Samanta Schweblin. Visitas nocturnas a Isla Maciel, hurtos y viajes sin pagar: cómo su abuelo la formó en secreto como artista
Una de las escritoras argentinas más leídas en el mundo homenajea con un texto exclusivo a su abuelo, Alfredo de Vincenzo, uno de los grandes referentes del grabado en el país
- 19 minutos de lectura'
Cuando cumplí siete años, mi abuelo le pidió permiso a mamá para pasar una tarde conmigo. Ese es el primer recuerdo que tengo de él, esperándome frente a la reja de la casa de Hurlingham donde yo vivía: un hombre de pantalones hasta la rodilla, medias rojas debajo de las sandalias de cuero, pipa en la boca y el ceño siempre fruncido.
A mamá le dijo que iríamos al zoológico, o a la calesita, o a tomar un helado; no recuerdo la excusa. En cuanto nos alejamos algunas cuadras me aclaró sus intenciones: nada de calesitas, la excursión se trataba de algo más complejo. Tomaríamos el tren a Retiro pero sin boletos, es decir, viajaríamos sin pagar, porque la austeridad era algo importante y uno no podía andar gastando dinero en cualquier cosa. Dijo que nos esconderíamos debajo de los asientos y que, si nos descubrían, iríamos a la cárcel. Me acuerdo de mi única pregunta, “y en la cárcel, ¿voy a poder ver a mi mamá?” Él negó y señaló la boletería “si los guardas hacen sonar el silbato, es que nos descubrieron”.
Subimos al tren. Nos acercamos hasta a un par de asientos enfrentados, él se tiró al piso para acurrucarse debajo de uno e indicó el de enfrente, que era el mío. Obedecí e hice lo mismo. Cuando la mugre del piso se me pegó a los brazos pensé que, aún si nos salvábamos de la cárcel, mi madre notaría lo sucia que regresaba a casa.
“Nos descubrieron”, dijo en cuanto sonó el silbato. “¿A nosotros?”, pregunté. “Sí”. ¿Era la primera vez que yo viajaba en tren? No lo recuerdo. Sé que vi a dos guardas acercarse desde el otro vagón y tuve la certeza de que nos estaban buscando. Yo no sabía que el silbato sonaba siempre, que era la señal de entrada a cada nueva estación. El abuelo dejó rápido su escondite y se acercó para ayudarme a salir. Recuerdo su mano firme esperándome, y cómo nos quedamos de pie frente a la salida, con las narices pegadas al vidrio hasta que al fin las puertas se abrieron. Yo quise correr, pero él me sostuvo del brazo y, rodeados de una decena de pasajeros, entendí que caminaríamos lento, disimuladamente, entre la gente.
Antes de meternos en el siguiente tren y repetirlo todo otra vez, se agachó frente a mí y me explicó qué era lo que estábamos haciendo. Un aprendizaje para el futuro. Lo llamaríamos “El entrenamiento del artista” y sería nuestro secreto. Nadie, “ni siquiera tu madre”, dijo el abuelo levantando el dedo índice, “puede enterarse de lo que vamos a hacer”.
A partir de entonces me buscaba por casa cada quince días. Los encuentros tenían objetivos distintos y, “jornada” tras “jornada”, como las llamaba él, yo mantuve mi promesa de no hablar sobre lo que hacíamos. Viajábamos sin dinero y llevábamos viandas en las mochilas. Las misiones iban desde la identificación de fósiles en los museos de ciencias naturales y los estilos neoclásicos en las fachadas de los edificios de Buenos Aires hasta el robo de frutas de los cajones de las verdulerías. Con el tiempo, cuando entendió que yo guardaba nuestros secretos, llegamos a confiscar algunos ejemplares de las librerías de la Avenida Corrientes. Él distraía al vendedor y yo, que apenas llegaba al borde de las mesadas, me guardaba el botín entre la ropa.
Visitamos museos de arte, galerías y exposiciones. Los óleos de Xul Solar, los pesadillescos grabados de Goya y las esculturas de Lola Mora, que eran sus preferidas. A mis once dejó de venir a buscarme y me animó a viajar sola de Hurlingham a su barrio de San Telmo. Habíamos practicado el recorrido muchas veces: un colectivo, un tren, dos subtes y una caminata de diez minutos. Cuando llegó el día viajé agarrada a sus notas para combinar la línea B con la C, moviéndome angustiada entre un tumulto de cuerpos tanto más grandes que el mío. Mi abuelo vivía solo en un atelier que ocupaba todo un piso del edificio. Me armó una pequeña cama en su oficina, vació un cajón y escribió en él mi nombre. La siguiente etapa del entrenamiento requería también jornadas nocturnas, así que empecé a quedarme a dormir de viernes a sábado.
Las nuevas actividades incluían carreras de caballos donde apostábamos nuestro dinero, recolecciones de “buena madera” en los potreros y basureros de Barracas, ensayos y funciones del teatro Margarita Xirgu, visitas a las milongas, las zarzuelas, los carnavales de la Avenida de Mayo, las sesiones de jazz en el Tortoni. Incluso hubo un período de excursiones a bares de mala muerte del que recuerdo la cara de un barman mirándome desconcertado mientras lustraba una copa, quizá preguntándose si, teniendo a una nena del otro lado de la barra en la madrugada, no debería llamar a la policía.
Y una noche en particular (imagino ahora a mis padres leyendo estas líneas y enterándose de semejante jornada), caminamos hasta La Boca para ir a la Isla Maciel. Un hombre nos cruzó a remo, en esa época era la única manera de llegar. “Preparate”, dijo el abuelo antes de tocar tierra, “que esta es la isla de las putas y los ladrones. ¿Sabés lo que pasa acá en la noche?”. Me acuerdo de los remos empujando el agua casi negra, del miedo que tenía, y de cómo ese miedo fue transformándose en otra cosa. Era una ciudad escondida que vivía casi a oscuras, pero los colores, la música, las comidas, eran como ráfagas de luz abriéndose frente a mis ojos.
Si me preguntan cómo comencé a escribir, siempre tengo dos o tres respuestas breves y aceptables. Cada una tiene su verdad, pero ninguna cuenta cómo empezó todo. Quizá porque el “entrenamiento del artista” fue nuestro secreto, algo que solo yo podía atesorar, o quizá porque la experiencia que lo disparó fue tan vital y profunda que se volvió para mí algo sagrado.
La escritura empezó en uno de esos días. El abuelo me había regalado el primer cuadernillo de lo que sería nuestro “diario de entrenamiento”, con mi nombre y el año al frente, todo hecho y cosido por él. Al final de cada jornada tomábamos juntos las notas del día, qué habíamos hecho, visto y aprendido. Había una sola regla: no se podían escribir cosas como “fue muy lindo”, o “me gustó”, o “estaba cansada”. Las opiniones de ese tipo solo se permitían si se describían al detalle, la escritura era un ejercicio de precisión.
Cierta noche, después de haber visto una puesta de Esperando a Godot con tres actores prácticamente desnudos latigándose entre sí, me tocó tomar nota de mis impresiones. Pero la experiencia beckettiana me había dejado sin palabras. Mi abuelo lo entendió, se dio cuenta de que me estaba pidiendo algo que me superaba. Se levantó de pronto del escritorio y se alejó hacia su cuarto al grito de “sé qué hacer”, “sé cómo se escribe lo que no puede escribirse”. Me quedé mirando el largo pasillo oscuro hasta que lo vi regresar con un libro en la mano, triunfal. “Poesía”, dijo. Abrió un poemario de Alfonsina Storni y se puso a leer en voz alta. Incluso yo, que no entendía nada de nada, me daba cuenta de lo mal que leía: a los gritos, y tan emocionado que el libro le temblaba en las manos. Pero ése fue el momento mágico. Todo empezó ahí.
El abuelo leía, y a pesar del espectáculo que daba, yo entendí que algo extraordinario estaba pasando dentro de él, parecía una fuerza genuina y poderosa, y fuera lo que fuera, la quería también para mí. Quería que esa fuerza me tocara. Storni, Mistral, Vallejo, Almafuerte. Estaba fascinada. La magia se producía en la combinación de las palabras. Me puse a escribir ahí mismo, tomando al azar frases que el abuelo leía y copiándolas en el diario. Quería esa magia en mi propio cuerpo, y no iba a parar de escribir hasta encontrarla. La experiencia beckettiana todavía pesaba en mi cabeza, pero entre las palabras que elegía algo nuevo se estaba configurando, una suerte de explicación, o de lectura propia de lo que antes no había entendido. De pronto el horror de la puesta de Godot tomó una forma distinta, se llenó de significado propio, y me entregó un descubrimiento vital: la literatura podía ayudar a entender lo inexplicable.
Según las reglas del abuelo, y las de una sociedad que funcionaba muy distinto a la de ahora, una nena de once años podía apostar en las carreras de caballos y pasear de noche por la isla Maciel, pero recién cuando cumplía los doce estaba preparada para incursionar en el verdadero objetivo del entrenamiento: el arte del grabado. ¿Pero qué era el grabado? Me lo preguntaban mis compañeros del colegio y yo decía que era como pintar, pero aún no entendía por completo de qué se trataba.
Sabía que el filo de los buriles era muy peligroso, y que el ácido en el que se hundían las chapas podía roerte también los dedos. Intuía que calibrar esa peligrosidad era de lo que se trataba ese arte. Cada sábado de doce del mediodía a siete cumplía con mis funciones de “ayudante” del abuelo: limpiar con alcohol las mesas de los tres grandes salones a los que él llamaba “taller”, recoger y tirar las gasas cargadas de excesos de tinta y controlar que siempre hubiera papel y jabón en el baño.
Lo que yo no sabía, y con los años empecé a entender, era que estaba siendo testigo del que probablemente fuera el taller de aguafuerte y fotograbado más grande de toda Latinoamérica. Era 1988, y asistían al taller artistas como Bruno Venier, Roberto González, Zulema Petruschansky, Daniel Brambilla, Luisa Reisner, Abel Versacci, quienes muy pronto ganarían los grandes premios nacionales, y recuerdo también a algunos más jóvenes, como Pablo Flaiszman, e incluso visitas de Liliana Porter. Fue la primera vez que vi a gente adulta haciendo arte, y el asunto era tan serio que un error de color o un mal pliegue en el papel podía colapsar a toda la tropa y nuclearla horrorizada alrededor del incidente.
Todo olía a alcohol y tinta, todo el mundo andaba con las manos manchadas y la atención puesta en las decenas y decenas de chapas de cobre y de zinc que se movían de la zona de barnizado al cuarto de ácidos, de la zona de biselado a la de entintado, de la sala de imprentas a las sogas de secado, para luego empezar todo otra vez.
Fue entonces cuando descubrí no solo el taller, sino al “maestro”. Así llamaban los alumnos a mi abuelo. “¿Dónde está el maestro?”, preguntaban, cruzando los salones con sus estampas todavía frescas. “¿Qué opina el maestro?”. Y también descubrí al “artista”, que era como lo llamaban Arte al día, Gente, La Gaceta, el Buenos Aires Herald, Primera Plana, los críticos y los catálogos que a mí solo me llegaban de mano de sus orgullosos alumnos. Si se los llevaban al maestro, él los devolvía al trabajo con un solo grito, proclamando enigmáticamente frases como “es en lo sereno y no en el ruido donde se escucha la sustancialidad en su dimensión más profunda”, o colgándoles carteles frente a sus puestos de trabajo que decían “solo en la continuidad del taller, en la lucha diaria que sobrepasa al cansancio, en la excitante obsesión de visualizar el torbellino interno, es donde los hilos se anudan”.
Alfredo nació en Avellaneda en 1921. Su madre era una inmigrante francesa y su padre un albañil italiano que creció en un conventillo de La Boca y nunca llegó a hablar bien el español. Mi bisabuelo se dedicaba a hacer frescos de yeso para las fachadas de los edificios, como algunos detalles del Luna Park, o gran parte de todos los florones y las balaustradas del Palacio de Correos de Buenos Aires.
Cuando Alfredo terminó la primaria quiso estudiar dibujo, pero la familia era muy humilde y a sus doce años lo mandaron a trabajar a una fábrica de Dock Sur. Su tía Asunta, que daba clases en una escuela de secretarias y era quizá la única en la familia que entendía sus inquietudes, lo invitó a ir por las noches a aprender mecanografía. Imagino a Alfredo pequeño, con su entrecejo ya arrugado, inclinado sobre su máquina de escribir y rodeado de aspirantes a secretarias. La escuela de mecanografía era su guarida, el entorno en el que empezaron sus primeras lecturas y el lugar donde llegó a sus manos el libro que, según él, marcaría para siempre el resto de su vida: la biografía de Franz Winzinger del maestro Alberto Durero, el gran grabador renacentista.
¿Fue ese espacio su primer entrenamiento del artista? ¿Quién se ocupó de él como él se ocupó de mí? ¿O fue algo que siempre le faltó y por eso lo obsesionaba estar presente en mi preparación?
A escondidas de su padre, que se lo había prohibido tajantemente, empezó a ir de noche a la escuela de Bellas Artes Prilidiano Pueyrredón. Regresaba a Avellaneda a pie para ahorrar los viáticos, y así compraba los materiales de pintura. De camino recorría las imprentas de algunos diarios, donde recogía los restos de los últimos pliegues del día que usaba como papel para sus estampas. Cuando llegaba de madrugada su mamá Eugenia se levantaba, le calentaba un poco de comida, y lo miraba mientras le decía, “Ay, Alfredo, no vas a poder, no vas a llegar”.
Descansaba pocas horas porque a las seis había que estar otra vez en la fábrica, y un día se quedó dormido frente a una de las máquinas de guillotinas. Perdió, de un solo corte, la primera falange de su dedo índice derecho. ¿Se quedó dormido o lo hizo adrede? ¿Fue ese el precio a pagar para dejar la fábrica? ¿Tres centímetros de un dedo de su mano de grabador, a cambio de su liberación?
En esos años recibió dos grandes empujones. Primero, una estudiante de dieciséis años que lo metió de prepo en las reuniones estudiantiles. Mi abuela Susana Soro no solo lideraba las políticas de pasillo sino que también las formalizó, fundando junto con Alfredo y otros compañeros el Centro de estudiantes de Bellas Artes y ganando su primera presidencia.
La segunda gran influencia fue el maestro Lino Spilimbergo, a quien siguió hasta Tucumán como parte del equipo de artistas que fundaría el Instituto Superior de Artes: Víctor Rebuffo, Pompeyo Audivert, Lorenzo Domínguez, Carlos Alonso, Miguel Dávila, Leonor Vasena, Albino Fernández (con quien más tarde fundaría el famoso “Club de la Estapa”). Era mediados de los años 50 y todavía me resulta increíble pensar en un momento en la historia de las artes plásticas argentinas en la que todos estos artistas convivían y trabajaban juntos compartiendo los ateliers de la Universidad de Tucumán.
Spilimbergo le consiguió una beca en el Instituto, donde Alfredo fue ayudante de Víctor Rebuffo y Pompeyo Audivert, y pronto le encargaron la dirección de la Escuela Infantil de Artes Plásticas del Instituto y las clases de grabado en el departamento de Artes de la universidad. En el 55, cuando regresó a Buenos Aires, expuso por primera vez en el Museo de Arte Moderno. Quienes asistieron a esa muestra fueron testigos de algo inédito hasta entonces en el grabado tradicional, que trabajaba sobre todo en formatos pequeños: una serie de xilografías monumentales, algunas de casi dos metros de largo, y que la crítica calificó de “una audacia absoluta” y “un manifiesto de gran envergadura para su época”.
Tengo algunas de estas notas en mi departamento, junto con una de las xilografías: una estampa tan grande que ningún artesano de mi barrio se anima a enmarcar. La conservo en una carpeta hecha por mí misma, porque tampoco encontré carpetas de ese tamaño, y la guardo prensada entre mi escritorio y la pared. Escribo cada día frente a esa carpeta de tres metros de largo que casi toca mi habitación de punta a punta.
En 1967 le otorgaron el premio francés Georges Braque. Viajó a París becado y durante dos años visitó talleres de grabado de Francia, Inglaterra, Italia, Portugal, España, Holanda, Polonia y Rusia. Los procedimientos del “color simultáneo”, que aprendió de manos del grabador Stanley William Hayter, y las técnicas de fotograbado y aguafuerte, eran todas disciplinas prácticamente desconocidas en Latinoamérica. Al regresar a Argentina abrió su taller con la misión de compartir estas nuevas experiencias. Recuerdo artistas extranjeros de Perú, de México, de Colombia, recuerdo incluso a un artista sueco. Algunos de ellos también eran profesores y venían al taller becados por sus universidades o por el propio Alfredo. “Maestro de maestros”, lo llaman en algunas de estas notas que tengo ahora sobre mi escritorio.
Cuando unos años más tarde le entregan el Gran Premio Nacional, Alfredo dice en su discurso de aceptación que lo que quiere es hablar de “el hombre de hoy, y de la ciudad que lo corroe”. Era 1976. Curioso que, en medio de esa dictadura militar, él se empecinara en un arte que gira en entorno al desgaste y la corrosión de sus materiales, y que, a pesar de la presunta rigidez del grabado, lograra trasmitir la sensación de trazos ligeros, y la fugacidad imperiosa del escape. Leo los títulos de sus obras de esos días “Esta sangre, este clamor”, “Vencer para vivir”, “El dolor nos hace más fuertes”, “Hasta el último día”, y me parece entender qué es lo que estaba haciendo: absorber toda esa corrosión y hacer con ella un magistral acto de exorcismo.
Qué podía saber yo de todo esto en ese entonces. Solo recuerdo cómo me gustaba estar en ese taller, y que yo también grababa, porque quería ser parte de toda esa energía que se movía alrededor. Adoraba ese mundo adulto sumido en el arte como en una misión espartana.
Había un descanso de quince minutos en toda la jornada, cuando se preparaba mate cocido con galletitas y todos se apiñaban en una cocina diminuta a conversar. Ahí escuché por primera vez hablar de Nietzsche, de la maldad de los críticos, de Perón, de un tal Paul Bowles enfermo en Marruecos, de los desaparecidos, de un suicido de alguien esa misma mañana, de las paradojas del plagio, de Simone de Beauvoir. Recuerdo algunas charlas con Silvia Rocca y Néstor Goyanes, quizá los alumnos más cercanos del abuelo.
Y algo más también. A mis doce, trece años, empecé a aprovechar esos descansos para leer en voz alta mis primeros cuentos. Imagino que habría algún pacto implícito por el que, si la nieta del maestro leía, debía ser escuchada y aplaudida, pero no me importaba. Yo escribía toda la semana pensando en los cinco minutos de gloria del sábado, cuando todos harían silencio y me escucharían pacientemente. Ése fue mi primer taller, incluso antes de los talleres literarios por los que pasé más tarde. Mi primer taller fue de chapas, tintas y artistas plásticos. Ese taller, que fue la gran usina de investigación del grabado latinoamericano, que llegó a tener más de treinta exposiciones grupales y cuyos alumnos ganaron más de cuatrocientos premios alrededor del mundo, fue también mi taller fundacional, el espacio donde entendí, a la par de sus verdaderos alumnos, cuáles serían mis herramientas y el trabajo extraordinario que implicaría dominarlas, o al menos intentarlo. Recuerdo esas caras, sus voces, sus manos siempre sucias, y me siento tan agradecida por el amor y la paciencia que esos artistas plásticos tuvieron con esta nieta que hubiera debido ser grabadora, pero que estaba tan empecinada con las letras.
El entrenamiento del artista siguió unos años más. Aprendí a sacar y revelar mis propias fotografías, recibí las obras completas de Borges y de Cortázar. Viajamos cada vez más lejos, a La Plata, a provincias del interior, a Uruguay, a Nueva York. En el puente de Brooklyn le dije que de grande quería vivir en esa ciudad. Él adoraba Nueva York, y viajaba seguido a ver a su gran amigo de la adolescencia, el arquitecto César Pelli. Pero ante mi declaración negó rotundamente con la cabeza. Dijo que en veinte años esa ciudad ya no sería la misma, que el futuro era “de las mujeres y de los gays”, y que sucedería en Berlín. Berlín, la ciudad a la que, veinte años después, terminé mudándome.
Cuando empecé la universidad nos vimos menos. Cada tanto llevaba al taller a algún novio, pero a todos me los rebotaba. “O el arte o el amor”, decía, a veces incluso delante de ellos, “no hay tiempo para las dos cosas”. A sus ochenta años, después de una de sus matutinas jornadas de yoga y natación, tuvo una descompensación. “No llamen al médico”, dijo, nos lo pidió varias veces, “son los médicos los que te matan”. Pero el médico vino, y Alfredo murió dos meses más tarde.
La familia vendió el piso de San Telmo. Alguien compró las prensas y las herramientas, y el resto del taller, sin su maestro ni sus alumnos, se volvió puro papel, afiches viejos y latas de pintura. Desarmar ese espacio fue devastador para todos.
Recuerdo que, antes de cerrar para siempre las dos grandes puertas de roble del recibidor, agarré el último resto de basura que tocaba bajar, dos grandes potes del ácido que se usaba para grabar las chapas. Ya habíamos vaciado su contenido, pero cuando llegué a la vereda me di cuenta de que los potes todavía goteaban. Las marcas del ácido me habían seguido todo a lo largo de las escaleras hasta la planta baja y crecían ahora en un charco final, fluyendo en líneas corrosivas hacia la calle. No había necesidad, pensé, pero sí la había. Lo supe cuando, varios años después, volví a San Telmo solo para corroborar que la mancha siguiera ahí. Me paré sobre ella y me quedé un buen rato mirándola. Ésta es la marca, pensé, y es irreversible. Me conmovía que mis pies entraran completamente en ella.
Pienso en el abuelo y me pregunto, ¿hay un privilegio más grande que el que me tocó?
Este 25 de octubre de 2021 es el centenario de su nacimiento. El edificio donde Alfredo fue el maestro de varias generaciones de grabadores, donde fue el artista que creó una obra de más de mil quinientos óleos, estampas, dibujos y monocopias, y donde fue mi abuelo, y me leyó por primera vez a Alfonsina Storni, queda en el 616 de la calle Estados Unidos. ¿Podría alguien ir hasta ahí, por favor, y confirmarme que la marca de ácido sigue en su lugar?