Victoria Ocampo, la cronista de Núremberg
De viaje por Europa en busca de proyectos para su revista Sur, la escritora argentina fue invitada a presenciar audiencias de los emblemáticos juicios a jerarcas nazis, realizados entre noviembre de 1945 y octubre de 1946.
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Hace 75 años, y tras el final de la Segunda Guerra Mundial, los Aliados llevaron a juicio a los jerarcas nazis por sus atroces crímenes de guerra. Victoria Ocampo fue invitada a participar de un par de audiencias, dejando testimonio de su presencia en uno de los acontecimientos más relevantes de la historia, como única mujer, latinoamericana y argentina.
El Juicio de Núremberg, llamado también Procesos de Núremberg, marcó a fuego la historia universal. Hace 75 años, desde el 20 de noviembre de 1945 al 1° de octubre de 1946, un total de 24 jerarcas nazis comparecieron ante el Tribunal Aliado, que los juzgó y condenó por los crímenes cometidos a lo largo de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945). Entre los acusados, hubo algunas ausencias notorias: Joseph Goebbels, el temible jefe de propaganda nazi, se suicidó unos días antes de la rendición de Alemania junto a su esposa y sus seis hijos; Heinrich Himmler, el siniestro jefe de la Gestapo, que también se suicidó al momento de su detención; Robert Ley, Jefe del Frente Alemán de Trabajo, se colgó estando detenido; Martin Bormann, secretario personal de Adolf Hitler, desaparecido de forma misteriosa; y por supuesto, el protagonista principal, es decir el mismísimo Adolfo Hitler, también suicidado junto a su reciente esposa, Eva Braun.
Una sola mujer dio el presente entre los asistentes al juicio, que además fue la única latinoamericana y la única argentina: Victoria Ocampo. Su presencia en el Juicio de Núremberg formó parte de un largo viaje que Victoria realizó por Estados Unidos y Europa luego de la guerra, en 1946. Su paso por la Europa de posguerra la dejó consternada: nada quedaba de esa Europa espléndida que había conocido en su juventud. Solo desolación, ruinas y gente viviendo de racionamientos.
Para ubicarse un poco en tema, si bien siempre se distanció de todo cuanto involucrara a la política y no permitía que la política interfiera en sus ideales (como por ejemplo, su férrea defensa a los derechos de la mujer), Victoria aborrecía todo lo relacionado al autoritarismo y la ausencia de libertades, representado en aquellos años por el fascismo, el nazismo, el comunismo, y, en Argentina, en la figura de Juan Domingo Perón. No obstante ello, su revista, Sur, reunió a los más encumbrados escritores, artistas e intelectuales de aquellos años, sin distinción de ideología política. El caso más extremo entre los habituales colaboradores de Sur quizás sea el de quien fuera uno de los mejores amigos de Victoria, Pierre Drieu-La Rochelle, el turbulento escritor francés quien en 1932, tras haber pasado por Argentina invitado por Victoria, conoció a Jorge Luis Borges y lo resumió en pocas palabras: “Borges vaut le voyage” (“Borges valió la pena el viaje”). Drieu comenzó simpatizando con el fascismo a mediados de los años 30, y posteriormente defendió a ultranza el colaboracionismo francés con el Tercer Reich durante la devastadora ocupación nazi en Francia.
Victoria era todo lo opuesto a Drieu: abrazó con pasión la causa aliada, enviando ayuda de dinero, ropa y alimentos a la Europa sometida por los nazis, y brindando refugio en Argentina a artistas judíos que podían estar en la mira de las temibles SS. Una de ellas fue la renombrada fotógrafa Gisèle Freund, quien a pedido de Victoria había hecho unas magníficas fotos de su admirada Virginia Woolf, durante su visita a Londres en los años 30.
Así, Victoria Ocampo, cronista de su tiempo, dejó testimonio de su asistencia a la sala de audiencias donde se realizaba el juicio a los nazis en la destruida Núremberg, por medio de las cartas que enviaba casi a diario a sus hermanas Angélica y Francisca (Pancha), cartas que hoy se encuentran recopiladas –junto algunas remitidas a otros destinatarios– en un espléndido libro Cartas de Posguerra (Sur, 2010), con traducción y notas de Eduardo Paz Leston, y en un ensayo llamado Impresiones de Núremberg, y que forma parte de la cuarta serie de sus Testimonios, “Soledad Sonora”.
Con sus propios ojos
En marzo de 1946, y con el fin de traer proyectos para Sur, Victoria Ocampo emprendió un largo viaje a Europa y Estados Unidos. Durante su estada en Inglaterra, ella recibió una invitación del British Council para asistir a un par de sesiones del Juicio de Núremberg. Para Victoria, fue la oportunidad de encontrarse frente a frente con los criminales que tanto detestaba. El rechazo y la repugnancia que le provocaba el régimen nazi no solo quedó plasmado en su postura al respecto y en sus escritos, sino que se intensificó cuando tuvo la oportunidad de ver de cerca a los nazis sentados en el banquillo y conocer más de algunas de las atrocidades que cometieron a lo largo de la guerra.
En una carta fechada el 5 de junio de 1946, Victoria le contó a sus hermanas Angélica y Pancha que partió ese día hacia Alemania, a las 8 de la mañana, en un avión de la Royal Air Force. A su arribo a Núremberg, “después de un almuerzo (que no comí) entramos en la sala del Trial. De un lado, los acusados en dos filas. Enfrente, los jueces; en el medio el que está declarando y el que interroga (abogado defensor); a un lado el regimiento de traductores”. Cabe agregar que Victoria escribía sus cartas en tono coloquial, en español y francés, y a veces mezclando palabras en español, inglés y francés. Además, agregó a sus cartas sobre el juicio varios recortes periodísticos y algún boceto de la sala del tribunal, realizado por ella misma, pidiéndole a sus hermanas que los guardaran cuidadosamente, porque eran los “documentos” que posteriormente iban a servirle de ayuda memoria.
En su brillante biografía de Victoria, El mundo como destino (Seix Barral, 2002; Premio Konex 2004; Edición Editorial Victoria Ocampo, 2010), la escritora María Esther Vázquez (1937-2017) reproduce algunos párrafos de “Impresiones de Núremberg”; esas impresiones que causaron en Victoria Ocampo esos otrora poderosos jefes nazis, reducidos a la nada misma, a quienes observa, a través de unos prismáticos: “Por primera vez en mi vida, mis ojos tocan esos célebres rostros alemanes en carne y hueso. Pero siempre vuelven a los cuatro primeros, sentados en el extremo del banco que queda a mi lado: Goering, Hess, Keitel, Ribbentrop. Sobre todo el primero. Diría ‘Hermann’, casi sin alzar la voz, y él me oiría. Pálido, sin rastros de agitación, con un uniforme que corresponde a una pasada corpulencia y privado de los habituales esplendores, descubro ironía en su rostro y actitud (…). Si muevo un poco los prismáticos (…) encuentro a Hess. Me recuerda a los monitos que en los días de invierno se acurrucan, desamparados, junto a los barrotes de la jaula (…). Más allá, Keitel, por el contrario, muy despierto, muy alerta (…). Su rostro es duro, descarnado, firme (…). Mirando al lamentable Ribbentrop, me pregunto qué oficio era el suyo. Floreciente, quizá, en el momento de éxito, de nada le sirve en la crisis actual (…)”.
Si eso era suficiente para causarle repugnancia, peor aún fue cuando Victoria tuvo frente a sus ojos algunas de las atrocidades cometidas por estos personajes siniestros. Algo de lo que ya estaba al tanto, tras visitar en Inglaterra a la aristócrata y escritora británica Vita Sackville-West, y a su marido, el diplomático británico Harold Nicolson, quien había estado en Núremberg. Un mes antes de su partida hacia Alemania, en mayo de 1946,
Victoria le escribe a Angélica y Pancha una carta con los pormenores de este encuentro: “Nicolson venía de Núremberg donde presenció los procesos a los nazis. De vez en cuando, cuando estos señores mienten con demasiado descaro, apagan las luces de la sala y pasan en la pantalla fragmentos de películas donde sus palabras tienen un desmentido rotundo. Por otra parte, los alemanes, metódicos e ingenuos, han guardado en sus archivos todos los documentos necesarios para condenarlos (…). Harold dice haber visto fotos atroces tomadas por los oficiales alemanes (…). Harold vio también la pantalla hecha de piel humana (con tatuajes) y montones de pieles humanas preparadas, como la de los animales, para usos diversos. Vio también jabones hechos con grasa humana. Dijo que es de una crueldad fría, inimaginable”.
Así, en Núremberg, Victoria pudo confirmar con sus propios ojos lo que Harold Nicolson le había adelantado. El 6 de junio de 1946, Victoria envía una carta a Angélica y Pancha, describiendo los horrores que pudo observar: “Las fotos sí son horribles. Montañas de anteojos tiradas, bolas de pelo de mujer (siete mil kilos aquí, siete mil kilos allí). Los desperdicios de la jabonería: cabezas cortadas y scalpées (sic) [N de la R: sin cuero cabelludo, en francés]. Mujeres desnudas corriendo. Otras que las van a fusilar. Chicos llorando. Mal rayo los parta. Y que tupé tienen todavía”.
A la vez, en sus cartas a sus hermanas, Victoria logra superponer el horror con algunos detalles algo frívolos. Por ejemplo, describe al oficial que está parado al lado de Hermann Goering, como “un soldado americano espléndido, con un modelito que me gusta mucho (…). Detrás de cada acusado uno de estos reales mozos (…) como una estatua de buena carne fresca. Los que no tienen nada de carne fresca son los acusados. ¡Qué caras! ¡Qué derrumbe físico! Todo el mundo está de acuerdo para decir que Goering tiene mucho cran (sic) [N de la R: agallas, en francés]”. Como todos los que pasaron por la sala de audiencias en Núremberg, Victoria también fijó la vista en el deleznable Hermann Goering, quien fuera el poderoso Ministro de Economía y Jefe de la Aviación Alemana (Luftwaffe). Goering, con su prepotencia y su soberbia, aún maltrecho y degradado, fue algo así como el “líder” de los acusados, que terminó siendo condenado a la horca. Hasta el último minuto se salió con la suya; de alguna forma averiguó día y hora de la ejecución y se hizo llevar una pastilla de cianuro que tragó para suicidarse y escapar de la soga, pocas horas antes de ser colgado.
Por otra parte, y como le cuenta a sus hermanas, Victoria quedó impresionada por “la seriedad con que se están haciendo las cosas. Oí primero en inglés y luego en francés, todo el interrogatorio y luego las respuestas. En cada asiento hay como unos receptores que te pones en el oído y sintonizas el idioma que quieras. ¡¡Este adelanto en una ciudad en ruinas!!”.
Una ciudad en ruinas es lo que la propia Victoria Ocampo pudo comprobar antes de su regreso a Londres. “Hasta el hotel donde paro (el único) ha sido bombardeado. No hay idea de la destrucción que aquí se ve”, escribe Victoria a sus hermanas el 5 de junio de 1946; continúa su descripción al día siguiente: “No hay títere con cabeza en Nurenberg. Fuimos a ver el famoso anfiteatro donde hacía sus grandes payasadas Hilter. Es impresionante ver como les mauvaises herbes [N de la R: yerba mala, en francés] lo han invadido ya. Subí hasta el sitio desde donde pronunciaba sus discursos… (esa gran escalinata). Resulta que es mampostería”.
Cuenta María Esther Vázquez en su libro: “Ese primer día, ya fuera de los tribunales, Victoria decidió salir a caminar por la ciudad. Solo le bastaron unos pocos pasos para darse cuenta de hasta qué punto atroz estaba arrasada”. Y añade otro párrafo de las “Impresiones de Núremberg”, de Victoria: “Sesenta mil cadáveres yacían aún bajo las ruinas y los sobrevivientes –alojados en los sótanos– parecían arrojármelos en el camino. Comprendí en Núremberg lo que es vivir en un país de vencidos que fermentan los rencores. Solo los vencedores pueden hacerse gloria de una ruina. Entre los vencidos, ruina es sinónimo de humillación”.