Utopías post humanistas y realidades muy humanas
¿Está próximo el día en que, con la inteligencia artificial, las máquinas tomen decisiones por sí mismas y determinen el destino del planeta y sus habitantes en temas como política, economía, salud, ciencia, seguridad y maniobras militares? ¿Será ese el día en que, debido a avances tecnológicos, la muerte resulte una enfermedad prevenible o curable y cada miembro u órgano del cuerpo humano pueda ser remplazado, al punto en que seremos prótesis ambulantes e inmortales? ¿Se avecina el tiempo en que nuestra mente con todos sus contenidos (memoria, sueños, recuerdos, emociones) será descargable en soportes que la conservarán para siempre, más allá de la muerte y pudrición de nuestros cuerpos? Para los tecnofílicos este es un futuro posible y deseable. Para los tecnofóbicos es un siniestro porvenir. Utopía para unos, pesadilla para otros. Post humanistas por un lado, humanistas por el otro. O una tercera variante: los humanos digitales. Estos se definen como quienes no temen a la tecnología, aceptan que esta ya es parte indivisible de nuestra vida, no la ven como amenaza para la supervivencia humana, y piensan que, lejos de llegar a ser dominados por máquinas y robots, podremos ponerlos al servicio de una vida más justa, igualitaria y sensata en la Tierra.
En 1996, John Perry Barlow (1947-2018), poeta, ganadero y activista digital fundador de la Electronic Frontier Foundation, lanzó la Declaración de independencia del ciberespacio, base del pensamiento humanista digital. Allí decía: “El espacio social y global que estamos construyendo es por naturaleza independiente de las tiranías que buscan imponernos. No tienen derecho moral para gobernarnos, ni poseen métodos de coerción que sean verdaderamente de temer. No nos conocen, ni conocen nuestro mundo. El ciberespacio no recae dentro de sus fronteras. (…) crece por medio de nuestras acciones colectivas”. Era un llamado a humanos de todas las razas, creencias y latitudes a construir, con las nuevas herramientas tecnológicas, un mundo cooperativo, solidario y, en principio, virtual.
A su vez los post humanistas, a diferencia de los humanistas digitales, no se preocupan por cuestiones morales o filosóficas, postulan la integración de humanos y máquinas hasta crear un cyborg, consagrando una biorrobótica de cuyas consecuencias se desentienden. No aceptan las limitaciones de lo humano y están dispuestos a ir más allá de ellas a cualquier precio. “Como toda utopía, esta ejerce una función legitimadora de ciertas conductas presentes y propone unos valores que han de orientar conductas futuras, cosas ambas sobre las que conviene reflexionar”, advierte Antonio Diéguez, filósofo de la ciencia de la Universidad de Málaga, en un ensayo publicado en la revista Telos. Y recuerda la principal crítica que se le hace a esta corriente afecta a inquietantes distopías: “Su propósito declarado de acabar con la naturaleza humana, o transformarla radicalmente, poniendo así en peligro nuestra propia condición de seres morales”. La tecnología al servicio del vale todo, que ya tuvo nefastas consecuencias en la historia humana, si se recuerda, por ejemplo, Hiroshima, Chernobyl, Fukushima, y acaso (algún día se sabrá) el Covid-19.
Lo cierto es que, mientras nos distraemos con estas cuestiones, la Oficina de Coordinación de Asuntos Humanitarios de las Naciones Unidas informa que este año 274 millones de personas en todo el mundo necesitarán ayuda humanitaria urgente. Un 17% más que en 2021 pese a todo el blablablá que se vertió sobre que la pandemia produciría un mundo más empático, solidario, etcétera.
El hambre, la desigualdad y las más de siete plagas que hacen de la vida humana real y no distópica una vida atravesada por injusticias prevenibles y reparables no han sido resueltas hasta aquí por quimeras tecnológicas, por promesas políticas ni por falacias económicas. Y no asoma robot que lo solucione.