Tower Records. Hace 25 años desembarcaba en Buenos Aires la disquería que lo cambiaría todo, pero que duró muy poco
Hace veinticinco años, en el otoño de 1997, los melómanos argentinos recibieron una noticia que fue, como dice el lugar común, quizás nunca más apropiado que esta vez, música para sus oídos: Tower Records se instalaba en la Argentina a través de una sociedad entre la casa matriz de esa mítica compañía con base en California y dos argentinos, el empresario Eduardo Costantini, que había comprado el 45 por ciento de las acciones, y el músico Pablo Zetoné, dueño del 5 por ciento del capital accionario.
La intención de Costantini era pelearle el mercado a Musimundo, una cadena que por entonces vivía un momento de gran auge. El sueño no duró mucho: ya en junio de 1998 el grupo norteamericano retomó el control completo de las operaciones para saldar de ese modo las diferentes visiones para encarar el negocio que tenía respecto de sus socios locales. En septiembre de 2001, cuando la crisis económica de la Argentina estaba a punto de explotar en los trágicos sucesos de diciembre de aquel año, la casa matriz directamente quiso cerrar su negocio en el país, pero apareció un fondo de inversión, Cóndor Ventures, que se quedó con la franquicia local, llevó la empresa a un concurso de acreedores y en mayo de 2003 transfirió el fondo de comercio a otros dueños. Ahí aparecieron Marcelo Fígoli, dueño de la productora Fénix Entertainment Group, que organiza desde hace años buena parte de los espectáculos masivos más importantes del país, Martín Ferraro, dueño de la cadena de electrodomésticos Malvinas, y el grupo editor del diario universitario “La U”, a cargo de Sergio Spolski, por entonces un poco conocido exdirectivo del Banco Patricios, y Fernando Sokolowicz (relacionado con Página/12), que compraron y a los pocos meses vendieron su parte a un inversor anónimo.
Tower Records tuvo en la Argentina una sede central, el imponente local de 1700 metros distribuidos en dos plantas de Santa Fe y Riobamba, otro megastore en Belgrano y sucursales más pequeñas en el Village Recoleta (donde hoy funciona el Recoleta Urban Mall), en Córdoba y Florida, en Pilar, en San Isidro, en Puerto Madryn (Chubut), en Córdoba y en La Plata. Cuando cerró sus puertas, el local de Barrio Norte facturaba, según los datos proporcionados por la propia empresa, entre 150.000 y 160.000 pesos mensuales. Y el valor de mercado de un alquiler en esa zona rondaba los 30.000 pesos. Obviamente, había una cantidad de gastos asociados (empleados, servicios, impuestos) que hicieron inviable el negocio.
Cuando Cóndor Ventures, al que estuvo vinculado en algún momento Mario Pergolini, transfirió la licencia a los nuevos socios argentinos, Tower tenía una deuda que rondaba los cinco millones de pesos. Cuatro de los cinco principales sellos de música que operaban en el mercado argentino no le proveían mercadería. En el sector de venta de música en la Argentina mandaba Musimundo, con el 60% del mercado en sus manos, seguido por otra cadena, Yenny, que tenía el 15%. Tower apenas arañaba el 10%.
Buenos Aires había estado muchos años en la mira de Tower Records, una empresa que nació en Sacramento en 1960 y se despidió definitivamente en 2006. “Es una gran ciudad, con una vida cultural muy interesante y mucho amor por la música -decía en la época de su llegada al país Robert Olsen, encargado de la instalación de la compañía en la capital argentina-. Dudamos bastante por la economía inestable del país, pero tenemos fe en el amor de la gente por la música y el arte. En eso confiamos”.
En el local de Barrio Norte que fue la sede principal había una planta con discos (básicamente en formato CD) de rock, soul, blues y techno, más algunos cassettes, videos y CD roms. Tenía una importante sección dedicada al rock nacional (atacada en su momento con un bate de béisbol por Andrés Calamaro en un arrebato de ira con Charly García por asuntos personales). También había dos áreas de libros, uno con títulos en castellano y otro con publicaciones en inglés. En el primer piso estaban los discos de música clásica y ópera, cerca de los de jazz, world music, tango, folklore, easy listening, bandas de sonido y new age y de la sección dedicada a las revistas musicales. También había varios listening station para escuchar antes de comprar.
“No queremos tener quince mil copias de un mismo disco”, declaraba Olsen para sintetizar la política de una compañía muy marcada por la especial impronta de su fundador, Russ Solomon, un gran personaje que murió en 2018 en su ley: tomando whisky mientras miraba la entrega de los premios Oscar de ese año. “Queremos tener un poco de cada cosa, pero de todo. Y también tener la oferta completa de la obra de grandes artistas como Bob Dylan o Keith Jarret, por citar dos ejemplos al azar, que han editado una enorme cantidad de discos a nivel internacional que no han llegado nunca a la Argentina. Soñamos con que los fans puedan completar sus colecciones”.
Lo peculiar de Tower Records, recordarán los amantes argentinos de la música más memoriosos, era su estilo. Y ese estilo lo había impuesto su creador, Russ Solomon, cuya historia está contada al detalle, y con mucho cariño y complicidad, en el documental de Colin Hanks All Things Must Pass (2015), que se puede ver en Argentina a través de Apple TV+, Claro Video y Google Play.
La carrera de este singular emprendedor que la mayor parte de sus empleados adoraban empezó con el alquiler de un pequeño espacio dentro de la farmacia de su padre, en Sacramento. Allí vendía unos pocos discos, nuevos y usados, a principios de los años 1950. El salto a un local dedicado exclusivamente a la venta de música en California fue el primer paso de una expansión por todo el país y de un exitoso desembarco posterior en Japón, que tuvo las características del hito: Tower fue la primera empresa extranjera que pudo establecerse en ese país sin socios locales.
Luego se abrieron cerca de 200 locales en todo el mundo y se consiguió una facturación millonaria que provocaba asombro por la metodología sui generis con la que Solomon dirigía su compañía: una política de informalidad y cercanía con los empleados que el documental de Hanks subraya. Muchos de los que prestan testimonio en esa película fueron los “personajes” que Solomon elegía para armar su dream team: un grupo de gente de vida alternativa y aspecto poco convencional que funcionaba mejor sin un control estricto. En el Tower Records original no había muchas reglas para trabajar, solo importaba que la máquina mantuviera un rendimiento lógico sin que nadie se estresara demasiado. Es un tipo de gestión descontracturada que redundaba en un tipo de atención al público menos rígida que muchos locales de venta de ropa para skaters en Buenos Aires replicaron con una versión más artificial y perturbadora.
Tower Records abrió tiendas en muchos lugares: Canadá, Reino Unido, Israel, México… Pero en el documental hay apuntes específicos para dos casos: la gloriosa resurrección en Japón luego de una profunda crisis que la compañía sufrió en el resto de los países y el fracaso argentino, al parecer anunciado. “Fui un estúpido por firmar acuerdos en la Argentina a pesar de que no terminaba de creer en ellos”, asegura Solomon en All Things Must Pass.
Después de una sucesión de traspasos y procesos de quiebra, la empresa dejó de operar en Argentina en 2006, cuando la explosión de la tecnología del MP3 empezaba a cambiar las reglas del consumo de música y por lo tanto de la industria (ese mismo año cerró la última tienda en Estados Unidos). Además de Dave Grohl, Elton John y Bruce Springsteen, quienes le rinden pleitesía y cuentan anécdotas simpáticas en All Thing Must Pass, son muchos los mortales ignotos que han forjado un gusto musical a partir de los discos que compraron en Tower. Solomon había conseguido insuflarle a un negocio de gran volumen algo del espíritu magnético de las célebres “cuevas” de venta de discos ubicadas en muchos casos en las viejas galerías que fueron desplazadas por los shoppings. Hizo el intento de desarrollar a gran escala ese ambiente especial, con sus virtudes y sus excesos, que pintan tan bien la película Alta fidelidad y el libro de Nick Hornby en el que está basada. Pero en algún momento, como bien dijo Lennon, el sueño se terminó, y efectivamente, como también sagazmente apuntó su compañero de ruta Harrison, entendimos que en la vida todas las cosas deben pasar. Los Beatles siempre tienen razón.