Talento olvidado. La arquitecta pionera que diseñó más de 700 edificaciones y levantó un excéntrico castillo en la cima de una colina
Julia Morgan fue la primera mujer en ser admitida en la École des Beaux-Arts de París y también primera con licencia para ejercer la profesión en California
- 11 minutos de lectura'
Ella no se aplicaba ni una brizna de maquillaje y elegía llevar el cabello en un práctico rodete, vistiendo siempre con sobriedad absoluta: una camisa discreta y faldas largas, look que mantenía incluso cuando era invitada a fiestas glamorosas, donde se codeaba con celebridades como Charles Chaplin y Gloria Swanson. En esas cenas, según un diario de la época, “parecía una pulcra y menuda gallina entre aves del paraíso”; comentario del que ni se enteraba Julia Morgan. Arquitecta pionera en su género, estaba más interesada en que sus polleras tuviesen grandes bolsillos para guardar los lápices y papeles que le eran indispensables. Y que pasasen inadvertidos los confortables pantalones que solía llevar debajo, para preservar la modestia al uso mientras escalaba edificios en vías de construcción.
Julia Morgan (1872-1957) subía andamios con cierta dificultad, y no por las molestas capas de su atuendo: de joven había sido operada del oído, con tan mala praxis que su rostro terminó parcialmente paralizado, y su cuerpo con problemas de estabilidad. Pero tenía un as bajo la manga. “Sin que nadie lo notara, enganchaba un dedo en el traje de uno de sus empleados de confianza, al que le pedía que fuera delante de ella, para tener un punto de apoyo y no irse de bruces”, confía a LA NACION revista la escritora Victoria Kastner, autora de Julia Morgan: An Intimate Biography of the Trailblazing Architect.
El libro acaba de editarse en los Estados Unidos a través del sello Chronicle Books, en consonancia con el 150 aniversario del nacimiento de esta mujer impar que, como tantas otras talentosas, fue mayormente olvidada por la historia. Kastner se ha impuesto por misión enmendar tamaño descuido, a sabiendas de que la vida de Julia es tan atípica como ejemplar, que se entregó a su oficio como quien entra en religión. Imparable, diseñó y levantó más de 700 edificaciones, entre cabañas, oficinas, escuelas, centros de caridad, iglesias, teatros, hospitales, clubes femeninos, hoteles… Todo esto sin mencionar un sitio que se ha convertido en estación obligatoria para cualquier turista de paseo por California: el Castillo Hearst, archiconocido complejo del magnate de la prensa William Randolph Hearst, símbolo de excentricidad y opulencia.
“Antes que Julia, hubo otras arquitectas en Estados Unidos, incluso en la época de la Guerra Civil, como Louise Béthune o Hazel Waterman”, reconoce Kastner, pero marca una gran diferencia: “Ninguna trabajó en su escala”. Asimismo, plantea que lo que hace a Morgan distinta es que “tras recibirse como ingeniera civil en la Universidad de California, viajó a París y se convirtió en la primera mujer en ser aceptada en el riguroso programa de arquitectura de l’École des Beaux-Arts, la mejor del mundo”. Dos veces le negaron el ingreso; incluso llegaron a bajarle las calificaciones para desalentarla. “Pero ella perseveró, y una vez que fue admitida, completó los estudios en solo tres años, en vez de los seis que solía llevar terminar la carrera”. De regreso a su tierra natal, otro mojón para la muchacha (que la tuvo difícil cursando en Francia, constante target de novatadas de sus compañeritos): fue la primera mujer en recibir la licencia para ejercer como arquitecta en el estado de California, en 1904.
Un antes y un después
El 18 de abril de 1906 fue una fecha fatídica para la historia de San Francisco. Pasadas las 5 de la mañana, los cimientos de la ciudad -y zonas aledañas- fueron sacudidos por un terremoto que habría superado los 8 grados de la escala de Richter; una estimación, ya que el prestigioso sismólogo recién inventaría la herramienta de medición tres décadas más tarde. El impacto fue inmediato, y desastroso: mientras la tierra se abría y los edificios se venían abajo, los incendios empezaron a multiplicarse a causa de caños de gas rotos y líneas eléctricas caídas. Cuando el fuego pudo contenerse días más tarde, el 80 por ciento de los edificios había quedado hecho añicos, inhabitable.
Muchos quedaron atónitos en esos días al observar que un campanario del campus del Mills College, universidad para señoritas, había resistido el cataclismo sin siquiera un rasguño. El Campanil, tal su nombre, devino prueba de que la persona que lo había erigido sabía mucho de estructuras resistentes, de hormigón armado. La persona era -seguramente ya lo adivinaron- Julia Morgan, que rápidamente fue fichada por los dueños del lujoso Fairmont Hotel para que volviera a levantar lo que, tras los incendios, era prácticamente ceniza. Lo hizo, por supuesto: en tiempo récord y por debajo del presupuesto estipulado.
Al cubrir la esplendorosa inauguración del hotel, una reportera quiso corroborar si era cierto que una muchacha había estado a cargo del proyecto. “Sí, una verdadera arquitecta llamada Julia, aunque bien podría llamarse John”, le confirmó el capataz, tirándole -a su modo- flores.
Enigmática, elusiva
“No le gustaba que la entrevistaran ni que la fotografiaran. Tampoco promocionaba sus proyectos en publicaciones de arquitectura como Pencil Points o Architectural Record, donde se desvivían por figurar sus colegas varones. No era fan del autobombo, simplemente quería trabajar”, asegura Victoria sobre la diligente Morgan, eterna soltera a la que no se le conoce ni medio romance. Aclara la escritora, empero, que “Julia sí dio charlas y seminarios sobre cómo debían construirse edificaciones cívicas. Y en paralelo, sin el menor divismo, podía oficiar de jurado en concursos de niños donde, por ejemplo, se diseñaban macetas”. También se manifestó tempranamente a favor del voto femenino, aunque no estaba involucrada en el movimiento sufragista, ni en ninguna otra causa.
De talento natural para las matemáticas y para el violín, la futura arquitecta había crecido en una casona victoriana de California, en el seno de una familia acomodada, segunda de cinco hermanos, con los que se llevaba de maravillas. Eso sí, en los encuentros con la parentela, solía quedarse en un rinconcito hojeando libros de arte o arquitectura.
La obra interminable
William Randolph Hearst contrató a Julia Morgan en 1919 para construir una mansión en San Simeon, y el asunto fue realmente una epopeya. No por nada el proyecto continuó y continuó por 28 años, entre constantes remodelaciones; y nunca se dio oficialmente por finalizado. A las dificultades intrínsecas de un terreno alejado y en altura, se sumaban los caprichos de W.R. que, en su desmedida avidez por acaparar piezas antiguas, iba adquiriendo: columnas de templos romanos, esculturas egipcias, artesonados mudéjares, tapices bizantinos, puertas talladas, relicarios, techos españoles del siglo XIV, y así sucesivamente. A Julia le tocaba tratar de armonizar el complejo a cada paso, y estar detrás de cada detalle, inclusive del diseño de interiores y del paisajismo, moviendo robles nativos de hasta 200 años para que lucieran “más pintorescos”. Y los árboles sobrevivieron a la mudanza.
El complejo, que abrió al público en el ‘58 como museo, se pretendía nidito de amor del padre de la prensa sensacionalista y de su amante, la actriz Marion Davis. Asimismo era lugar de reunión para rutilantes figuras del showbiz y de la política, recibidos con toda la pompa: Cary Grant, Joan Crawford o Winston Churchill participaron en fiestas al parecer inolvidables.
En 1947, cuando W.R. -con fama de autoritario- debió abandonar la mansión por su frágil salud (“a regañadientes”, aclara Kastner, “pese a que trató de que uno de los mejores cardiólogos del país se mudara al castillo, sin suerte”), el sitio contaba con: un edificio principal de dos torres bautizado la Casa Grande, y con tres casas extras, para huéspedes, llamadas Del Mar, Del Monte y Del Sol. En total comprendían 165 habitaciones, rodeadas por 50 hectáreas de jardines, piscinas y senderos. Había decenas de baños, de chimeneas, de salones; también un aeródromo, el mayor zoológico privado de su tiempo, sala de billar, un cine. Y aunque el barroco del sur de España fue el principal referente para esta villa con vistas al Pacífico, no fue poca la gente conocedora que empezó a tildarlo de cambalache, de un pastiche delirante.
Victoria Kastner, que trabajó durante casi 4 décadas como historiadora oficial del Castillo Hearst y publicó tres libros sobre el tema (Hearst Castle, Hearst’s San Simeon y Hearst Ranch) claramente no es de la partida de los detractores: “Hay una mezcla de estilos, pero fue hecha a conciencia y con buen gusto. Técnicamente se puede encuadrar en el movimiento Period Revival, en boga en los años 20, y estructuralmente es de una modernidad total gracias al uso de hormigón armado y al cableado eléctrico bajo tierra. En cierta forma, estaban creando una fantasía, un suntuoso set de película, en parte escenografía de cuento de hadas”, subraya la autora, convencida de la mutua admiración que se profesaban Morgan y W.R. (“sus intelectos se sacaban chispas”).
Sostiene además la historiadora que la reproducción imaginaria que ofreció Orson Welles de Xanadú, la mansión ficcional de El ciudadano, no se condice con esta propiedad de más de 8 mil metros cuadrados. Hearst, como es sabido, hizo lo imposible por detener el estreno de este superclásico del cine, inspirado indirectamente en su vida, que mostraba la decadencia de un empresario megalómano, tiránico y que también retrataba a su amante falta de talento y con problemas de alcoholismo. Muy celebrada por la crítica, Borges sin embargo opinó que Citizen Kane “adolece de gigantismo, de pedantería, de tedio”.
Irónicamente, sus descendientes (o el estado de California, al que fue donado el espacio) zanjaron la disputa: hace unos años, se proyectó la cinta en el castillo, en un evento singularísimo, cuyos tickets volaron en un periquete. Habrá que ver si algún día repiten fórmula con Mank, de David Fincher, sobre cómo Herman J. Mankiewicz habría escrito el guión de este film.
Una mirada democrática
Retomando los hilos de la existencia de Julia, hay que decir que trataba todos sus proyectos con la misma atención y el mismo respeto porque entendía que la buena arquitectura debía accesible y mejorar la calidad de vida. “Construyó decenas de centros de la Young Women’s Christian Association, hospedajes para chicas modestas que llegaban a la ciudad a trabajar como maestras, secretarias, enfermeras. Y anticipándose a sus necesidades, incluyó cocinas y comedores privados para que pudieran recibir amigas o cocinar los víveres que sus familias les enviaban”, cuenta la documentada Katsner. Tampoco le rehuía a pedidos extravagantes: “Un matrimonio le encargó que hiciera ¡una casa sin ángulos rectos a la vista!, y así lo hizo. Un tipo friolento le contó que detestaba salir de la cama para prender la calefacción, así que le inventó un sistema remoto para que lo hiciera desde las sábanas. En fin, lo que el cliente quería, ella lo creaba. Siempre atendiendo a la lógica, la funcionalidad, la simetría”.
Una de las mayores críticas que ha recibido Morgan por eclecticismo es que carece de un estilo distintivo, habiéndose inspirado en el gótico, el colonial español, el mediterráneo, el Tudor, el neoclásico… Kastner alega que, en todo caso, es un mérito que haya atendido a los gustos y a las necesidades de sus clientes, sin imponer un único punto de vista. El American Institute of Architects concuerda: en 2014 le concedió en forma póstuma la Medalla de Oro, su máxima distinción, a décadas de su muerte. Lo hizo con el respaldo de contemporáneos como Frank Gehry, Michael Graves, Denise Scott Brown. Por primera vez, una mujer recibió esa distinción.
“Morgan no medía más de metro y medio, y era flaquita. Pero uno de sus empleados contaba que había visto temblar a recios varones cuando ella les ponía coto y, sin levantar la voz, les decía: ‘Así no va’. Tenía habilidad para el mando, ejercía lo que podría llamarse un poder suave”, comparte Kastner, que ha logrado reconstruir vida y obra de la elusiva Julia tras años de investigación, leyendo a fondo su correspondencia, artículos sobre su obra, entrevistando a familiares.
Tan empapada está la biógrafa que no para de contar anécdotas. Por ejemplo, que durante la Feria Mundial de 1915, Morgan cerraba la oficina antes de hora para que sus empleados la visitasen y dibujaran lo que más les llamara la atención. Que en su estudio había ingenieros, dibujantes, artesanos; contratados hombres y mujeres indistintamente. Que cuando la chica japonesa que tenía por asistente doméstica fue detenida y enviada a Arizona, a unos de los vergonzosos campos de reclusión que abrió el gobierno para segregar a nipones durante la Segunda Guerra, Julia se ocupó personalmente de que no le faltara nada; y tras ser liberada la joven, le regaló una casa para que se instalase con su marido.
Adicta al trabajo, nunca delegaba proyectos. No tomaba alcohol. Tampoco comía demasiado, y dormía aún menos. Era aficionada a la caligrafía china. Y en el pequeño estudio que se construyó en Monterey, las paredes estaban repletas de grandes cuadros representando a diosas orientales. En sus últimos años, aún muy enferma, no soltó el lápiz.