Ser el hijo de la Momia de Titanes en el Ring
Desde mi más tierna infancia, ya estaba colgado de una barra o un árbol. Es que no muchos lo saben, pero pasé mis primeros años entre superhéroes. Mi papá era la Momia de Titanes en el Ring. Así, además de verlo luchar con figuras como el Ancho Peucelle (su mejor amigo) e Il Commendatore Benito Durante, recuerdo especialmente las comidas cuando se juntaban todos. Se reunían en la casa de mis abuelos y les cocinaban ollas de puchero gigantes, para 20 o 30 luchadores. No puedo borrar de mi memoria esa mesa enorme.
También guardo intacto el recuerdo de los estudios de Canal 9, donde filmaban todas las semanas. Durante mucho tiempo, pensé que los golpes eran verdaderos, y cuando tenía 6 años lloré cuando papá peleó por el título y lo perdió con Martín Karadagian, que era el que siempre ganaba.
Solía ir a verlo entrenar a El Ancla, un club de piletas donde cada uno tenía su casilla. Ahí estos superhéroes se ejercitaban, tomaban sus suplementos, charlaban. También los veía comer mezclas increíbles como huevos crudos con Glucolin. No existía la dieta del pescado y la lechuguita, ellos comían poderosamente porque no eran globos inflados sino tipos fuertes de verdad, que levantaban ruedas y vigas de tren.
Suelo decir que si mi padre se levantara de su tumba y viera a su hijo entrenando con banditas elásticas se volvería a la otra tierra enseguida…
Y es que en lugar de ser atleta, yo abracé esta profesión como un vendedor de fitness. Personalmente hago lo básico: un poco de golf, otro poco de bicicleta, entrenar al aire libre. Pero lo que más me gusta es motivar a otros a encontrar su propia fuerza interior como motor de cambio, no solo del físico y la salud, sobre todo de la vida.
Papá murió cuando yo tenía 8 años. Y a pesar del corto tiempo juntos, su legado me marcó a fuego.
Podría haber sido médico o abogado, pero en realidad no tuve tanta opción. Desde chico me crié en este ambiente, y aunque en ese entonces no decía que quería ser entrenador, si miro atrás puedo ver que era algo muy claro. Cuando mamá quedó sola y tuvo que salir a trabajar, decidió mandarme pupilo. Me anotó en el Colegio Emaús, en El Palomar.
Ahí pasaba los días entre el estudio, las misas en las que era monaguillo y la ansiedad especial de los jueves, cuando teníamos educación física. Esos días me levantaba a las 4 de la mañana, me cambiaba con la ropa de gimnasia y me volvía a meter en la cama para esperar, con mucho entusiasmo, que fueran las 7 y nos vinieran a buscar.
No sé si era bueno en los deportes. Es más, nunca me destaqué en ninguno, aunque hice de todo. Pero en ese proceso me di cuenta de que si bien no era talentoso para hacerlos, sí para explicarlos. Me encontré con una gran paciencia y poder de convencimiento, que hacía que enseguida motivara a mis compañeros en la dirección necesaria.
Hoy sigo en ese mismo camino, pero con alumnos y como forma de vida, y hasta animándome a escribir libros y columnas sobre el tema para apasionar a otros y seguir transmitiendo el legado. Pensándolo bien, no sé si papá se avergonzaría tanto.