Streaming. Entretenimiento en una realidad paralela
En su última aparición pública, Mark Zuckerberg (dueño de Facebook, WhatsApp e Instagram), definió lo que, para él, será el futuro de su empresa y acaso la evolución de internet: los metaversos. El concepto, acuñado décadas atrás por la ciencia ficción, volvió a ponerse de moda, y es una legítima obsesión de la tecnología: más que reemplazar la realidad, crear un entorno paralelo que funcione de manera permanente y en el que la presencia humana sea, digamos, tan vívida como el mundo real; que de algún modo recree e integre muchas más actividades que las que hoy permite la vida digital. La ambición de Zuckerberg, se sabe, es grande, pero pese a tener a más de un tercio de la humanidad conectada a alguna de sus redes admite que esa tarea de fundar, digamos, una realidad paralela no lo logrará solo. Microsoft, meses atrás, también puso a estos “metaversos” como parte de sus grandes objetivos estratégicos. Y a la hora de ejemplificar el gran desafío de crear ámbitos digitales donde la gente permanezca mucho tiempo, realizando actividades que habitualmente hacía en el mundo real, los videojuegos en línea aparecen como una prueba testigo, y las colectividades de jugadores en línea, las ligas y torneos competitivos, las operaciones económicas en monedas internas de esos juegos, y los accesorios de realidad aumentada como los garabatos del diseño de ese futuro proyectado.
Los “streamers”, con sus vivos de duración extendida, expresan mucho más que una pesadilla para padres, como lo fueron los rockeros de pelolargo, o un sueño de millones fáciles, como lo fueron los futbolistas. Son el intento más claro de prolongar nuestra vida de entretenimiento en una zona paralela que se toca con la vida cotidiana que conocemos; son simultáneas, contiguas, fluidas.
Messi, la figura global de estos tiempos, nunca había aparecido en la popular red social Twitch, donde su amigo Kun Agüero y cientos de millones de jóvenes del mundo –aficionados a los juegos sobre todo– pasan gran cantidad de horas. Su primera aparición, desde los vestuarios del estadio del Paris Saint Germain, días atrás, tuvo a Ibai Llanos como anfitrión premeditado: él había sido invitado a viajar desde Barcelona a Francia, justamente, para participar del ínfimo y selecto grupo de los que tendrían acceso a esa zona privilegiada y a dialogar con la estrella. Su trofeo, la acción más que las palabras, fue la camiseta autografiada.
Hasta hace poco menos de un año, Ibai vivía, literalmente, en aquella realidad paralela: el mundo de los creadores de contenido, los streamers, los influencers, las figuras nacidas y criadas en las redes sociales funcionaba para él y muchos otros como una esfera mediática al margen. Menospreciado o destratado por el ejercicio tradicional de la profesión, Llanos se había hecho un lugar de privilegio en ese universo: su histrionismo, su espontaneidad, su fisonomía, su risa, sus modismos lo habían convertido en figura en un territorio en el que, efectivamente, todos comienzan en igualdad de condiciones. Todas esas cualidades, acaso, lo definen en su rol: “entertainer”. ¿Cómo llamar sino a la capacidad de mantener a decenas de miles de personas enganchadas en un relato sobre partidas de videojuegos que se parecen mucho entre sí?, ¿cómo calificamos su habilidad singular para transmitir sus emociones inmediatas sobre imágenes que suceden en vivo, comúnmente llamadas “reaccionar”, se trate de una actividad deportiva o de memes humorísticos? El ambiguo concepto de carisma asoma cuando se rastrean las capacidades diferenciales de los “streamers” y aparecen dificultades para reconocer su repentismo, su estado de ánimo contagioso y algo de incorrección ante los estándares comunicacionales establecidos...
Despejada de muchos prejuicios y de algunos detalles tecnológicos, su destreza –y la de muchos otros de sus colegas, profesionales de hacer vivos para comentar colectivamente un acontecimiento– no difiere mucho de la de aquel comentarista de bloopers de trasnoche que luego mutó en el gran animador de la televisión argentina. Pero también puede verse en él y su evolución pública el ensayo de cuánto más estaremos dispuestos a vivir, a entretenernos, en esa realidad paralela.