100 horas en el mar: la familia argentina que vivió entre ballenas y redes de pesca clandestinas
La paciencia es virtud del buen marino. Una de las decisiones más difíciles al navegar es cuándo zarpar y cuándo es mejor quedarse en puerto, especialmente en largas distancias. Estábamos en Guarapari, Espíritu Santo, y nos proponíamos recorrer la pierna más ambiciosa del viaje hasta el momento: 420 millas náuticas, unos 4 días y 4 noches de puro mar, considerando nuestra velocidad media de 4 nudos. Esto es, 840 kilometros a 8 kilómetros por hora.
Habíamos esperado un frente frío durante 15 días, viento sur que nos empujara hacia el norte hasta Ilhéus, ya en el Estado de Bahía, y al fin había llegado. Dejamos el barco en un lugar seguro y fuimos hasta la playa para ver cómo estaba el océano: las olas rompían haciendo espuma desde la orilla hasta la línea del horizonte, el viento nos hacía hablar a los gritos y peinaba las palmeras de costado. El sur ya estaba acá, pero con rachas de 70 kms/hs, había que esperar un poco más.
Nuestro margen para navegar es bastante estrecho, porque el Tangaroa2 es un barco de acero, pesado, que necesita por lo menos 15 nudos para hacer una velocidad aceptable; y a la vez llevamos a bordo a Ulises, de 3 años, y a nuestra cachorra Lula, para los que arriba de 25 nudos es, quizás, demasiado adrenalínico.
Esperamos dos días más al acecho del mejor momento para soltar amarras, y finalmente lo hicimos a las 5:00 am, todavía noche cerrada. Amaneció con lluvia y un arco iris gigante que iba de mar a mar, bien nítido sobre un cielo gris plomo. Había mucha resaca, olas de entre 2.5 y 3 metros que nos empujaban por la popa. No vimos otros barcos. Lo bueno: navegábamos un buen trecho arriba de los 6 nudos y llegamos a los 8, nuestra velocidad máxima.
Ulises se despertó pidiendo la leche un par de horas después, saludó de lejos al papá, que estaba al timón bajo la lluvia, y se puso a jugar con Lula y su burbujero. Después de un año de esta vida, más toda su experiencia previa en el agua, nuestro hijo no se marea, juega a surfear y a saltar de banda a banda con las escoradas. Esa mañana de mar bravo, asomó su cámara al cockpit y empezó a disparar: "le estoy sacando fotos a las olas grandes".
Las primeras 24 horas fueron agotadoras, no pudimos usar el piloto automático así que estuvimos todo el día y toda la noche en la caña, afuera, y llovía, y soplaba fuerte, y mientras uno navegaba, el otro intentaba jugar con Ulises sin marearse. Con los sacudones no se podía cocinar, así que tocó comer frío con la esperanza de que estaría mejor al día siguiente. Eso, al menos, habíamos visto en el pronóstico antes de hacernos al mar.
Cuando el viento acompaña
Sin vista de costa no hay 4G. Para avisar a nuestras familias por dónde y cómo estamos tenemos un dispositivo satelital con tres botones que mandan mensajes distintos: verde, "estamos navegando sin novedades", amarillo, "tenemos un problema pero no necesitamos ayuda", y rojo, que activa la búsqueda y rescate de manera inmediata. Cuando navegamos lejos, solemos apretar el botón verde cada 6 horas.
La otra forma de comunicación a bordo es la radio VHF, con la que podemos hablar, tipo walkie-talkie, con barcos que están a pocas millas a la redonda. También, la Marina de Brasil comunica alertas y partes meteorológicos con cierta regularidad. Al segunda día escuchamos, en portugués, que el viento continuaría del S al SE, de entre 15 y 20 nudos, olas de 2.5 a 3, y buena visibilidad. Celebramos la noticia, era todo lo que estábamos esperando.
El sur seguiría, así que decidimos seguir también, muy a pesar de nuestro cansancio. Lo bueno de esta ruta es que tiene varias escalas posibles: la primera que pasamos fue el Archipiélago de Abrolhos, una reserva de naturaleza no explotada por el turismo, frecuentada especialmente por ballenas yubartas o jorobadas entre los meses de mayo y noviembre. No paramos, pero vimos muchas de estas gigantes, ¡y muy de cerca! Tanto, que una vez desperté a Juan en mi guardia, sacrilegio, porque una había dado un salto a unos cinco metros del barco y me dio un poco de miedo. No conocemos ninguna historia de primera mano, pero dicen que duermen en la superficie y son como piedras inmensas en medio del mar. Chocarse con una ballena podría significar perder el timón o abrir una vía de agua.
De día nos repartimos como podemos, en función de las necesidades del barco y de Ulises; pero de noche hacemos guardias regulares, cada dos horas. Esto fue menos duro a partir del segundo día, que pudimos poner el piloto automático y así liberarnos las manos. Es extraño cómo con el correr de las horas, o los días, el cuerpo se va acostumbrando a la rutina de mar, al movimiento de las olas, a patrullar el horizonte, a comer poco pero seguido, a dormir cada dos horas. Al tercer amanecer estábamos frente a otra escala alternativa, la bahía de Calabria, en Porto Seguro, pero el viento sur seguía, la ola había amainado, y nosotros podíamos un poco más.
A esta altura, Juan comía de menos por el mareo acumulado, yo comía de más por la ansiedad de llegar, y Ulises y Lula seguían igual que siempre: ellos mantienen intactas sus rutinas a pesar de todo y no se preocupan con nada. Un caracol se metió en la toma de agua del motor y está calentando; hay redes de pescadores clandestinas (no señalizadas) que podrían enredarse en la hélice o los timones; hay buques que podrían llevarnos puestos y plantas petroleras que podríamos llevarnos puestas nosotros... Ulises y Lula como si nada, y en general reclamando atención, otra leche con chocolate, comida, mimos, juegos. Como tiene que ser.
Con Ilhéus en la proa, vimos la hora y no lo podíamos creer. Nuestros cálculos, de hacía 4 días, allá en Guarapari, habían sido exactos: se cumplían 101 horas de navegación ininterrumpida. Arriamos las velas, tiramos el ancla y nos sacamos los trajes de agua. Esa noche dormimos satisfechos, fondeados y de corrido.
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