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Es habitual leer o escuchar declaraciones de personas que dicen haberse encontrado “consigo mismas”, o que, anunciando un cambio, se proponen ser, de ahora en más, “ellas mismas”. También están quienes, especialmente en tapas y notas de revistas del corazón, en tertulias televisivas o en redes sociales, proclaman que su versión actual (después de un divorcio, un viaje, una enfermedad, una terapia o una inmersión en alguna laguna supuestamente espiritual) es la de su “verdadero ser”. Otros anuncian como propósito inminente ser “tal cual soy”. Estas y otras expresiones de autoafirmación no exentas de narcisismo parecen prometer que, en adelante, veremos a estas personas en su mejor versión, hecha solo de virtudes y talento.
Si se tomara al pie de la letra sus afirmaciones, habría que deducir que aquel o aquella a quien conocíamos hasta ahora era una falsificación, la mala copia de un original extraviado, una sombra chinesca, un doble. En definitiva, alguien que no era quien parecía o decía ser. Habíamos estado engañados, ahora tendremos el privilegio de acceder a la verdad de esa persona. ¿Pero qué significa ser uno mismo? ¿Acaso se puede ser otro? Aunque suene afirmativa y anuncie una transformación positiva, en realidad la decisión de “ser uno mismo” parece le negación del propio ser. ¿Qué hará quién la anuncia? ¿Se mudará a otro cuerpo, a otra mente, a otro complejo emocional, abandonando el que ahora denuncia como un “falso yo”? Cualquier individuo es siempre el que es. Él mismo. Ella misma. Carl Jung (1875-1961), el gran psicólogo, psiquiatra y pensador suizo, padre de la psicología simbólica y profunda, llamaba sí mismo al punto casi insondable del propio ser en el cual la sombra y el ego, la conciencia y el inconsciente, convergen y se articulan para alumbrar la esencia intransferible de cada individuo. Decía Jung que no alcanza una vida de trabajo consciente para llegar hasta allí, pero que la búsqueda constante y sincera (en muchos momentos dolorosamente sincera) de ese punto es de por sí una fuente de sentido existencial.
El ego, en términos junguianos, es una faceta a la que no podemos renunciar, el traje psíquico con que nos vestimos para salir al mundo e interactuar en él. Nuestra personalidad. Esta palabra proviene de persona, derivada a su vez del etrusco phersu, y designaba en el antiguo teatro griego a la máscara que los actores ponían por delante de sus rostros. Se veía la máscara y la mueca que esta transmitía, pero no la verdadera cara del actor. De allí proviene personalidad. Es nuestra máscara, el modo en que nos mostramos, se nos ve y se nos conoce. La sombra esconde, a su vez, todo lo que negamos o rechazamos de nosotros, lo que no consideramos propio y nos duele o nos avergüenza. Eso que con facilidad reconocemos en otros o les endilgamos a ellos.
Reconocer al ego (o personalidad) como tal, explorar y aceptar la sombra es una tarea de tal profundidad y compromiso íntimo que solo puede asemejarse a la experiencia de un buzo o un minero existencial. Solo quien la emprende podrá vislumbrar (aunque sin garantía de ello) el sí mismo, su verdadero ser. No es algo que se anuncia públicamente, que se ventila en pantallas o redes sociales, que se publicita a la salida de una sesión de psicoterapia ni de un taller vivencial. Encontrarse con uno mismo no es tomar café con un amigo, ser “yo mismo” no es fotografiarme desde el perfil favorable, decir que muestro mi “verdadero ser” no es elegir un vestuario agradable. No existe el spa en donde entrenarse para salir al mundo exhibiendo esta deseada versión de la propia interioridad. Un propósito menos entusiasta, pero más trascendente, sería el de asumir la humilde y por momentos dolorosa tarea de asomarse a la propia sombra. Lo que se observa allí no tiene nada que ver con la imagen que las aguas del lago le devolvían a Narciso. Pero es más verdadero.