dos millones de personas alimentó el nervio por el que circuló esa música en la escena porteña, las peñas, ritual de encuentro entre seguidores con comida, bebida, música y baile. La popularidad del tango se vio acorralada por la expansión de la colectora que abrió el folklore. Un registro da cuentas del apremio: del total de partituras editadas en 1950, el 30% es de tango y el 25 de su rival directo. Ese mismo año, el cantante Antonio Tormo, bautizado El cantor de las cosas nuestras e identificado con el peronismo, vendió ¡cinco millones de copias! del simple El rancho e’ la Cambicha (es el disco más vendido de la historia de la música argentina), lo que confirmó el crecimiento del género en detrimento del tango.
Aníbal Troilo asiste en esos años a los síntomas del declive del tango y junto a su bandoneón lo revive. Horacio Ferrer sugirió acerca de su aparición que mientras todos esperaban entre los cantores más jóvenes al sucesor de Carlos Gardel su heredero apareció con un fueye sobre el muslo. En ¿Por qué escuchamos a Aníbal Troilo? (Gourmet Musical), el volumen dedicado a Pichuco de una serie dirigida a distintos grupos y músicos, Eduardo Berti realza su gesta sin épica. “La hazaña de Troilo es haber alcanzado tal olimpo (ser Gardel, o al menos, ser como Gardel) desprovisto de los vehículos ideales para la leyenda. Troilo no es cantor. Troilo no es actor. Troilo ni siquiera es el más diestro con su instrumento, ni hace alarde de virtuosismo, al contrario, suele tocarlo con los ojos cerrados o entrecerrados. Ser una especie de Gardel tocando el bandoneón: casi como ser ídolo de la tribuna jugando en esa posición que no siempre es la más vistosa. Algo decisivo comparte Troilo con Gardel. El personaje público y sus dos roles más obvios (el de cantor y actor en el caso de Gardel, el de bandoneonista y líder de orquesta en el caso de Pichuco) suelen poner en segundo plano el talento admirable de ambos para la composición. Tanto Gardel como Troilo son melodistas mágicos”.
El heredero con fueye
En 1953, según consigna Berti en su libro, se estrena en teatro el sainete lírico El patio de la morocha, con textos de Cátulo Castillo y música de Troilo, cuya orquesta es acompañada por los cantores Jorge Casal y Raúl Berón, la dirección general de Román Viñoly Barreto y orquestaciones de Ástor Piazzolla. Unos meses más tarde, mientras la obra sigue en cartel –ya estamos en 1954–, Pichuco forma un cuarteto para trabajar en paralelo con su orquesta, la que mantendrá vivita y coleando a diferencia de otros directores de su generación. Aquel cuarteto es la punta del iceberg de otras formaciones reducidas que aparecerán luego, como el Octeto Buenos Aires (1957); el trío Los modernos, con Osvaldo Berlinghieri, pianista de Troilo, más dos ex Pichucos como el contrabajista Alcides Rossi, gravitante tanto en su obra como en la de Pugliese, y el bandoneonista Alberto García, que tocó con él a fines de la década de los 40, o el Quinteto Real (1960), en su primera formación con Horacio Salgán, Pedro Laurenz, Enrique Francini, Ubaldo de Lío y Rafael Ferro.
“De movida ya es atípico que un director de orquesta sea un bandoneonista, en general son pianistas. Troilo, siendo clásico, les abrió las puertas a las nuevas formas. Si no le hubiera delegado, por ejemplo, arreglos a Piazzolla, este jamás se hubiera enfrentado a la situación de si quería ser él o no. Es cierto: visto desde la posteridad tal vez habría habido otros caminos para Ástor si no hubiera sido primero músico y arreglador. Como Miles Davis con su quinteto, que publicó cuatro álbumes producto de tan solo dos sesiones de grabación en 1956, pero rebosantes de creatividad y un jazz ecléctico. Las grabaciones reflejan la vertiginosa evolución de un combo por el que, ni músicos de jazz ni críticos en la materia, apostaron en su nacimiento en 1955. Es más, literalmente lo acribillaron. Sin embargo, marcó un hito en la historia del género. Davis, ya con cierto recorrido, reclutó intérpretes desconocidos como un saxofonista tenor llamado John Coltrane. El vanguardista establecido necesita recibir nuevas mentes abiertas”, aporta Rafael Varela, hijo de la cantante Adriana Varela, músico, productor y divulgador, tarea que despunta en El Musicópata, podcast que puede escucharse a través de Spotify.
La lengua popular
Si uno se tomara el trabajo de elaborar una encuesta sobre las diez piezas más conocidas e interpretadas en la actualidad, probablemente no falten “Quejas de bandoneón”, “Sur”, “Malena”, “Uno”, “La última curda” y “Naranjo en flor”, todas creaciones musicales del gran Pichuco. Según Fernando Vicente, coautor junto a Javier Cohen de Siempre estoy llegando, el legado de Aníbal Troilo (Libros del Zorzal), una de las razones para seguir la carrera del músico es el repertorio que eligió y que aún hoy se mantiene vigente. “Otra buena excusa son sus vocalistas –señala–: Francisco Fiorentino, Alberto Marino, Floreal Ruiz, Edmundo Rivero y el Polaco Goyeneche se hicieron famosos al pasar por su orquesta. La vigencia de su repertorio cantado no es casual, Troilo fue amigo personal de los grandes poetas del género como Enrique Santos Discépolo, Homero Manzi, Homero Expósito y Cátulo Castillo, entre otros. Además de ser la orquesta de los cantores, tuvo un repertorio instrumental distintivo (‘Chiqué’, ‘Responso’, ‘La bordona’, ‘Danzarín’, ‘Quejas’). Dio a conocer enormes músicos; desde sus comienzos con Orlando Goñi al piano y el gran contrabajista del tango Kicho Díaz, pasando por el cuarteto junto al guitarrista Roberto Grela (‘Palomita blanca’, ‘La trampera’) y una verdadera constelación de colaboradores que se dieron a conocer a través suyo y que incluye a Argentino Galván, Julián Plaza, Raúl Garello y, aunque es sabido, no está de más reiterarlo: Piazzolla”. Su mito fluctúa en la delgada y difusa línea entre tradición y vanguardia, entre lo popular y lo erudito. ¿De eso se trata lo troileano? “Que linda pregunta –se ruboriza Javier Cohen ante la consulta–. Con el coraje que nos da el libro escrito y el tiempo que dedicamos con Fernando a analizar cada detalle me animo a decir que lo troileano va mucho más allá de las grabaciones e incluso de la música misma. Se trata de una manera de pensar, o más bien de actuar, entendiendo esto último como lo que uno hace con su tiempo. En su caso es el camino que comienza con el pibe que le pide a la madre que le compre un bandoneón; luego el que va a aprender la dinámica del armado de una orquesta; más tarde el que forma la suya convocando músicos, ensayando y consiguiendo trabajos para los músicos. En el plano artístico lo troileano es cierta manera de equilibrar lo lírico y lo canyengue, sin que nada resulte abrupto o exagerado. Lo troileano es en definitiva un ADN. Por linaje lo heredó Raúl Garello, Osvaldo Piro, Leopoldo Federico y Piazzola si hablamos de bandoneonistas. Pero el asunto va mucho más allá. Incluso diría que en el rock nacional los que escucharon ‘Garúa’, ‘María’, ‘Sur’ o ‘La última curda’ descubrieron tener ese ADN. Son los que terminaron componiendo ‘Viernes 3 am’ (Seru Giran), ‘Los libros de la buena memoria’ (Invisible) o ‘El amor después del amor’ (Fito Páez)”.
Todos coinciden en que además de ser unos de los pilares de la música del tango tanto en su rol de bandoneonista, compositor o director de orquesta, Troilo es el gran nexo entre las nuevas generaciones de bandoneonistas y los anteriores a él. Un gran unificador que conoce lo histórico y forjó gran parte de los músicos continuadores del desarrollo de la música de tango. Su legado para los bandoneonistas es de una riqueza enorme y se combina con su trabajo como compositor en esos tangos de una orfebrería compleja y su relación con lo melódico desde su instrumento. Si bien es una leyenda de la música, no existe hacia él un recurrente tributo pop como sucede con Gardel, Goyeneche o Piazzolla. Vicente ensaya una explicación: “En primer lugar habría que hablar de la voz de Gardel, tan hermosa que es música pura. Muchas veces me da la sensación de que no es necesario que nada lo acompañe, que esa voz puede abarcarlo todo. Por otro lado sus propias composiciones como ‘El día que me quieras’, ‘Rubias de Nueva York’ o ‘Golondrinas’ se acercan al espíritu de la música pop. A mí en particular una de las cosas que me atrajo de Gardel desde chico fue el sonido de sus guitarras, tan personales, tan diferentes a todos los demás conjuntos prolijitos de guitarras, que hasta han sido criticadas por esa supuesta desprolijidad, pero tienen ese ataque, esa garra, ese sonido que, más que pop te diría que es roquero. En cuanto a Goyeneche, más allá de su forma revolucionaria de interpretación del tango, en primer lugar –al igual que Osvaldo Pugliese– llegó a vivir la primera parte de los años 90, cuando la hostilidad entre los mundos del tango y el rock local comenzaba a atenuarse. Estás citando al creador del tango cantado, al que Troilo tomó como modelo y al último de los grandes vocalistas formados por Pichuco en la búsqueda de nuevas formas de interpretación. Los jóvenes de esa época tuvieron la oportunidad de tener cerca a estos héroes, de conocerlos personalmente, de verlos y escucharlos en vivo y así valorarlos en su justa medida. Por otro lado, la figura del Polaco en sus últimos años, con sus legendarios excesos, es más cercana a la imagen de transgresión que toma como valor positivo el mundo del rock. Troilo invierte también esa idea de leyenda, pero que para los interesados que no son sus contemporáneos es como si les dejara la tarea de irlo a buscar a sus discos y a su obra compuesta. La leyenda yace ahí”.
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