Un modelo educativo de escuelas rurales argentinas, entre los mejores del mundo
Son secundarias presenciales pero mediadas por tecnologías, que funcionan en algunos de los parajes más remotos e inaccesibles del país. Un sistema reconocido por la Unesco que, en pandemia, también tuvo que lidiar con las dificultades de la virtualidad
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El Covid-19 desafió a docentes y alumnos por igual a adaptarse a una nueva dinámica educativa que, hasta el momento, sigue reinventándose. Virtual, a distancia, híbrida, en burbujas. Y, en cualquiera de estos formatos, la tecnología como protagonista o cumpliendo un rol de apoyo, pero siempre presente, mezcla de herramienta salvadora y obstáculo extenuante.
Sin embargo, en algunos de los parajes rurales más remotos de la Argentina, ya existe hace años un modelo que demuestra que el aprendizaje apoyado fuertemente en la tecnología y sus múltiples pantallas no sólo es posible, sino que, además, tiene el potencial de transformar la vida de los chicos y chicas que acceden a él. Un modelo tan innovador que hasta fue destacado por la Organización de Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco) como una de las dos mejores propuestas educativas del mundo.
Se trata de las Escuelas Secundarias Rurales Mediadas por Tecnologías de la Información y la Comunicación (TIC), un proyecto que nació en 2013 para poder llegar a los asentamientos más dispersos e inaccesibles de nuestro país donde los chicos, una vez que egresaban de la primaria, no tenían posibilidad de continuar sus estudios a no ser que abandonaran sus hogares y se establecieran en localidades más pobladas.
Hoy, existen ocho escuelas de este tipo en Chaco, Salta, Jujuy, Misiones, Santiago del Estero y Tucumán. Llegan a un total de 90 parajes y por sus aulas pasaron, hasta el momento, más de 1500 alumnos, de los cuales ya se recibieron 500. En la mayoría de los casos, son los primeros en su familia o incluso en su comunidad en tener un título secundario.
Cada una de estas escuelas cuenta con una sede central en un centro urbano; ahí asisten de lunes a viernes los docentes, quienes trabajan por proyectos que entrecruzan asignaturas y graban las clases que después suben a una plataforma virtual. Al mismo tiempo, a cientos de kilómetros de distancia, los alumnos llegan a su aula más cercana, en donde los espera un coordinador pedagógico que descarga las clases y hace de soporte y mediador entre ellos y los profesores. Pero los adolescentes también se comunican de manera directa e inmediata con sus docentes por WhatsApp, mail, Facebook, Skype o Meet. Envían sus consultas, ejercicios y tareas por archivos de texto y audio, imágenes y videos, usando todas las tecnologías disponibles.
Netbooks, celulares, tablets y servidores son los “útiles escolares” esenciales en el aula, pero el modelo también contempla actividades sin pantallas, como el trabajo en las huertas comunitarias y con materiales de la biblioteca, además de tiempos de recreo y actividad física. A su vez, los profesores que residen en la ciudad visitan periódicamente cada una de las sedes rurales. Es en esta pluralidad de dimensiones e interacciones en donde reside su mayor innovación, aunque no está exento de dificultades: depende de la siempre irregular conectividad de la zona y de paneles solares para el suministro eléctrico.
Estas limitaciones se hicieron notar todavía más durante 2020, con la cuarentena por el Covid-19 que llevó al cierre casi total de las escuelas argentinas durante gran parte del año. Como para el resto de los chicos y chicas del país, los alumnos de este modelo tan particular tuvieron que quedarse en sus casas, sin la diversidad de tecnologías y recursos disponibles en las aulas. Y, a pesar de su experiencia con el aprendizaje mediado por pantallas, la educación virtual y a distancia significó un atraso grave en su progreso.
María Jesús del Carmen Gallardo (18) fue la única en la escuela del paraje La Media Luna, ubicado en la frontera entre la provincia de Salta y Bolivia, que logró recibirse el año pasado. “No me resultó difícil la dinámica nueva porque para nosotros no era tan distinta. El mayor cambio fue no poder ver a mis compañeros ni a mi coordinador. Me enteré por WhatsApp de que era una egresada, fue muy duro no tener la ceremonia de graduación ni el viaje a la sede central del colegio, en Salta Capital, para encontrarnos con nuestros profesores”, cuenta.
El celular, que siempre habían usado como apoyo, se convirtió de un día para otro en la única pantalla disponible, aunque el acceso a datos se hizo, en muchos casos, imposible: “Muchos de mis compañeros viven en lugares en donde, para cargar crédito en su teléfono, tienen que cruzar a Bolivia y luego volver a entrar a Argentina. Pero, con la cuarentena, las fronteras estaban cerradas. Para mí, eso no fue tan complicado”, admite. En ese sentido, ella fue una estudiante “afortunada”: al ser su papá el enfermero del paraje y su mamá, docente en la escuela, vivía con su familia en las inmediaciones del colegio, donde podían aprovechar la conexión wifi del lugar.
Pero también le tocó vivir de cerca lo más crudo de la pandemia: “Mi papá, mi mamá y mi abuela tuvieron Covid. A él lo internaron a fines de noviembre y no lo pudimos ver por un mes. Hasta hoy tiene algunas secuelas. Mi mamá se contagió al mismo tiempo pero por suerte estuvo en casa y se recuperó rápido”.
Mientras sus cuatro compañeros esperan saber si finalmente lograron egresar (en Salta, el ciclo educativo 2020 terminó el 30 de abril), María Jesús ya arrancó sus estudios terciarios para convertirse en maestra de educación especial. Por el momento, la cursada también es virtual.