Sobornando, que es gerundio
Hace poco di una propina excesiva. Se me fue la mano agradeciendo un trabajo bien hecho. Aun así, el receptor se quedó confuso. “Es demasiado”, dijo. Hizo ademán de rechazarla, pero lo atajé con una sonrisa y una mano puesta en su hombro. “Soy yo quien está en deuda –apunté–. Podía haber sido al contrario: que usted me la diera a mí. E igual ocurre eso un día. La vida da muchas vueltas, y nunca se sabe”. El caso es que lo convencí y nos despedimos tan amigos. Antes de irse, pareció excusarse. “Me sentía como si aceptara un soborno”, dijo. Y ahí me eché a reír. “El soborno es otra cosa –respondí–. Si yo le contara…”.
Al quedarme solo estuve pensando en sobornos y cosas así. En ese aspecto de mi turbio pasado. Porque es verdad. En mis tiempos de reportero dicharachero, cuando iba por el mundo con una mochila al hombro, soborné a docenas de fulanos de ambos sexos, en cinco continentes y en varios idiomas. Por esa ventanilla pasó de todo: militares con y sin escopeta, aduaneros, azafatas, pilotos de avión, policías, funcionarios, capitanes de barco, taxistas, putas, directores de hotel y un largo etcétera. Unos dólares a tiempo, o cualquier moneda o material susceptible de cambiar de manos, me abrieron infinidad de puertas, caminos y corazones que en otro caso habrían permanecido cerrados. Justificarlo después con el gerente o administrador del periódico o la tele resultaba más complicado, pero siempre supe arreglármelas. En alguna ocasión, sobornándolos a ellos. Cualquier reportero que haya estado en Sudamérica, África, Próximo Oriente o Asia sabe a qué me refiero. Y eso también ocurre –tampoco nos echemos flores– en muchos lugares de Europa. El mecanismo es universal y sólo cambian las maneras, el estilo. Hacerlo con arte o meter la gamba y que te inflen a hostias. Para quien hacía y aún hace el trabajo que yo hice, un billete soltado a tiempo, de modo preventivo o disuasorio, siempre fue una reconocida herramienta del oficio. A ver cómo convences, sin viruta de por medio, a un aduanero libio celoso de su deber patriótico, a un narco mexicano para que te cuente su vida, a un francotirador para que te permita verlo trabajar, a seis serbios con Kalashnikov que tienen cortada la carretera, a un gendarme congoleño borracho y con el casco puesto al revés que mira codicioso el reloj que llevas en la muñeca y a la fotógrafa rubia que te acompaña.
Pensando en todo eso me puse a recordar, y aún lo hago mientras le doy a la tecla. Algunas anécdotas son dramáticas y otras, divertidas. Pero si me pusiera a recopilarlas en un libro, saldría un manual que podía titularse El soborno y la madre que lo parió. Si alguna vez dejan ustedes de leer mis novelas, podría ganarme la vida dando clases de soborno en la universidad. Contar a los jóvenes que empiezan a patear el mundo lo del patrullero mexicano con la cremallera de la chamarra subida para tapar el número de la placa, que cuando le dejé caer: “Usted dirá”, respondió: “No, amigo, diga usted primero”. O el recepcionista del hotel Aletti de Argel que me tuvo tres horas esperando sin habitación –yo era novato y pardillo– hasta que caí en la cuenta, fui al mostrador y le abaniqué el careto con la efigie de Bumedian. O Mustafá, el maître del Holiday Inn de Sarajevo, que me reservaba las escasas botellas de montenegrino Vranac. O el militar sirio que dejó de preocuparse por el visado cuando abrió mi pasaporte y vio la página extra de color verde que yo acababa de incorporarle. O el coronel nicaragüense que, previo pago de su importe, sacó a un soldado de un helicóptero para que subiera yo. O el cabo Salomón, jefe de policía del aeropuerto de Malabo –a ése ya sólo me faltó ponerle un piso–, que una vez hasta me dejó ver cómo le pegaba una paliza a un ministro del gobierno que no era pamue como él, sino de la tribu bubi.
Dos de mis mejores y más logrados endiñes tácticos me hacen sonreír todavía. Uno, cumbre de mi carrera de sobornador profesional, fue cuando en un hotel lleno de periodistas durante la primera guerra del Golfo conseguí habitación para los siete miembros del equipo de TVE –un apartamento para la tropa y una suite que me quedé yo– poniéndole sobre la mesa diez billetes de cien dólares al director del establecimiento, un simpático fulano que cinco minutos antes me había jurado por sus hijos que no tenía nada libre. El otro episodio es delicioso, e imaginen la escena: carretera de Matanzas, Cuba. Policía que me para por supuesto exceso de velocidad. Y cuando abro la puerta, señalo el suelo y le digo: “Se le ha caído a usted un billete de diez dólares”, me mira con tranquila sorna y responde: “No, mi hermano, se me ha caído de veinte”.