Teatro. El cuerpo habitado de Pompeyo Audivert
El actor y director decidió “pasar a la ofensiva” y salir, en medio del caos, de los límites convencionales del teatro
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De las distintas significaciones de un páramo, la soledad puede ser una de sus geografías. Y por si quedaran dudas, el viento sopla sobre la playa agreste deshabitada en invierno, y golpea las rocas altas antes de volver a hacerse música en el mar. No hay nadie allí, salvo un hombre que camina sobre la arena. Lleva rato de pasar letra, de repetir una y otra vez diálogos enteros, voces y más voces, en tanto pisa la humedad helada y avanza con lo suyo. Elige estar ahí. No hay nadie más con él, y lo sabe. Es lo que fue a buscar. El hombre está solo. Pero habitado. De personajes, lenguajes, acciones. En ese marco, y bajo el contexto de la pandemia, el actor, dramaturgo y director Pompeyo Audivert le dio forma a su última creación, Habitación Macbeth (versión para un actor) que se estrenó el 27 de marzo, en el Centro Cultural de la Cooperación. Como él la define: “una obra para un solo cuerpo”. Hablar de Shakespeare es instalar la presencia de lo múltiple, lo que no implica, a la luz de esta puesta, que todos ellos dependan de otros actores. No esta vez. Así, el actor lleva adelante a siete de los personajes del dramaturgo inglés, como a Macbeth, Lady Macbeth, las tres brujas, por nombrar parte de esas composiciones. Este universo desde un solo cuerpo nació a la vera de las distancias que hubo que poner respecto de la cercanía con otros.
La pandemia lo encontró sobre el escenario haciendo Trastorno, y todo quedó suspendido. “Me recluí en una casa que tengo en Mar del Sur –dice Audivert–, en una playita que está muy al sur, campo y mar. Estuve desde marzo hasta agosto y me reduje a esa casa, y a mi propio cuerpo, y a la angustia de no poder estar en la actuación. Decidí pasar a la ofensiva en un trabajo con el que yo había fantaseado, lo tenía ahí como muy fantasmagóricamente, que es la idea de llevar adelante una obra con un solo cuerpo, que un solo cuerpo haga todos esos personajes”.
Hay una correspondencia entre ficción y realidad. Algo escrito por Shakespeare en 1605 resuena en el marco del presente ¿Verse o no? ¿Cuándo será el fin de esta forma de vida de las distancias? Acá y allá, leer para ver, quizá, el relieve de algunas concordancias. Macbeth. Acto I. Hablan las tres brujas. “Primera: ¿Cuándo habremos de vernos, con el trueno, otra vez/con el rayo o la lluvia, reunidas las tres?” Y la Segunda: “Cuando el caos acabe/al fin de la batalla, bien se pierda o se gane. Bruja Tercera: Antes que el sol se ponga”. Y de nuevo la primera: “¿Y el lugar?”. Bruja segunda: “En el páramo”. Y la tercera: “Y allí encontrarnos con Macbeth”. Entonces, en los días del otoño y del invierno de la playa desolada, el viento impacta en las voces de Macbeth o de Lady Macbeth sobre el paso firme de solo dos piernas. “Esta es una obra ideal para este cometido, a las necesidades de un actor de llevar sus experiencias a nuevas situaciones –dice Audivert–. Empecé a trabajar esa adaptación. La memoricé. Hacía caminatas por la playa con la letra, al cabo de varios meses la sabía toda. La caminata, larguísima; era invierno y había condiciones muy salvajes del tiempo, y dentro de esas condiciones atmosféricas despiadadas, pasaba letra y eso se me fue metiendo adentro. Después volví a Buenos Aries y empecé a ensayarla junto a Claudio Peña”. La pregunta es: ¿por qué ésta y no otra? Sobre la decisión, el actor resalta: “La idea de hacer esta obra se debe a esa necesidad de llevar la experiencia de la actuación fuera de los límites convencionales en los cuales habitualmente la practico. Hacerlo a través de Macbeth obedece a que es una obra que ya tiene una violentación de naturaleza poética y metafísica en sí, y me permite que esta operación tenga como una mayor profundidad y mayor alcance y también como la máscara ideal”.
Metafísica de la profundidad
Llegó al teatro por casualidad, a los 15 años. Audivert (1959) cruzó la adolescencia en Dictadura. “Andábamos con mis amigos por los bares de la calle Corrientes, sobre todo en uno, Los pinos, muy bohemio, y nos cruzábamos allí y practicábamos el automatismo de los surrealistas, escritura automática. Nos fascinaba mucho eso”. Para unir puntos y descubrir la figura, hay que pasar resaltador a esto: escritura automática. Con ese grupo de amigos fue a estudiar teatro. Así apareció en su vida Alejandra Boero. “Nunca me había interesado el teatro, y fui. Lo hice simplemente para no quedar solo”, dice el hombre que luego de muchos años de escenario, decide salir al cruce de la soledad para gestar una obra. Y lo hace en Mar del Sur, donde va desde los ocho; iba con sus padres y sus dos hermanas, y sigue yendo en el presente, como padre de sus cuatro hijos. Un lugar propio. Como el escenario.
“Esa apertura al teatro que tuve, a esa edad y en esas circunstancias tan espantosas, una salida puertas adentro donde descubrí que era muy hermoso. De esas casualidades que hacen que uno descubra su destino en un lugar donde no se lo esperaba”. Nuevo resaltado: teatro. Después seguiría su formación con Máximo Salas, Lorenzo Quinteros, Ricardo Bartís, con quien produjo también obras. Ya en Democracia, arrancó con monólogos en Medio mundo varieté, El Parakultural. Empezaba su huella más personal. “Cuando uno actúa siempre siente que está en una zona que es muy íntima. Se suspende el yo y aparece también como una estructura de la presencia misma, que uno la ocupa con algún personaje ficcional. No obstante esa estructura o esa habitación presencial dentro de la cual aparecen esos personajes ficcionales, se nota y es muy excitante y atractivo estar en esa habitación”. Y llegaron las obras icónicas: Postales argentinas, Hamlet o la guerra de los teatros, Esperando a Godot, El rey Lear, El Farmer. A la par de su trabajo en cine, la TV. “En cierto momento empecé a tener mucha llamada de la televisión o del teatro oficial, donde también circula la guita y se vuelve muy cómoda la posición, y uno un poco se relaja y eso es muy peligroso”, subraya Audivert, que trabajó con actores y directores que le gustaron mucho, pero que decidió no hacer más tevé. “Porque no fue fructífero ni atractivo, no me dejó más que una popularidad que me acompaña todavía y que la gente me recuerda de algunos personajes. Eso no significa nada para mí”.
Los resaltados: el automático, poesía, teatro, cuerpo. Arrancó en 1988 con su teatro El Cuervo, que lleva el nombre “en honor a la poesía de Poe”. Pero desde su perspectiva, nunca va a ser solo una lectura posible. “Poe tiene un escrito donde explica cómo gestó esa poesía, de afuera hacia adentro. Primero fue la idea de producir un efecto sensible y a partir de ahí comienza una construcción artística que va creciendo desde un ritmo. Además, mi madre la recitaba. Eso me marcó de niño”.
La poesía siempre está. En las sugerencias de lecturas a sus alumnos, en una escena que se nutre de algunos favoritos como Jorge Enrique Ramponi, Roberto Juarroz, Olga Orozco, Enrique Molina, Alejandra Pizarnik, y siguen. A principios de los noventa, El Cuervo hizo raíz en una casona, primer piso por escalera, arriba toda teatralidad, que se convirtió en un lugar referencial de exploración y búsqueda. Quienes conocen su recorrido, sabrán reconocer lo que pone en juego con esa forma suya de entender la maquinaria teatral, y sus límites, como si todo el tiempo se fuera extendiendo esa frontera de la dramaturgia, la puesta, el trabajo, en este caso, con Shakespeare como vector. “Creo que el teatro –continúa Audivert– es un arte metafísico que sondea identidad y pertenencia a través de un ritual muy particular, en donde los cuerpos de los actores y los espectadores están presentes en un mismo tiempo y espacio. Esa operación de fondo de la maquina teatral, de sondear de una forma metafísica la identidad y la pertenencia, se lleva siempre adelante a través de máscaras. La obra misma es una máscara, de una circunstancia aparentemente convencional detrás de la cual hay otras dimensiones trabajando. A veces el teatro se olvida de esto y se solaza en el espejismo histórico y se queda con esa operación de reflejo de erigir una máscara y entregarse a sus circunstancias. Es lo que está pasando, últimamente, en lo que yo llamo ‘teatro de living’”.
Tantos teatros como forma de llevarlos adelante. Para Audivert, el “teatro del living” es en el que se representan escenas de la contemporaneidad, “circunstancias de un orden psicológico o histórico, que puede estar muy bien hecho, pero que son de un orden contemporáneo donde la profundidad que se alcanza no supera los límites de la cuestión psicológica, política o histórica”. Eso está en sus obras, revisándose en las figuras de los próceres o políticos, porque le interesa que “irrumpan las circunstancias históricas”. Advierte, no en tanto reproducción, si no en el sentido “de que en los fragmentos de la historia se hagan presentes y jueguen allí, en esas máscaras, su partida”.
Como se vio en la instalación teatral que tomó el regreso de Perón en 1973, Museo Ezeiza, “donde el público se paseaba sobre una suerte de morgue histórica donde los objetos que yacían sobre los cuerpos de los actores, a través de los actores, les hablaban al público. Erigían discursos de lo que había sucedido en Ezeiza, un campo estallado de versiones”. Y vuelve sobre otra figura. “Con Rosas pasa lo mismo que con Ezeiza. Hay muchas versiones. Por ejemplo, Rosas puede estar colgado en la cabecera de la cama de un comisario de la Bonaerense o en la cabecera de la cama de un militante montonero. Puede ser el referente de dos identidades nacionales que son totalmente antagónicas”.
La búsqueda de la forma
Hay una naturaleza de la forma Audivert. En su libro El piedrazo en el espejo. Teatro de la fuerza ausente (Libretto) se lee: “El teatro del piedrazo en el espejo es un teatro de producción poética, no solo en el nivel de la organización de la palabra sino, fundamentalmente, en su forma de concebir y poner en juego el cuerpo y las potencialidades de ese cuerpo en el tiempo y el espacio de la escena. La poesía es comprendida, entonces, por este teatro, no tanto como aquello que se produce sino más bien como un modo de producción. La poesía no es el resultado de la operación sino su cualidad y estructura”.
Cada capítulo de El piedrazo... es un ensayo per se de los distintos aspectos que componen el todo de la maquinaria teatral. Un posicionamiento. Una forma de estar en el mundo. En cuanto al oficio, Pompeyo Audivert dice: “Ya no tengo tanto tiempo para distraerme y siento una especie de concentración, en la que estoy ahora. Me resulta cómoda, arriesgada también y placentera. Hay algo de la edad. Tengo 61 años. Uno empieza a notar que el tiempo tiene que ser bien aprovechado, no podés dilapidarlo en cosas que no son del todo atractivas o tuyas. Estoy en un momento de mucha productividad. Tengo que pegar saltos, no me quedan dudas. Esta obra es algo que tenía que hacer”. Y destaca que “al principio fue difícil. Estaba más acostumbrado a trabajar con otros cuerpos, una dinámica distinta. En esta dinámica, de una hora quince, con todas esas transformaciones, fue un poco angustiante, pero ni bien se estableció pasó a ser muy gozoso”.
Pompeyo considera que esta es una obra ideal para respaldar ese proceso. “Hay una dimensión sobrehumana, infrahumana vinculada a los espíritus y a la noción de ser nosotros, los humanos, de algún modo actores de unas fuerzas dorsales que a través nuestro representan su propia condición y circunstancias. Esta idea tan shakespeareana del mundo como un teatro, y tan a la griega también, el mundo como el teatro de fuerzas que nos habitan”. Para el actor, este Macbeth suyo lo hace decir: “Siento que la pandemia produce un derrumbe histórico, que tal vez no es físico, sí del orden de la subjetividad, algo que se cae, y en ese derrumbe aparece un actor, su cuerpo y nada más”.