Reconvertir un museo. La investigadora de La Plata que se propuso integrar el Reina Sofía a un barrio habitado por inmigrantes
La escritora y docente Ana Longoni habla de su gestión en el centro de arte más visitado de España, donde trabajó cuatro años
- 9 minutos de lectura'
“He atravesado países, siglos de insomnios y duras cabalgatas, y aún desconozco el sentido de las cosas cuando lo veo, cuando me detengo con las piezas en mis manos”, escribe Anne Carson mientras transita el Camino de Santiago. La posibilidad de transformar el cuerpo en visión es, de hecho, algo que irradia Ana Longoni (La Plata, 1967) no bien abre la puerta de su casa, una fachada perlada ubicada en un rinconcito silencioso de Flores. Una sensación de redescubrimiento constante, de viejos espacios personales, trabajos, afectos, tras su regreso al país, luego de trabajar cuatro años en el Museo Reina Sofía. Por el tipo de vida itinerante que tuvo, aclara, las nuevas rutas la seducen. Aun así, después de una gestión abrumadora, a cargo de la Dirección de Actividades Públicas, añoraba reencontrarse con la escritura. Las palabras de Walter Benjamin resuenan: “La biblioteca es un modo de llegar a casa”.
Cuando Ana arribó a Madrid, en 2018, Lavapiés era, según la revista Time Out, el barrio más cool del mundo. Las siete cuadras que distanciaban su casa del museo, ella las hacía por trayectos distintos, que le permitían descubrir nuevas callecitas, olores, idiomas, entonaciones. Un barrio tradicional, pobre, cuna de población migrante que contrastaba con una gentrificación vertiginosa. Un mes después de su llegada, el barrio se convulsionó. La muerte de Mame Mbayé, inmigrante senegalés, uno de los fundadores del Sindicato de Manteros, después de ser perseguido por la policía y no recibir atención médica, generó dolor, repudio y escaramuzas, “un punto de inflexión, una suerte de 2001″, recuerda. Un llamado de urgencia para una sección del museo inmensa, que aglutinaba la biblioteca, el centro de documentación, la programación cultural, el centro de estudios, carreras de grado y masters, y clases trasversales.
“El museo es una gran usina de posibilidad y, a la vez, una máquina burocrática feroz, y hay que saber lidiar con ese monstruo y encontrarle la vuelta –cuenta–. En su arquitectura, literalmente le da la espalda al barrio, le muestra el estacionamiento y los tachos de museos. Nos propusimos apostar a transformar esa desconexión, horadarla, inventar otros modos de estar en situación. Había desconfianza hacia el museo; hubo que ganarla con un ejercicio grande de escucha. Hablar con los activistas del barrio, como Pepa Torres, fue clave”.
Contar es escuchar
Una de las primeras acciones dentro del Museo Situado –una red de colaboración de colectivos y asociaciones vecinales de Lavapiés en la que participa el Museo Reina Sofía– fue un carné de lectura para personas sin papeles, no solo para ingresar en la biblioteca, sino para que les dé un documento para intentar gestionar sus papeles de residencia. La misma búsqueda de inclusión se dio en la organización de picnics en los jardines, un espacio que antes estaba clausurado al público. “Agujerear esas fronteras simbólicas y materiales del adentro y del afuera, lo mismo que luchar por el derecho a la lengua”, aclara, mientras relata el trabajo en conjunto con Dani Zelko, un poeta y artista que en su serie Reunión, hace de la conversación un ejercicio de acercamiento y escucha, fundamentalmente a las comunidades más desfavorecidas.
“Mohamed Hossein era un migrante bangladesino que murió de Covid sin ser atendido, porque nadie lo entendía, ni siquiera dejaron que su sobrino pidiera la ambulancia. Dani, al hablar con su entorno, construyó una herramienta de intervención al trasvasar la lengua oral al registro poético. Imprimimos un libro, que fue traducido y así fue un parteaguas del reclamo de las comunidades migrantes a ser entendidas en su propia lengua ante el sistema judicial, sanitario, educativo”.
La pandemia, naturalmente, profundizó las penurias del barrio y generó nuevos esfuerzos colectivos, uniones de fuerzas interseccionales. La interlocución se fue tejiendo en asambleas: “A partir del 8M de 2018, generamos foros horizontales feministas, donde la palabra circula en torno a temas acuciantes, el primero fue en torno a la huelga feminista. En la pandemia, la Asamblea del Museo Situado organizó siete foros de voces situadas en torno a iniciativas comunitarias alimentarias, derechos sanitarios para todes, fronteras en pandemia, la vulnerabilidad de las fronteras en Europa, el contacto y la sexualidad en pandemia, diferentes aristas que hicimos en colaboración, para expandir la creatividad y la posibilidad de llegar a personas que no se podría haber llegado de otro modo”.
Recordar y sobrevivir
En esas largas jornadas en las que Ana ni siquiera podía salir de su oficina y visitar las salas, se refugiaba en dos obras en particular. Una, la veía desde su ventana: una lona hecha por Giuseppe Campuzano, hacedor del Museo Travesti del Perú, un artista a quien llegó a conocer –falleció en 2013–, y que la conmueve poética y políticamente. La otra fue el proyecto Jardín de las mixturas, que impulsa la argentina Alejandra Riera, una intervención en torno de la vida humana y no humana del museo. Así lo relata: “Ella propuso conformar un colectivo que trasforme, trastoque, transfigure dos zonas o parterres del jardín, que eran muy prolijas, con rejitas, riego automático, césped perfecto. El jardín fue intervenido en el sentido de dejar crecer. Esos dos parterres, el de sombra y el de sol, parecían desordenados y de golpe se fue evidenciando una lógica distinta, de concebir lo que es un jardín: suspendimos el riego automático, sacamos la reja, pusimos plantas medicinales, tomates, incluso plantas con sentido afectivo muy grande, por ejemplo, un granado en homenaje al artista LGTB Miguel Benlloch”.
La potencia expansiva de un remanso silvestre sirvió también de excusa para la conformación de Respirar, un grupo de compañeras del museo que, en pleno confinamiento, compartían lecturas y se acompañaban frente a las esquirlas del presente. Una de las lecturas memorables (y poco solemnes) fue, precisamente, La vida de las plantas, de Emanuele Coccia, una experiencia que luego confluyó en un viaje colectivo por el País Vasco.
“Tamara Díaz Bringas, querida amiga cubana que murió este año, tenía una sensibilidad muy alerta respecto de sostener tramas afectivas. Nos propuso la iniciativa de juntarse a leer, romper el trabajo fordista, instalar otra temporalidad, juntarnos a compartir restos poéticos para hacernos acordar que estábamos allí porque nos interpelaba el arte y sus formas enigmáticas y misteriosas de desplazarnos de lugares comunes”.
A ella, Ana le dedica su libro Parir/Partir, publicado recientemente por Tren en Movimiento, un conjunto de relatos autobiográficos, configurados como diarios de pandemia, semblanzas de viaje, cruces alrededor de distintos vínculos amorosos. En el primero, “Perder la astucia”, narra la pérdida del olfato ni bien sufrió el contagio de Covid y la red de cuidados que los vecinos tendían para sobrellevar los riesgos, una comunidad afectiva valiosa que le permitió seguir en pie. En uno de los fragmentos, puede leerse: “Revolucionar el museo en una escala invisible. Microscópica y honda. Dejar sentada las posibilidades de que allí ocurra algo, lentamente, con su propio ritmo y contingencias. Sin imposiciones ni reglas ni plazos”.
Construir redes con otros museos, con colectivos artísticos, con la comunidad barrial fue toda una artesanía cotidiana, un desafío ante un cuerpo institucional tan normativo. “Me di todos los gustos”, dice, a pesar de los escollos. Algunas de sus iniciativas, como la cátedra Políticas y estéticas de la memoria, a cargo de la chilena Nelly Richard, o la cátedra Aníbal Quijano, comisariada por Rita Segato, perviven en el programa educativo y cultural del museo. Profundizar una mirada feminista en las instituciones artísticas es una de sus preocupaciones: “Cómo se toman las decisiones, cómo se enuncia, desde qué lenguaje comunica el museo, qué tipo de cuidados se pueden establecer respecto de esas lógicas tremendamente productivistas, que lógicas de cuidado se pueden instalar entre nosotras que no sean competitivas, arrasadoras de la vida, sino que cuiden el respirar, es una proactiva múltiple, un día a día de estar alertas, de atender, pensar, escuchar desde una perspectiva interseccional, de abajo para arriba, no solo a la mujer como sujeto universal, sino a las mujeres concretas, atravesadas por múltiples dimensiones, de raza, de clase, de condición migrante, de religión, de trayectoria vital, que hacen a sus condiciones de existencia y que hacen que haya mujeres más privilegiadas que otras”.
“Un precioso regalo de bienvenida a casa”, valora, a propósito de Parir/Partir (Tren en movimiento) y Tercer oído (Caracol), y no escatima en calidez a sus editores Alex Schmied, y Nico Cuello y Santiago Villanueva, respectivamente. Tercer oído reúne una serie de ensayos que habían tenido poca circulación alrededor de referentes de las vanguardias artísticas y el entramado político en el que se manifestaban. Reflexiones analíticas, muchas de ellas primigenias, alrededor de las obras de Alberto Greco, Oscar Masotta y Elda Cerrato relucen en distintas dimensiones. Los materiales de archivo, como ha sucedido en gran parte de su obra, se hacen presentes. Dentro de su perspectiva ética, social y filosófica, la investigación misma es aquella que produce los archivos, y no viceversa, un gesto de imaginación que los dotes de legibilidad y acceso público in situ.
Luego de ese hito diferencial en su biografía que fue su estancia en el Reina Sofía, Longoni ha retomado la lectura y escritura como otro modo de escuchar a los documentos. Entre sus próximos proyectos están un texto sobre las fotos que Víctor Melchor Basterra sacó en la ESMA en plena dictadura, un proyecto que había escrito hace diez años con Luis García, y ahora, a partir de una invitación que hizo el español Carles Guerra, retomó en un contexto distinto; con los cambios de circulación de esas fotos y la muerte del propio Basterra, el texto creció. A su vez, escribió para un libro de fotografía sobre el conflicto vasco de Clemente Bernad. Si bien no se sentía autorizada, pensar el ensayo en clave autobiográfica le dio una clave, un resguardo, una forma para pensar desde adentro, de respirar, de expandirse.