La hermana Guadalupe Rodrigo, nacida en San Luis, vivió cuatro años de conflicto armado en Siria acompañando a la comunidad cristiana, esquivando bombardeos y francotiradores; “Hay que hablar más sobre los mártires de Alepo”, dice hoy, a 12 años del comienzo de la guerra
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“Hermana, ¿puede bajar?”, gritó un sacerdote desde la planta baja del convento. “Espere un minuto, padre, pongo a lavar ropa y voy”, respondió ella por el hueco de la escalera. Acababa de volver la luz después de varios días de oscuridad absoluta, un clásico de la guerra, y la hermana Guadalupe Rodrigo no quería perder la oportunidad de prender el lavarropas, ubicado en la terraza del convento. Ya estaba abriendo la puerta de hierro que llevaba al techo cuando escuchó a su compañero insistir: “Venga ahora, hermana, le quiero contar algo”.
La hermana Guadalupe llegó a cerrar la puerta de la terraza y a bajar unos escalones. Luego, el estruendo lo invadió todo. Acurrucada en la escalera, vio volar por la ventana pedazos de autos, de asfalto, de edificios. Un misil había impactado en la esquina del convento, ubicado en el centro de Alepo. “Quedaron restos humanos en las calles, hasta en los balcones. Fue un espanto. Si yo llegaba a estar en la terraza, no la contaba. Murieron cientos de personas”, cuenta hoy, a 12 años del comienzo de los enfrentamientos armados en Siria.
Así, siempre con la posibilidad de una muerte inminente, la hermana nacida en San Luis vivió durante cuatro años. Hoy, desde su nuevo hogar, en Buenos Aires, recuerda aquellos años de vigilia, muertes, mártires y presuntos milagros, y confiesa que, de no haber sido por razones de fuerza mayor, hubiera querido quedarse allí, acompañando a la perseguida comunidad de cristianos de Siria, que actualmente sigue peleando por sobrevivir. “No es que tenía ganas de irme, para nada. Quería quedarme asistiendo y acompañando a los cristianos”, dice.
En los últimos años, la hermana Guadalupe expuso en las Naciones Unidas, experiencia que consideró realmente desilusionante, y viajó por todo el continente americano dando conferencias multitudinarias, trasmitiendo los horrores de la guerra en Siria y la “historia invisibilizada” de los cristianos que murieron o fueron torturados por negarse a apostatar. También escribió un libro, Volverán las palomas (Logos), que ya lleva vendidos 8000 ejemplares. “Se habla poco de la persecución de cristianos en Siria e Irak y de los mártires del Medio Oriente”, asegura hoy, desde el balcón aterrazado en el antiguo convento greco-melquita católico en el que vive. Desde este pequeño reducto sirio-libanés, ubicado a pocas cuadras de Plaza Serrano, pero de alguna asombrosa manera aislado del caos citadino, continúa su particular obra: dar a conocer todo lo que ella vio y lo que algunos de sus compañeros de misión aún viven en el Medio Oriente.
“Yo no podría ir a un lugar así”
Aunque con el diario del lunes suene paradójico, la hermana Guadalupe llegó a Siria en busca de paz. Aterrizó en Alepo en enero de 2011, dos meses antes del comienzo de la guerra. En ese entonces, aclara, ni ella ni ningún miembro de la misión auguraba el conflicto bélico. La hermana, nacida en San Luis, misionaba hacía 14 años junto a la congregación del Verbo Encarnado, en el Medio Oriente. Había pasado los últimos años en Egipto, en una misión que a la distancia recuerda como precaria y hostil. “La vida del cristiano ahí era de por sí muy difícil: nos insultaban, nos han apedreado. Yo estaba siempre enferma, no lograba terminar de recuperarme”. Fue justamente por eso, para cuidar su salud física y mental, que sus superiores le aconsejaron tomarse un “tiempo de descanso” en Alepo. Para realmente poder bajar el ritmo, dejó temporalmente su puesto como superiora regional para pasar a ser simplemente una hermana misionera más, que en definitiva era lo que más extrañaba.
“Yo ya conocía la ciudad y la comunidad y se trataba de un destino tranquilo. Siria era un país donde había muy buena convivencia entre cristianos y musulmanes, algo muy raro para aquella región”, escribe Guadalupe en su libro. Allí también destaca la belleza de Alepo: el casco antiguo de la ciudad con sus avenidas anchas y pintorescas, sus mercados, sus mezquitas milenarias. Un paisaje que poco tiempo después sería reducido a escombros.
Los cristianos en Siria eran minoría, unos dos millones de habitantes en un país de 22 millones con una inmensa mayoría musulmana. Pero el gobierno era laico, no confesional. En Siria, la ley islámica no había sido impuesta como ley civil y por eso sorprendió tanto a la hermana y sus compañeros de misión, religiosas y sacerdotes, cuando, en medio de las primeras revueltas que luego derivaron en guerra, empezaron a escuchar sobre casos de persecución y matanza de cristianos, en el sur del país.
“Por esos días, en el convento la televisión permanecía prendida. Pero en la pensión de estudiantes universitarias que había allí adentro había tres jóvenes que provenían de Deraa, pueblo donde comenzaron los levantamientos, y sus familias les brindaban por teléfono detalles que no habían salido en los medios. Contaban que habían entrado al pueblo grupos armados y habían descuartizado a varios cristianos”, recuerda la hermana.
Guadalupe está segura de que si hubiera sabido de antemano que Alepo iba a ser el epicentro de un conflicto bélico no se hubiera animado a ir. “Estando en Egipto, veía a compañeras irse de misión a Irak y pensaba: ‘Yo no podría ir a un lugar así, no podría ser fuerte en una situación así, de ninguna manera’. Soy miedosa, soy muy impresionable, soy débil de salud”, describe.
Pero algo extraño, impensado, le ocurrió en Siria. Dice que durante los cuatro años que vivó en la guerra, viendo morir a feligreses, corriendo por las calles para evitar los francotiradores, durmiendo en un subsuelo sin ventanas y acompañando a cristianos víctimas de torturas, nunca tuvo miedo. Tampoco se enfermó. “No lo podía creer. Se desató una guerra, teníamos los aviones encima, tiros, cañonazos, muertes, heridos, y me daba cuenta que estaba tranquila, serena”, asegura, con la voz nasal y un pañuelo descartable en mano. Las gripes recurrentes y el asma volvieron cuando regresó a Buenos Aires.
En reiteradas ocasiones, a medida que se acrecentaba la violencia, ella y sus compañeros de misión recibieron la oferta por parte de sus superiores de abandonar Siria. Pero siempre se negaron. “Para mí nunca hubo nada que pensar, aun considerando que podía morir. Cuando fue la gran explosión en nuestra calle, a fines de 2012, que hubo tantos muertos, tantos heridos, la Catedral quedó muy dañada. Y la gente nos decía: ‘Ahora sí se van, ¿no?’. Y nosotros les decíamos: ‘¡No!’. Me daba cuenta de que ese era mi lugar de misión, y hasta no ver que Dios me pedía otra cosa, yo debía acompañar a esa gente, que sufría ante cada persona que se marchaba”, recuerda la hermana, quien debió volver a la Argentina, por pedido de sus superiores en 2015, para acompañar a su familia, que enfrentaba una situación grave y necesitaba de su ayuda y contención.
En esos años de guerra, el grupo considerado “los rebeldes” -entre los que se encontraban el Estado Islámico, el ex-Frente Al Nusra, vinculado a Al Qaeda, y miembros de partidos de la oposición al régimen- lograron tomar cada vez más barrios de la parte oriental de Alepo. Desde allí, los francotiradores disparaban al resto de la ciudad, que para 2012 ya estaba rodeada por ellos. El barrio donde se encontraba el convento y la Catedral nunca fue invadido gracias a que allí se encontraba también el cuartel militar central. Pero, justamente por esa razón, el lugar era uno de los principales blancos de ataques.
“Durante los meses que la ciudad estuvo bloqueada, en 2012, cuando salíamos a hacer compras o trámites, a veces teníamos que pasar por zonas de francotiradores. Parábamos en alguna esquina entre varios y decíamos bajito ‘uno, dos, tres’ y empezábamos a correr. En grupo era más fácil, porque si uno quedaba lastimado en el camino, lo tironeábamos entre varios”, explica la hermana con total naturalidad.
Durante los primeros meses de guerra en la ciudad, las universidades, los colegios y muchas oficinas públicas y privadas dejaron de funcionar. La mayoría de las jóvenes universitarias pensionadas en el convento, unas 40, volvieron entonces a sus casas, en el interior del país, mientras que unas cinco no pudieron salir y vivieron todo ese primer año con los religiosos. Pero, al tiempo, como el conflicto no cesaba, la vida general de la ciudad se reanudó. Volvieron las clases y, con estas, las estudiantes a la pensión.
“Fue una cosa heroica que ellas volvieran a Alepo a estudiar, sabiendo que incluso en su pueblo podían estar más seguras. Dormíamos todos en las habitaciones del subsuelo, ubicadas en los dos pisos bajo tierra que teníamos. Allá es muy común que los edificios tengan subsuelos porque, por una razón estética, no está permitido construir más de tres pisos para arriba. En ese tiempo, tuvimos muchísimo fallecidos de nuestra comunidad en ataques de proyectiles. Era noticia de todos los días”, recuerda.
En medio del horror, sin embargo, la comunidad cristiana se fortaleció. Si antes de la guerra ya había misas diarias, adoraciones, grupos de jóvenes y un coro infantil, luego de su comienzo las actividades parroquiales se multiplicaron. “Para muchos creyentes fue un resurgir en la fe. Muchos que iban de vez en cuando a misa o ni iban empezaron a venir todos los días, a pesar de que salir de sus casas era riesgoso. Hicimos grupos de liturgia, retiros ignacianos, reuniones, también juegos. Y después, por supuesto, hacíamos el acompañamiento a las familias: íbamos a sus casas o a los hospitales a visitar a los heridos. El apostolado se volvió intensísimo”, detalla la hermana.
Tanto antes del bloqueo de 2012 como después, hubo grandes éxodos. Y esto afectó llamativamente a la población católica de la ciudad, que según la hermana se vio realmente reducida. “De tener misas con 400 personas, pasamos, en 2013, a tener misas de unas 50″, afirma. A los éxodos se sumaron las muertes, no solo en Siria, sino también en Irak, donde su congregación también tenía una misión. Allí también hubo ataques localizados a templos católicos, como el de la Catedral de Nuestra Señora de la Salvación, de Bagdad, donde un domingo, en horario de Misa, un grupo de terroristas ingresó y mató a casi todos los fieles congregados.
Una de las experiencias que la hermana Guadalupe más disfrutó durante sus años en Siria fue cuando formó parte, junto a dos sacerdotes, de una comisión que entrevistaba a “confesores de la fe”, en 2013. “Se le llama así a los que han sufrido torturas, peligros de muerte y han sobrevivido. Muchos tenían historias impresionantes. Nosotros los grabábamos y levantábamos acta”, explica. Uno de testimonios que nunca se olvidó fue el testimonio de Rami, un joven empresario de su parroquia que al momento de su secuestro tenía 30 años.
“Cuando empezó la guerra, empezó a ir a misa todos los días, no faltaba nunca. Y un día no estaba en misa. Cuando vi su lugar vacío pensé: o lo mataron o lo secuestraron. Lo habían secuestrado. Después nos contó que se lo llevaron con los ojos vendados y esposas en las manos. Lo llevaron a un lugar que él no sabía dónde era. Lo tuvieron encerrado en una letrina chiquita, atado muy fuerte a una silla. Dice que los dos días que estuvo encerrado rezó muchísimo. Rezaba el Rosario. Le pedía a Dios que le salvara la vida. El había visto a los secuestradores, entonces ellos le dijeron que iban a esperar la llegada del rescate y que después lo iban a matar. Rezaba y rezaba. Y en un momento se le ocurre fingir que tenía dolor de cabeza y empieza a gritar. Y le dice al secuestrador: ‘necesito tomar algo para el dolor de cabeza, no puedo más’. Y ahí, mientras el secuestrador se fue a buscar algo, él se encomienda a la Virgen y de una rompió todas las cuerdas de la silla. Es impresionante. Porque, a parte, él después nos decía: ‘Estuve dos días atado. Si hubiera podido desatarme, lo hubiera hecho desde el primer momento’. Y lo hizo en un segundo, se deshizo de todas las sogas. Quedó solo con las esposas. Y salió corriendo a un balcón que encontró. Estaba en un segundo piso. Ve pasar gente abajo y les grita: ‘¡Estoy secuestrado, por favor, ayúdenme!’. Y en ese momento se asoma el secuestrador desde el balcón de arriba y les dice: ‘No, no lo escuchen, está mal de la cabeza’. La gente sigue de largo y el secuestrador empieza a bajar. Entonces él se trepa al balcón y se tira. La gente lo recoge, lo llevan al hospital. Se quebró las piernas, la pelvis. Pero se salvó. En el hospital no paraba de contar la historia”, detalla la hermana Guadalupe con el asombro intacto.
“Visto de rojo por la sangre de los mártires”
En el convento donde hoy vive en Palermo, ella ha montado un Museo de los Mártires, un pasillo donde pueden verse los testimonios, las fotografías e incluso prendas de los cristianos asesinados en Siria e Irak por no estar dispuestos a apostatar. En este lugar, un edificio con balcones aterrazados, arcos a medio punto y un templo, que solía pertenecer a la comunidad sirio-libanesa, la hermana Guadalupe vive junto a un grupo de laicos consagrados, los “Nazarenos”, que se dedican, al igual que ella, entre otras tareas, a dar a conocer la persecución de cristianos en Siria.
La hermana Guadalupe empezó con esta tarea de difusión apenas volvió de Siria para cuidar de sus padres y contener a su familia en un momento de fallecimiento y dolor. Pero en seguida empezó a ser convocada para contar su testimonio. Y esto se volvió cada vez más intenso.
“Yo estaba en San Rafael, Mendoza, en la sede de la congregación. Pero a fines de 2015 me mandan para acá, Buenos Aires. Yo no tenía a donde vivir todavía, pero estaba junto a un par de hermanas e íbamos de acá para allá... Ese año fui a varios países como invitada: Colombia, Panamá, Estados Unidos, España. Yo contaba el testimonio de los mártires, la historia de la guerra y cómo los del Estado Islámico tomaron la costumbre de marcar las casas de los cristianos con la primera letra de la palabra nazareno en rojo. Nazareno es en realidad es un nombre despectivo utilizado por el Islam para hablar de los cristianos. Cuando daba el testimonio en parroquias, colegios, en todos lados, desde ese año, empecé a notar que había caras repetidas, que algunos me venían siguiendo. Y me decían: ‘¿La próxima charla dónde es? Te llevamos, te ayudamos’. Empezaron, en lo práctico, a ayudar. Y se empezaron a hacer llamar Los Nazarenos”, explica Guadalupe.
El grupo de “nazarenos” empezó a reunirse en encuentros de oración. Luego se comunicó, vía Skype, con los misioneros en Siria e Irak. Se volvió cada vez más fuerte. Hasta que algunos de sus miembros le plantearon a la hermana la posibilidad de consagrarse y formar una comunidad de laicos consagrados. Hoy, en total, los laicos consagrados son 62. “Algunos viven aquí en comunidad, pero la mayoría vive en sus casas, en diferentes países, porque justamente la característica de la vocación del laico consagrado es vivir en el mundo. Tenemos esta comunidad acá y una segunda comunidad fundada en el Líbano, desde el mes pasado, donde acaban de llegar 4 laicos desde Buenos Aires para hacer misión y poner el granito de arena asistiendo a los cristianos. Ya arrancaron a estudiar árabe”, cuenta Guadalupe.
Hace dos años que ella dejó su hábito azul, propio de su congregación, y usa uno rojo. No fue idea suya, sino de sus superiores. “Ellos me propusieron que haga una experiencia sola con el movimiento. Entonces retiran a las dos hermanas que estaban acá conmigo y me dan lo que se llama permiso de exclaustración, la posibilidad de vivir fuera de un convento. Y ellas me propusieron el cambio de color. Las hermanas nuestras en Ucrania se visten de negro, por tradición. Las hermanas que están en hospitales, de blanco. Entonces me dijeron: ‘¿Por qué no vivís de rojo, por la sangre de los mártires?’. Yo creo que mi misión hoy es acá, transmitiendo el mensaje de fe los mártires de oriente. En occidente el martirio es algo lejano, extraño. Allá no. Por eso el testimonio de ellos sacude tanto. Sacude a quien no cree y también al que cree”, dice.
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