¿Qué significa, al final, aquello de “pasarla bien”?
En una entrevista acerca de una taquillera comedia presente en la cartelera teatral porteña, uno de los actores protagonistas afirmaba hace algunas semanas: “En estos tiempos es esencial lograr que todos la pasen bien”. Son tiempos duros, sin duda, tiempos de trabajos, proyectos, ilusiones, vidas y vínculos que se perdieron, tiempos de distancias y distanciamientos a veces obligados, a veces insalvables. Tiempos en los cuales la vida abundó en situaciones para pasarla mal.
¿Pero qué es pasarla bien? A la luz de aquella declaración, de los anuncios que pueblan las páginas de espectáculos, de las series de televisión que se consumen en cantidad, como si fueran ansiolíticos, y del tono maníaco que a menudo tiñe a los acontecimientos masivos que paulatinamente se van produciendo (en el ámbito deportivo, musical y social sobre todo) pareciera que pasarla bien se relaciona con evitar las experiencias de la realidad, anestesiarse ante ellas, postergar o cancelar definitivamente toda respuesta a las preguntas que la vida nos formula a través de las situaciones que enfrentamos. Entre aturdirse y “pasarla bien” se va estableciendo de esa manera una engañosa sinonimia.
Los tiempos duros pueden ser también momentos oportunos para revisar los rumbos de la propia vida, reorientar el GPS existencial, preguntarse por el para qué de muchas de nuestras elecciones, de nuestras relaciones, para ajustar la sintonía entre nuestros propósitos y nuestras conductas, para revisar el equipaje con el que estamos viajando y ver si todo lo que llevamos es necesario, si el miedo a la incertidumbre, si la búsqueda de certezas inexistentes, si la intolerancia a la frustración no hacen que carguemos un sobrepeso inútil, que dificulta nuestros movimientos y nuestra capacidad de elección.
Hacer este ejercicio de despojamiento, de concentración y de enfoque en la exploración del sentido de nuestra vida personal y única puede resultar, al final del día, una manera de pasarla bien. O, mejor, de estar bien. Porque “pasarla” evoca una especie de superficialidad, un roce en la superficie de la vida y no una penetración en su rica complejidad. “Estar”, en cambio, requiere presencia, permanencia, atención plena. Es la diferencia que hay, por ejemplo, entre felicidad y diversión. La diversión es fugaz y necesita de estimulantes externos. La felicidad es una puerta que se abre desde adentro, el resultado de una manera de vivir, y no necesariamente se refleja en carcajadas estentóreas. No es lo mismo reír porque me hacen cosquillas que hacerlo porque me conecto con una idea, un recuerdo o una presencia cargados de significado sensible y valioso para mí. Suele ocurrir que, en tiempos de fuga de la realidad, pasarla bien se remite a buscar quien nos haga cosquillas, no importa cómo, no importa con qué.
Por supuesto que un momento divertido siempre se agradece. El problema, la anulación de la reflexión, de la exploración de los caminos existenciales, se produce cuando la diversión se convierte en una búsqueda permanente, en un fin y, peor, en una adicción. En su Crítica del juicio el filósofo alemán Emanuel Kant diferenciaba arte bello de arte agradable. Este último, decía, está destinado pura y exclusivamente al disfrute inmediato y ese objetivo lo suele convertir en algo mecánico. El arte bello, en cambio, proporciona un disfrute que va más allá de lo inmediato, que perdura en los sentidos, estimula el juicio y nos entrega el placer de la reflexión.
Ya en 1967, en un libro clásico y vigente como es La sociedad del espectáculo, el filósofo y cineasta francés Guy Debord (1931-1994) advertía sobre el modo en que, en un mundo donde todo se convierte en espectáculo (exhibición, sensaciones antes que reflexiones), la realidad ya no es experimentada sino solo contemplada. Y cuanto más se contempla aquello que nos hace “pasarla bien” menos se comprende la existencia, empezando por la propia.