Solo para mujeres. Un hotel legendario que hospedaba a chicas con “glamour, deseos y ambición”
Un libro cuenta las historias de la residencia exclusiva que abría sus puertas para señoritas soñadoras
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Cruzar las puertas de El Barbizon, la residencia más exclusiva para señoritas de Nueva York –a fines de los 20 y las décadas que siguieron–, emocionaba a las chicas que “habían logrado escapar de su pueblo natal” para comenzar una vida que les perteneciera, en Manhattan. La mayoría eran aspirantes a actrices, cantantes, escritoras y modelos, aunque también estaban aquellas que ya iban camino a la fama, como Rita Hayworth, que “sexy e impertinente” posó para la portada de la revista Life en el gimnasio, junto a la pileta.
Entre otras residentes ilustres se contarían: Molly Brown, sobreviviente del Titanic; las artistas Joan Crawford, Grace Kelly, Tippi Hedren, Ali MacGraw, Liza Minnelli, Phylicia Rashad y Jaclyn Smith; las escritoras Joan Didion y Sylvia Plath, y la diseñadora Betsey Johnson.
El edificio de 23 pisos, colores frescos y delicados y estilo gótico-romanesco, contaba con “un impresionante vestíbulo, jardines aterrazados, salones de lectura y una biblioteca”. Y sus residentes se alojaban en cientos de habitaciones, más bien minúsculas, pero femeninas, cómodas y con un infaltable aparato de radio, según detalla Paulina Bren –premiada profesora checa del Vassar College de Nueva York– en El Barbizon, un libro que acaba de lanzar Planeta en la Argentina. En sus páginas, la autora cuenta la historia del hotel, desde su construcción, en 1927, hasta su transformación en un condominio multimillonario, en 2007. Al mismo tiempo hace un relato de la expansión de la Gran Manzana y la transformación femenina en el siglo XX, desde la era del jazz hasta la legalización de la píldora y la era disco.
¿Cómo era la mujer que se hospedaba en el Barbizon? Podía ser de cualquier lugar, pero, “en general, bajaba del clásico taxi amarillo sin saber cómo usar el subte de Nueva York. Tenía en la mano la dirección anotada en un pedazo de papel y se la leía cuidadosamente, en voz alta, al taxista: Hotel Barbizon, en el 140 de la Calle 63 Este”.
Las recién llegadas tenían que “pasar por la señora Mae Sibley, subgerenta y halcón del mostrador de la entrada”, quien las miraba de arriba abajo y les pedía sus referencias. “Además de tener buena presencia (preferentemente ser atractiva), y antecedentes que refrendaran su conducta moral, la señora Sibley sutilmente marcaría a esa huésped potencial con una A, B o C. Las A tenían menos de 28 años; las B tenían entre 28 y 38, y a las C, bueno, se les había pasado el cuarto de hora”. A estas últimas se las conocía como Las mujeres.
Quienes llegaban a Nueva York para “trabajar en los nuevos y despampanantes rascacielos, no querían quedarse en las incómodas casas de acogida. Querían lo que los hombres ya tenían: clubes residenciales exclusivos, y hoteles con tarifas semanales, servicio diario de mucamas y un salón comedor en vez del embrollo de una cocina”. Mientras otros alojamientos femeninos, como el Allerton (al igual que El Barbizon, propiedad de William H. Silky) y el AWA (American Women’s Association) “habían sido construidos para mujeres profesionales, el Barbizon apuntaba a un tipo de huésped distinta: la debutante que no se atrevía a decirles a sus padres que quería pintar; la vendedora de Oklahoma que soñaba con los escenarios de Broadway; la chica de 18 años que le decía a su novio que volvería enseguida, pero primero tenía que tomar un curso de mecanografía. El hotel llegaba para encarnar una personalidad completamente diferente a las demás, de glamour, deseo y ambición femenina”.
Sin embargo, se esperaba que todas las chicas compartieran un destino común: el matrimonio. “Las reglas eran claras y las expectativas, altísimas: las mujeres debían ser vírgenes, pero no mojigatas. Debían ir a la universidad, seguir cierto tipo de carrera y, luego, abandonarla para casarse. Y, sobre todo, vivir con estas contradicciones no debía confundirlas, enfurecerlas o, peor aún, deprimirlas”.
Eran jóvenes blancas de clase media y alta sociedad –salvo excepciones, como la artista afroamericana Barbara Chase, en los 50–, que se sentían poderosas por el mero hecho de parar en la llamada Casa de muñecas, donde reinaban un ambiente hogareño y la solidaridad femenina. La futura protagonista de Love Story (1970), Ali MacGraw, huésped durante el verano de 1958, admitió que sostenía su café matinal sintiendo que “ya estaba logrando algo”.
El hotel daba respetabilidad a sus moradoras, en una época en que si una mujer estaba por su cuenta en un bar era tachada de fulana. No se permitía a ningún hombre escaleras arriba, a ninguna hora del día. Al punto que, después del atardecer, solo hacían turno ascensoristas mujeres.
El estatus del Barbizon creció gracias a otros fenómenos, como la escuela de secretarias Gibbs, que instauró la idea de que “la carrera femenina podía extenderse más allá de la enfermería y la docencia”. Luego de quedar viuda, a los 46 años, Katherine Gibbs fundó la academia. También instaló un hogar para sus estudiantes que ocupaba dos pisos del Barbizon.
Agencias de modelos como Powers, especializada en “chicas altas, rubias y con curvas” provenientes de diferentes estados y quienes se acomodaban en un hotel que les ofrecía “prestigio y protección”, se asociaron igualmente al Barbizon. Pero fue la revista Mademoiselle, con Betsy Talbot Blackwell a la cabeza, que quedaría ligada con este lugar para siempre. Nacida en 1935, la publicación se dirigía a “jóvenes inteligentes”, de 17 a 25 años, a las que les gustaba vestirse bien sin gastar mucho. La directora se rodeó de un consejo universitario, que la mantenía al día, y lanzó un número académico, que era esperado cada agosto, ya que les sugería a las lectoras “qué ponerse, leer y pensar durante el siguiente año lectivo”.
El programa de editora invitada fue otro acierto. En 1944, las ganadoras del certamen –que luego abriría las puertas a mujeres con ambiciones literarias y artísticas, como Plath, Didion y Johnson– se hospedaron en el Barbizon. Las 20 finalistas pasaban todo junio en el alojamiento. “Al salir se cruzaban con los hombres que merodeaban el hotel las 24 horas del día como buitres”. Otros, como el escritor J.D. Salinger –a quien Oona O’Neill había dejado para casarse con Charles Chaplin–, eran asiduos a la cafetería.
Cuentos de hadas con mal final
“Sylvia (Plath) tenía 20 años, era rubia, medía 1,75 y pesaba unos ajustados 62 kilos” cuando arribó al Barbizon. La campana de cristal, publicada 10 años después, “es un relato casi literal de su vida en Nueva York, en junio de 1953. En la novela, el Barbizon aparece como el Amazon, ella es la protagonista Esther Greenwood y redujo (y combinó) en 12 a las otras 19 editoras invitadas”.
Ese verano de 1953, Nueva York “parecía que iba a ser un cuento de hadas... Sylvia estaba enloquecida con la ‘radio empotrada, el teléfono al lado de la cama… ¡y la vista!’”. Podía ver jardines y callejones y hasta un pedazo del East River. Noche tras noche, hacía horas extra “cargada con mucho más trabajo del que las otras chicas tenían... Debajo, al menos, estaban las mágicas luces y bocinas neoyorquinas”.
Lo que más ansiaba Sylvia era quedar con “buenos candidatos”, pensaba. “Algunos hombres interesantes así puedo salir y conocer Nueva York sin pagarlo yo misma”. Lamentablemente, todos los proyectos eran más bajos que ella.
“Para fines de junio, Sylvia pudo sentir que algo se había dado vuelta en su interior...” Una semana antes de partir de Nueva York, le escribió a su hermano: “He aprendido mucho aquí: el mundo se ha abierto frente a mis ojos embobados y ha derramado sus entrañas como una sandía partida. Creo que hasta que no pueda meditar en paz lo que he aprendido y visto no podré comprender todo lo que me ha ocurrido este último mes”. Según Bren, más allá del trabajo o el Barbizon, “es muy probable que haya habido un abuso sexual o, al menos, un intento de abuso sexual”.
El 15 de julio, en Wellesley, Massachusetts, Sylvia bajó las escaleras de la casa materna. “Su madre vio que las heridas de sus piernas no estaban ni frescas ni cicatrizadas. Estaba claro que su hija se había hecho eso a sí misma. Sylvia le suplicó a su madre: quería que ambas se murieran ahí mismo inmediatamente porque ‘¡el mundo está tan podrido!’. A las dos horas, Sylvia fue ingresada en un psiquiátrico y, para fines de julio de 1953, comenzaron a hacerle un tratamiento con electroshock, sin anestesia, de modo que cada shock reverberaba en todo su cuerpo partiéndola, tal como creía que había hecho Nueva York...”
Grace Kelly, quien al igual que Plath tendría una muerte trágica, en 1982, cuando su auto volcó en Mónaco, había vivido tres años en el Barbizon. Sus padres millonarios querían que fuera a la universidad, pero ella, que venía de Filadelfia y estaba obsesionada con Broadway, se inscribió en la Academy of Dramatic Arts.
Lista, desenfadada y miope –apenas veía sin sus anteojos de carey–, Grace “amaba bailar música hawaiana por los pasillos del Barbizon y era muy dada a shockear a sus compañeras al hacerlo en topless. Abundaban los rumores acerca de su apetito sexual y su promiscuidad”, apunta Bren en su libro.
En 1956, Grace se había casado con el príncipe de Mónaco en una sonada boda y había dejado el cine. “En poco tiempo, había pasado de estudiante de actuación que se hospedaba en el Barbizon a actriz famosa ganadora del Oscar (por La angustia de vivir, de 1954) a princesa”.
A diferencia de la huésped “más glamorosa del Barbizon”, muchas no eran consideradas muñecas ni se casaban con aristócratas. Para colmo, la desesperación de muchas crecía, porque, por un lado se esforzaban por hacer carrera y por otro eran discriminadas, o buscaban la independencia sexual mientras eran juzgadas con los ojos de generaciones previas. Había “mujeres solas, lo suficientemente solitarias como para suicidarse: a veces, los domingos por la mañana, porque... las noches de los sábados eran noches con citas (o sin ellas) y el domingo podía ser amargo”. Los regentes del hotel “se aseguraban de que los suicidios fueran silenciados”, afirma Bren en su libro.
Olor a naftalina
A mediados de los 60, más de 350 mil mujeres se habían hospedado en el Barbizon, desde su fundación. La noción de solo para mujeres comenzaba a hacerse obsoleta y el público, más heterogéneo: por sus pasillos transitaban estudiantes de marketing y conejitas Playboy, junto con señoras de alcurnia. “De pronto, un hotel residencial construido para la nueva mujer de la década del 20 ya no resultaba tan atractivo. Para las que buscaban marido, era un lugar carente de hombres”. Y para quienes tenían citas, no podían invitarlos a subir a sus cuartos. Y había otra cosa: en los 70, el sitio olía a naftalina.
A la década siguiente, el Barbizon se hizo mixto. Y en los años posteriores, pasó por diferentes manos y sufrió experimentación tras experimentación. Hasta que se convirtió en un edificio de departamentos de lujo, donde hoy coexisten celebridades como el comediante Ricky Gervais, descendientes de millonarios y un puñado de mujeres veteranas, que se negaron a abandonar el hotel original. Un hotel que, en otros tiempos, les dio libertad para soñar.