Régimen talibán. Historias de periodistas afganas que debieron esconderse, adaptarse o huir
Son las diez de la mañana en Kabul, capital de Afganistán, y Donya, de 27 años, está en la redacción del diario internacional para el que trabaja. Quedan pocas compañeras en el diario, un medio internacional con oficina en el centro, uno de los pocos que aún están allí. Por cuestiones de seguridad, pedirá que su nombre y su lugar de trabajo sean modificados. “Pueden matarme, lo sé. Cuando salga de Afganistán o los talibanes sean derrotados y esté segura, voy a escribir sobre todo lo que pasó durante estos días”, dice en un audio de Whatsapp, en el que Donya habla en un susurro. El día que los talibanes llegaron a Kabul, la redacción era un caos: “Nos preguntábamos qué iba a pasar, qué pasaría conmigo y mis compañeras. Me fui rápido de la oficina. Las calles estaban atestadas de autos, personas corriendo y nos vimos obligados a caminar dos horas para llegar a casa. No salí por una semana entera”.
Más temprano, Marjan Sadat, periodista de 24 años, contesta mails, chequea información y habla con sus colegas en Kabul. Hasta hace unos días, ella salía con su grabador, anotador y hijab para ir al diario en la ciudad. Con la tensión escalando cada día, pudo ser evacuada de Afganistán. Los días eran muy distintos: check points controlados por talibanes, permisos que mostrar, riesgos que correr. Había que irse. “No experimenté jamás momentos así de oscuros. Hasta hace muy poco estudiaba en la universidad, trabajaba en los medios internacionales más prestigiosos, junto con otras compañeras. Esos eran los días dorados. Ahora, no puedo sostener una cámara en libertad, sacar fotos de Kabul, entrevistar a la gente libremente”.
Pasaron ya cinco meses desde que los talibanes aprovecharon la retirada de las tropas estadounidenses luego del acuerdo firmado por Trump y tomaron el poder, derrocando al gobierno de Ashraf Ghani. Sumergida en una crisis económica y humanitaria feroz, el destino del país es incierto y las vidas de quienes lo habitan, también. Es importante aclarar que los talibanes ya tenían el control en varias zonas rurales desde hacía tiempo, generando una suerte de justicia y política paralela.
En aquellos primeros días marcados por los fusiles AK-47 en las calles y miles de personas agolpadas en el aeropuerto de Kabul, los talibanes habían dado un mensaje de “calma”, diciendo que iban a respetar a las mujeres y les permitirían estudiar y tener un rol en la vida pública. Semanas más tarde, la realidad fue otra.
En Afganistán hay más de 170 emisoras, canales de televisión, medios locales e internacionales con redacciones mixtas hacía tiempo. En los últimos 20 años, medios internacionales, pero principalmente nacionales, se desarrollaron en Afganistán y la cultura afgana floreció, la participación, creación y ampliación de espacios para mujeres periodistas, artistas, deportistas y escritoras, también. Muchos directores de estos medios les habían pedido a las redactoras, editoras y corresponsales que trabajaran desde sus casas ante el peligro que representaba que estén cubriendo en las calles. Ellas, en su mayoría, se negaron.
Donya pertenece al grupo de periodistas que aún está en Afganistán, pero con una enorme dificultad: ser mujer. “Hoy enfrento muchos problemas y la situación es de muerte, si no trabajo no puedo mantener a mi familia y para las mujeres está prohibido trabajar. Aún lo hago, porque soy periodista, pero los talibanes no respetan a las mujeres para nada entonces no me dan entrevistas y corro peligro en caso de decir algo que pueda llegar a caer en la censura. El periodismo en Afganistán y la libertad de prensa están sumamente en peligro”, cuenta.
Un tironeo histórico
En el contexto de la Guerra Fría, el bloque soviético ocupó Afganistán, en 1979, con sus recetas económicas y promoviendo el ateísmo. Empezaron a surgir grupos contrahegemónicos que sostenían la religión como estandarte y que se formaron en las montañas; uno de ellos es el talibán, con una visión más radicalizada del Islam. En un mundo dividido en dos, Estados Unidos decidió financiarlos con armas y entrenamiento para combatir al comunismo en la región. Una vez que las tropas soviéticas se retiraron de Afganistán en 1989, comenzó una cruenta guerra civil dentro de la misma milicia. En 1996, los talibanes ganaron y tomaron el poder, declararon un Emirato Islámico y restringieron al mínimo las libertades de las mujeres, quienes tenían prohibido estudiar y trabajar y debían salir de sus casas con el permiso de un hombre. Tras el atentado a las Torres Gemelas, la administración de George W. Bush le declaró la guerra y doblegó a los talibanes rápidamente, pero el conflicto bélico continuó hasta el Acuerdo de Doha, firmado por Donald Trump. El fin de la ocupación fue llevado a cabo por Joe Biden, el nuevo presidente. En el acuerdo, los talibanes se comprometieron a no realizar acciones que pusieran en peligro la seguridad de Estados Unidos.
Para Belén Torchiaro, politóloga musulmana, Estados Unidos dejó tierra “arrasada”. “Ellos se retiran con un gobierno tutelado fallido. Ahora, hay que ver qué pasa también dentro de los talibanes, que es un movimiento con una cosmovisión tribal, hay que ver cómo se manejan internamente. Es importante entender lo siguiente: no hay una sola sociedad afgana, hay muchísimos lugares aislados por una cuestión geográfica. Son sociedades atravesadas por la guerra y el hambre, donde los talibanes se presentan como ‘vamos a volver al orden’. Lo mismo pasa con la cuestión del uso del velo: tiene un significado distinto en cada región de Afganistán, lo que para algunas significa opresión, para otras significa representación. Entonces, me pregunto qué pasará con las mujeres cuando lleguen a otros países luego de ser evacuadas y lleguen con el velo y sus creencias”.
Durante la ocupación norteamericana, las mujeres en Afganistán alcanzaron lugares históricamente vedados. En áreas como la política, el deporte, la ciencia, fueron construyendo experiencias y tejiendo redes que hoy se ven quebradas. “En grandes ciudades, sin duda alguna, la presencia de mujeres en varios ámbitos es fuerte. Cada vez menos mujeres estaban dentro de las paredes de sus casas, tenían empleo. Muchas eran miembros activos de la sociedad, algunas aparecían en redes sociales. Ahora, las mujeres periodistas afganas no pueden salir, no pueden hacer su trabajo. Trabajan de forma privada, a escondidas. Los talibanes no nos dan entrevistas. Estoy en contacto permanente con organizaciones para ayudar a evacuarlas”, cuenta Marjanl.
Otro de los espacios quizá más complejos de habitar fue la religión. Textos escritos, ceremonias religiosas, códigos morales creados por hombres hace siglos son reinterpretados. En México, Sheija Amina Teslima Al Yerrahi es la líder espiritual de una comunidad sufí. En Nueva York, Hida Makki es líder espiritual que trabaja asesorando a lideresas de la comunidad musulmana para construir espacios y mezquitas para mujeres.
“La religión es un núcleo de poder. El feminismo vinculado al Islam es una mirada reformista, es una lucha de reinterpretación y de apropiarse de la palabra que siempre fue dada desde una única mirada. Desde hace unos años, las mujeres toman los textos, van a las fuentes y las reinterpretan. Hay coranes escritos enteramente por mujeres, hay mezquitas lideradas por mujeres, como la mezquita de Nueva York. Es importante reconocer esto y saber que existe, porque sino es negar años de logros también”, explica Belén.
La situación se complejiza con los días. Donya es ahora, como tantas otras mujeres afganas, jefa de hogar. Su esposo fue despedido del trabajo y de su salario –que apenas alcanza– depende su familia. Marjan junta el dinero que puede para mandarlo allá, con sumo cuidado, porque los talibanes interceptaron donaciones. Muchas trabajadoras, principalmente docentes, dejaron de percibir hace meses un salario y no hay expectativas para un enorme grupo de mujeres que eran el principal sostén económico de su familia. A su vez, muchos negocios cerraron, sus dueños huyeron del país dejando un fuerte vacío económico. Los bancos cerraron varios días y ahora enfrentan la escasez de efectivo. Los líderes del mundo se enfrentan a una debacle: cómo enviar ayuda sin tener que reconocer al gobierno talibán.
Ante la crisis humanitaria que se avecina por la crisis económica, los países del G20 se comprometieron a hacerlo, con la aclaración de Joe Biden de que deberá ser enviada a organizaciones independientes para que no “caiga en manos de talibanes”.
“No es lo mismo tener el monopolio de la fuerza que gobernar. Ahora los talibanes tienen el monopolio de la fuerza y todavía hay que ver cómo arman el juego de gobierno, algo bastante complejo”, indica Belén.
En los primeros días de toma de poder, donde las cámaras se centraban en Kabul y en las múltiples protestas que ocurrían en las calles en contra del nuevo régimen, los nuevos ocupantes del poder mostraban una retórica de calma y espera. Dieron conferencias de prensa, incluso el portavoz talibán Mawlawi Abdulhaq Hema dio una entrevista a la periodista Beheshta Arghand de TOLOnews (que luego tuvo que huir del país). Llegaron a decir, en aquellos días, que respetarían a las mujeres y les darían un espacio en la vida pública. Esto último despertó escepticismo. “Los talibanes son los mismos de siempre, lo que cambió es la sociedad civil, que no es la misma que en los años 90. Ellos están buscando aprobación del mundo, sus vecinos tienen intereses: los minerales que tienen los afganos le interesan a China. Además, en sus tierras tienen tres cuartos del opio del mundo. La gente se va a olvidar de Afganistán, esto tiene un tiempo. Las cámaras además solo muestran Kabul, no muestran lo que pasa en las zonas rurales, donde es otra situación”, explica Ezequiel Kopel, periodista y autor de La disputa por el control de Medio Oriente (Editorial Eduvim) y Medio Oriente, lugar común (Capital Intelectual).
Marjan está ya a salvo, pero se pasa los días juntando donaciones, escribiendo sobre los reportes que llegan de Kabul y pidiendo ayuda para evacuar a sus colegas. Uno de sus últimos artículos fue sobre clases secretas que toman las niñas afganas en Kabul, algo que sucedía mucho en los 90, durante la primera toma del poder de los talibanes. “Ahora, muchos estamos en un dilema. No hay un sistema, la gente trata de escapar adonde sea. No le tengo miedo a la muerte. Tengo miedo a perder mi voz. Quiero poder hablar, escribir y contar las narrativas de lo que pasa, aún si lo tengo que hacer en secreto y escribir sobre el desplazamiento de familias enteras y de toda una generación”, dice.
Donya sale solamente para ir a trabajar. Con el rostro tapado, cuaderno en mano, caminando lo más rápido posible. Busca contactos, personas que conozcan a colegas que puedan ayudarla para hacer el trámite y así conseguir visa de refugiada donde sea y poder irse con su familia. Sabe que no será fácil: después de conseguir visa hay que juntar el dinero para los pasajes y para el convoy que los pueda trasladar al aeropuerto con seguridad y pasar los controles de los talibanes. Donya confía.
Son las cuatro de la mañana en Buenos Aires y Donya relata sus días, en voz baja, con una señal que de a ratos se entrecorta. “Hoy en Afganistán todo está quebrado. Me pregunto por qué el mundo nos da la espalda. Yo tenía grandes metas, quería llegar a ser miembro del gobierno. Siempre quise avanzar y crecer, pero hoy estamos en cero, no somos vistas como seres humanos independientes. Voy a salir. A la noche pienso eso: voy a salir, voy a salir, voy a salir. Cuando salga, voy a escribir sobre todo lo que vi”.