Son el resultado de una combinación de síntomas, tanto físicos como cognitivos, qué se debe tener en cuenta para evitarlos
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Enrique está sentado en la butaca del cine. Fue a ver una película con un amigo. De repente, comienza a experimentar angustia, taquicardia y sofocos; siente mucho calor, pero a la vez está frío y tiene escalofríos. “Me está dando un infarto o me estoy volviendo loco”, piensa.
Sale de la sala y toma un poco de agua. Se siente desorientado; luego lo describiría como “estar fuera de sí”. Acude a urgencias del hospital más cercano, donde cuenta su motivo de consulta: “Me está dando un ataque al corazón”. La película quedó muy atrás.
Tras dos horas de pruebas y esperas llega el diagnóstico. “Usted sufrió un ataque de pánico”, dice el médico de urgencias. Enrique se siente desorientado, incapaz y, sobre todo, temeroso de que la situación se repita.
Es probable que esto les suene. Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), el 30 % de la población sufrió o sufrirá algún ataque de pánico. De hecho, en 2019 se registraron 301 millones de personas con diagnóstico de algún trastorno de ansiedad; 58 millones eran niños y adolescentes.
Impredecibles y breves
Un ataque de pánico implica sufrir un miedo intenso que desencadena reacciones físicas muy alarmantes sin motivo aparente.
Una de sus características es la falta de control del afectado sobre el cuándo, el dónde y el por qué. Un alumno estresado puede padecerlo días antes de la defensa de su tesis doctoral, pero también mientras se da un baño caliente relajante días después del evento.
La corta duración es otro rasgo definitorio. Mientras que otros trastornos de ansiedad, como la ansiedad generalizada, son relativamente duraderos y requieren una intervención prolongada, el ataque de pánico dura escasamente 10 minutos.
De todos modos, la persona puede sentir sus secuelas días después debido al estrés anticipatorio que implica no saber cuándo va a vivir otro episodio similar.
Qué le ocurre al organismo cuando lo sufrimos
Aunque no todas las personas lo experimentan igual, los síntomas más comunes son palpitaciones, sudoración, temblor de manos, flojedad de piernas, náuseas, molestias abdominales, mareos, dolor de cabeza, opresión en el pecho, sensación de ahogo y sofocación.
Son manifestaciones fisiológicas que alertan al organismo de que existe una amenaza (en este caso imaginaria) contra su integridad física o psicológica.
Desde una perspectiva psicobiológica, supone la puesta en marcha de los procesos implicados en la lucha del organismo por la propia supervivencia. Es decir, se activa la liberación de cortisol, de adrenalina y noradrenalina y otros mecanismos hormonales relacionados con el sistema nervioso autónomo y estructuras subcorticales como la amígdala y la hipófisis.
Este fenómeno también se asocia con un déficit cognitivo. Algunas investigaciones han demostrado que haber padecido uno empeora el rendimiento en funciones como la atención, la memoria de trabajo y la velocidad de procesamiento.
Esto se explica fundamentalmente por el estado de confusión e incluso “despersonalización” que acarrean los ataques.
Más común en los países ricos
Como se apuntó más arriba, durante el ataque de pánico la persona siente que se está volviendo loca, que realmente va a morir o que algo está atentando contra su propia integridad. Es una amenaza imaginaria.
Esta percepción imaginaria es lo que diferencia a los seres humanos de otras especies, como diría el neurocientífico y escritor Robert Sapolsky, autor del libro Por qué las cebras no tienen úlcera.
Muchos humanos del siglo XXI vivimos con miedo a lo que pueda pasar porque nuestras necesidades básicas (comida, casa, bebida, afecto), las que nos garantizan una supervivencia sin apenas costos, pueden estar cubiertas incluso desde antes del nacimiento.
De hecho, varios estudios epidemiológicos han demostrado que los ataques de pánico son más comunes en países occidentales con altos ingresos económicos.
¿Quién tiene más riesgo de padecerlo?
No existe una relación causa-efecto entre poseer un determinado gen, carácter o rasgo de personalidad y las posibilidades de experimentar un ataque de pánico. Sin embargo, sí parece existir un factor hereditario.
También el temperamento influye: personas altamente sensibles o con elevados niveles de neuroticismo y autoexigencia tienen más papeletas de pasar por ese angustioso trance.
El género es también una variable clave. Numerosos estudios han mostrado que las mujeres tienen casi el doble de probabilidades que los hombres de sufrirlo a lo largo de su vida. La explicación reside en los procesos hormonales cíclicos asociados con el género femenino: la menopausia es un periodo de máxima susceptibilidad.
¿Se pueden evitar?
La imprevisibilidad del ataque de pánico dificulta su prevención, aunque el paciente que lo ha sufrido al menos una vez puede reducir los niveles de estrés anticipatorio ante la idea de vivir nuevos ataques. También puede adquirir nuevas habilidades para manejar el episodio en el caso de que vuelva a aparecer.
Esto se consigue con la combinación terapia psicológica y la toma de medicación específica, aunque existen alternativas como la terapia manual.
Lo fundamental es que los sistemas de salud estén preparados desde las consultas de atención primaria y las urgencias con protocolos específicos y estrategias de actuación para estos y otros casos relacionados.
Finalmente, quisiera destacar la importancia de dar visibilidad al ataque de pánico y otros trastornos de ansiedad como parte de las buenas prácticas profesionales.
Al aplicar el lema “la información es poder” a este contexto, se deduce que si alguien sabe lo que es un ataque de pánico podrá actuar de forma adecuada cuando lo sufra y, lo más importante, podrá vivir sin miedo a que se repita. Y esta labor es tan importante como la evaluación y el tratamiento psicológico.
*Por María José García Rubio
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