Una música pop y el hijo de un actor fetiche. De dónde salieron los protagonistas del nuevo film de Paul Thomas Anderson
Licorice Pizza tiene como figuras estelares a Alana Haim y Cooper Hoffman, dos jóvenes inexpertos en el mundo de la actuación, pero conocidos de la vida cotidiana del realizador en Hollywood
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Chico de 15 años, chica de unos 25. Puede que al principio no lo parezca, pero él es maduro, resuelto, arrojado; un verdadero emprendedor. Ella es inestable, un torbellino de convicciones e inseguridades y no termina de hacer pie en la vida adulta. “Un día voy a casarme con ella”, dice él, con un optimismo y una energía que no lo abandonan nunca. “Podemos ser amigos, pero jamás novios”, advierte ella, atenta a la diferencia de edad. Aunque quién sabe: el relato no lleva ni diez minutos cuando Alana le reconoce a Gary que “él es dulce y que para los 16 ya se habrá convertido en un hombre rico y exitoso; que ella a los 30 seguirá viviendo con sus padres y él ni siquiera recordará haberla conocido”. Nada como este atolondrado y honesto cúmulo de sensaciones y sentimientos estrellados de frente, de predicciones, alucinaciones y confesiones, para arrancar una perfecta historia de amistad o amor platónico con aspiraciones de más.
Para la crítica estadounidense Licorice Pizza, la nueva, novena película de Paul Thomas Anderson, ambientada en 1973, con una banda de sonido que evoca la época a través de Bowie, el McCartney de Wings (y algo de Sony & Cher y Gordon Lightfoot, entre otros), es antes que nada una oda de su director a su propia infancia y adolescencia en el Valle de San Fernando, en California. Pero fuera de la Costa Oeste de Estados Unidos bien puede aspirar a cautivar con la universalidad de amistad hormonal y romance con roces y acercamientos pero sin sexo entre dos personas bastante reales, es decir, despojados de varias de las cualidades usuales de tantas estrellas juveniles de las industrias del cine, la televisión o la música; con granitos y ojeras y sin maquillaje, aunque con mucha gracia y carisma. Si bien hay personajes secundarios que hacen breves e incendiarias apariciones a cargo de Sean Penn, Tom Waits y Bradley Cooper, las dos grandes apuestas de Anderson para esta película son sus protagonistas, que debutan en el cine como virtuales desconocidos: Cooper Hoffman y Alana Haim. Ambos estuvieron nominados a sendos Globo de Oro (al igual que la película y su guionista) y se espera que esto se repita en los Oscar.
El título de la película, que resultará enigmático para cualquiera que no se haya criado en esa región del mundo, está tomado de una cadena de disquerías del sur de California que Anderson recuerda de su infancia y ya no existe. Pero lo que importa es la combinación que propone el nombre, dice el director: licorice es regaliz, que no es un sabor que automáticamente combine con el disco de harina y queso, y esa es justamente la idea: dos elementos aparentemente incompatibles que entran en contacto e inesperadamente producen algo nuevo, fantástico, explosivo. Parece que no podrán estar juntos, pero “ese dilema es la premisa de una gran tradición de comedias románticas”, ha dicho Anderson. “Primero pasó que me recordaba a mi infancia, que fue suficientemente buena. Y luego le busqué un pretexto, algo así como que ella es como el regaliz y él es un poco una pizza y no encajan, pero de alguna manera funciona. (También son) grandes palabras que quedan bien juntas y tal vez capturan una atmósfera. O simplemente quedan bien en un afiche”.
Aunque, vale repetirlo, no hay sexo entre los protagonistas, sí hay una relación que es, además de inestable, tumultuosa y contradictoria: emprenden aventuras juntos, se acompañan, se pelean. Una y otra vez los chicos salen corriendo, cada uno en busca del otro sin saber bien para dónde ir, porque falta mucho para los teléfonos celulares y más aún para el whatsapp. Y hay inevitablemente celos y, de manera más explícita de un lado que de otro, late una poderosa tensión hormonal. El asunto de la diferencia de edad para el espectador se diluye a medida que avanza el relato y aunque vaya contra la ley y la corrección política –incluso contextualizada como está en una época que percibía este “problema” de otra manera– es imposible dejar de querer que haya algo más entre ellos.
Nacidos y criados en Hollywood
No es la primera vez que Anderson ambienta una de sus películas en la región del mundo en la que creció: por allí fueron filmadas también Boogie Nights (o Juegos de placer, que se metía en la industria del porno cuando esta enfrentaba la transformación a la que iba a someterla el video); la coral y más bien amarga Magnolia, y Embriagado de amor (con Adam Sandler; una historia de amor algo distorsionada que acaso sea la más cercana a esta película en la filmografía del director). Hijo de Ernie Anderson, más conocido en los 60 como Ghoulardi, un popularísimo presentador televisivo de películas clase B, de terror y ciencia ficción, Paul Thomas Anderson sabe lo que es criarse cerca de Hollywood, y conoce algunas de las fantasías que existen entre los mortales sobre lo que significa vivir en las inmediaciones de la industria del cine y cruzándose con estrellas. “Yo cometí el error de pensar que había un lugar mágico al final del arcoíris en el que se hacían las películas. Ese no es el caso en absoluto: Hollywood es Warner Bros. y Burbank. Bedford Falls (el pueblo del clásico Qué bello es vivir) no se filmó en Bedford Falls, sino en Encino, California”.
Anderson filma el lugar en el que se crio, con amor pero sin fetichizarlo, ni perder de vista el mundo real que sirve de trasfondo a su historia: Nixon, los cotidianos abusos policiales, diversos prejuicios sociales, la crisis del petróleo, una sensible agitación política. Su relato se solapa en algún punto con el de Había una vez en Hollywood, de Tarantino: en aquella se narra un mundo que a fines de los 60 parecía estar muriendo y en la más soleada Licorice... cruza hacia el terreno de algo nuevo. “Me gusta tanto la película de Quentin”, contó Anderson, que es amigo de Tarantino y comparte largas charlas cinéfilas con él, “que hubo un momento en el que pensé: ¿realmente quiero hacer una película que transcurre en el mismo lugar casi al mismo tiempo? Ya había estado ahí con Boogie Nights y Vicio propio, y no querés repetirte ni tocar nada de lo que creés que te salió bien una vez. Pero luego sentís que tenés que seguir tus instintos.” Y si hay cierta calidez en su nueva película, esta proviene tanto de sus personajes y sus sentimientos como del hecho de que “este es el lugar en el que aprendí a usar una cámara, a sacar fotos, a encuadrar un plano y hacerlo elegante o a hacer algo realista y nada elegante. Estaba filmando algo con lo que sentía una gran confianza, y no tenía ninguna necesidad de embellecerlo ni de romantizarlo ni de convertirlo en nada que no fuera. Y creo que al final termina mostrando mi afecto por este lugar, me lo haya propuesto o no”.
Finalmente, el Hollywood de las estrellas desproporcionadas, los egos y el derroche se hace presente y con furia, pero en pequeños capítulos que parecen tomar por asalto solo por un rato el relato de Gary y Alana. Estas secuencias están protagonizadas por Sean Penn como Jack Holden (una suerte de reinterpretación de William Holden, divertida y salvaje), Tom Waits –como un director veterano– y Bradley Cooper, bajo el nombre real del productor Jon Peters (que era pareja de Barbra Streisand) aunque dotado de una personalidad probablemente más estrambótica y violenta que la de su referente. Buena parte de las anécdotas que dan forma a la historia central son versiones más o menos exageradas de historias que le contó a Anderson alguna vez Gary Goetzman, curtido productor, socio de Tom Hanks. Estas entradas incendiarias funcionan un poco como el artificio, el Hollywood mítico en el que empieza a romperse el encantamiento y sobre el cual se despliega la historia entre los dos casi-novios más queribles del cine reciente.
El acné y la verdad
El gran hallazgo de la película es, como se dijo, su pareja protagónica: Alana Haim y Cooper Hoffman. Integrante de la banda de pop rock Haim, que lleva adelante junto con sus hermanas Este and Danielle (quienes interpretan a sus hermanas en la película), Alana se conoce con Anderson desde hace poco menos de una década. El director dice haber escuchado su canción “Forever” por primera vez en la radio en 2012 y que a partir de ese momento se le apareció una y otra vez, hasta que sintió que “esta canción me estaba persiguiendo”. Entonces leyó un poco sobre la banda, las invitó a su casa a cenar, y allí descubrió que la madre de las chicas había sido su profesora de arte en el secundario. Tiempo después empezó a dirigir algunos videos de Haim, en los que el centro suele ser la hermana mayor y vocalista principal, Danielle. “Pero cuando se me ocurrió esta historia sentí que le calzaba mejor a Alana. He visto su ferocidad. Puede que parezca una chica judía del valle, pero en realidad es más como una estrella del cine de los años 30; filosa, veloz al hablar”. Por suerte el estudio que financiaba el proyecto no objetó su elección en el casting; él considera que de todas maneras no habría podido convencer a otra actriz de que no usara maquillaje “y dejara de lado ese nivel de vanidad que parece acompañar a tantas actrices jóvenes. No es posible usar maquillaje mientras va corriendo por ahí en el Valle de San Fernando en 1973; no sería realista, se derrite. Así que cuando exponés cómo su piel se ve en verdad, que es como se ve la piel de todo el mundo, ya estás creando una situación más realista y el público se identifica más con el personaje, que no es una estrella de cine haciendo como que es alguien que no es”.
En cuanto a Cooper Hoffman, el Gary púber y con acné que motoriza la historia, tampoco tenía ninguna experiencia actoral profesional antes de Licorice Pizza. Anderson, sin embargo, lo conoce de toda la vida, ya que es el hijo de Philip Seymour Hoffman, el gran actor fallecido antes de tiempo (a los 46, en 2014), que hizo cinco de las películas del director, incluyendo el protagónico de The Master, en 2012. La participación como actor de Cooper se limitaba hasta ahora a unas cuantas películas caseras que hizo con Anderson y los hijos de este (“por lo general, historias de acción en las que mi hijo derrota al villano que interpreta Cooper”). Anderson no escribió el papel para él, sino para un chico cualquiera de unos 15 años; ni siquiera lo había considerado una posibilidad. Pero a medida que avanzaba a través de un proceso de casting más tradicional, su frustración se iba volviendo mayor: “Conocí a algunos chicos talentosos, pero la mayoría parecían demasiado entrenados, con muchos manierismos y ambiciones, cosa que no me parece interesante. Hay también una especie de maldición que no puedo sacarme de encima, que es que la mayoría de los jóvenes actores parecen más interesados en trabajar en sitcoms o en Instagram que en la actuación”. Cuando, golpeado por la inspiración, pensó en Cooper, el hecho de que la primera reacción del chico fuera de reticencia, confirmó que era la elección correcta. “Es muy sociable y empático, siempre se sintió cómodo tanto entre adultos como con gente de su edad y a la vez tiene esa cosa de los chicos, que es que se las arreglan para sostener una conversación con alguien mayor, pero a la vez se pone mal las medias o se olvida de desayunar, porque en el fondo todavía es un cachorro”.
Al final, el mejor casting no estaba en un estudio de como los que había cerca del lugar en el que se crio, sino directamente a la vuelta de la esquina. En unos clips que filmó con las hijas de una de sus profesoras del secundario, y con el chico con el hacía cortos en el jardín de su casa. “En algún punto”, dice, “para mí esta es una home movie, una película familiar. No contiene una descripción precisa de mi infancia, pero es la que más disfruté al hacer”. Como en los clips de Haim, y a diferencia de sus películas más grandes, acá debió filmar “con poco dinero, rápido, sin pensar demasiado, instintivamente, usando a nuestros conocidos. Y verifiqué que no se necesita mucho más que ganas y unos cuantos amigos y parientes para hacer una buena película”.